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Con interesantes, documentados y variados argumentos

Reseña de «50 voces incrédulas. Por qué somos ateos»

Fuentes: El Viejo Topo, octubre de 2013

Russell Blackford y Udo Schüklenk (eds), 50 voces incrédulas. Por qué somos ateos, Biblioteca Buridán-Montesinos, Barcelona, 427 páginas, traducción de Josep Sarret Grau (edición original de 2009)

Advertencia inicial: aunque estén convencidos, aunque no les asalte ninguna duda sobre la temática, no marginen el libro. Contiene desarrollos de interés, argumentos no triviales ni muy conocidos y el elenco de la diversidad elegida enriquece y amplía nuestros puntos de vista.

Efectivamente: cincuenta artículos escritos por un amplio y diverso elenco de filósofos, científicos, académicos, activistas políticos, autores de ciencia ficción, periodistas, críticos literarios, divulgadores científicos,… acerca de la incredulidad en la existencia de un Ser y un poder sobrenaturales. Varios de los trabajos, los menos, abordan aspectos relacionados con el papel social de la creencia religiosa y las posibles alternativas. Todos los autores, con diversidad de puntos de vista y argumentación, comparten un rechazo generalizado a las religiones convencionales y un humanismo crítico y documentado donde la verdad y la veracidad serían nudos importantes. Algunos son abiertamente hostiles al fenómeno religioso y otros, en cambio, estarían dispuestos a explorar territorios comunes con teólogos y creyentes de orientación y práctica no fundamentalista. Los editores son profesores de filosofía en sendas universidades de Australia y Canadá respectivamente y no es arriesgado pensar que la urgencia poliética que parecen apuntar en su presentación esté directamente relacionada con el creciente papel de la creencia religiosa en sus países y acaso también en un país que dice tener en su himno relaciones especiales y/o privilegiadas con el mismísimo Dios. Escriben, por ejemplo, «cada día que pasa parece más difícil mantener encendida la llama de la razón» (p. 13). No es probable que exageren.

La tesis de fondo, trivial desde su primera letra, es que los ateos (palabra que algunos autores evitan por las connotaciones negativas que tiene en algunas culturas, sectores y ambientes) pueden ser personas dignas y humanitarias. Si no lo son, como es el caso en frecuentes ocasiones (con frecuencia similar a la de los creyentes o acaso menos), no es porque no tengan esa creencia. Por lo demás, no es evidente como se afirma en la contraportada del ensayo, que la negación de la tesis anterior sea creencia popular. Sí lo es, en cambio, una preocupación manifestada en los compases iniciales por los editores: «el respeto por las enseñanzas de los ideólogos de la intolerancia parece estar a la orden del día, cuando de hecho podría argumentarse que la intolerancia con la intolerancia es una respuesta más apropiada al fundamentalismo religioso» (p. 13). Los autores advierten, con razón, del peligroso intento de introducir en leyes internacionales cláusulas sobre la difamación de la religión que impidieran o dificultaran enormemente las críticas a los dogmas, afirmaciones y principios religiosos. Los dogmas y las organizaciones religiosas, sostienen con razonable prudencia aunque en expresión mejorable, son blancos legítimos para la creencia y la sátira. Dicho con palabras de dos de los autores que colaboran en el volumen (John Harris y Adèle Mercier): «La religión dice esencialmente, con el loco sagrado de Voltaire, «Todo es para bien en el mejor de los mundos posible». La racionalidad dice: «Podemos hacerlo mejor». ¡Claro que podemos!» (p. 59) y «Todas las formas de autoengaño son peligrosas pero ninguna es más cruel que la que arrebata a uno la autenticidad misma de los motivos que tiene para vivir» (p. 68).

Como es imposible hacer un resumen de los argumentos desplegados en estas cincuenta aportaciones, en las que la influencia de clásicos como Bertrand Russell es más que manifiesta (es un acierto desde luego que sea así), señalaré algunas de mis preferencias:

La aportación de Nicholas Everitt sobre «¿Hasta qué punto es bondadoso Dios? Del sufrimiento al ateísmo» es analíticamente potente y señala una estrategia argumentativa de interés para defender el ateísmo: mostrar que la supuesta existencia de Dios es «incompatible con algún hecho innegable acerca del universo o de su contenido» (p. 32). Por ejemplo, la existencia del mal, la existencia del libre albedrío, etc. Con envidiable optimismo, Everitt concluye que «incluso los teístas reconocen que la existencia del sufrimiento en el mundo es una prueba, al menos prima facie , contra la existencia de Dios. Durante los 2.000 años se han esforzado en encontrar una explicación plausible para ello, pero sin éxito, y por consiguiente la existencia del sufrimiento sigue siendo una razón convincente para negar la existencia de un Dios omnipotente, omnisciente e infinitamente bueno» (p. 37).

Por el homenaje implícito a Russell Hanson y por razones complementarios, tampoco es justo olvidar la aportación de Graham Oppy: «Lo que yo creo». Esta sería su perspectiva desde un punto de vista metodológico: «Lo que he ofrecido es un simple esbozo de un punto de vista que en mi opinión es capaz de un refinamiento y desarrollo consistentes casi indefinidos, y que a mi modo de ver es capaz de hacer frente a cualquiera de los puntos de vista rivales ofrecidos por quienes creen en entidades sobrenaturales» (p. 80). En ubicación no muy alejada se sitúa la aportación, muy brillante en varios compases, de Thomas W. Clark: «Demasiado bueno para ser verdadero, demasiado oscuro para tener explicación: los defectos cognitivos de la fe en Dios». Su conclusión: «Hasta donde sabemos, Dios, la esperanza más vana de la humanidad, no desempeña ningún papel. Pero la ausencia de Dios y de lo sobrenatural simplemente subraya la presencia de la naturaleza. Para el naturalista, la naturaleza es todo lo que hay, y por consiguiente con la naturaleza basta» (p. 89)

Es igualmente potente la intervención de Michael Shermer -«Cómo pensar sobre Dios: teísmo, ateísmo y ciencia»-, un ex cristiano renacido que a veces cae en las turbulentas aguas del cientificismo. Nada menos. Su posición: «Uno de los motivos por los que no creo en Dios es intelectual: no me convencen los argumentos a favor de la existencia de Dios. Otro motivo por el que no creo en Dios es emocional: no me incomoda no tener respuestas para todo. Por temperamento soy muy tolerante con la ambigüedad y la incertidumbre» (p. 96). MS sostiene que hay pruebas convincentes -no es sólo una conjetura o una sospecha razonable- de que los seres humanos crearon a Dios y no al revés. Existe una larguísima tradición filosófica sobre este nudo. A destacar la última ley de Shermer: toda inteligencia extra-terrestre suficientemente avanzada, parte pues de la naturaleza en un sentido amplio, es indistinguible de Dios. Ergo no existe ningún Ser trascendente.

No oculto, sin embargo, que la intervención que más me conmueve es la de James Randi, por el propio autor, y por el argumento de su texto: «La religión vista por un ilusionista». Su posición de fondo: la de ilusionista es a única profesión totalmente honesta: promete engañar a la gente y la engaña. Es lo que hacemos, comenta Randi, y añade: «Pero lo hacemos para entretenerles y para divertirles, no para embaucarles.» (p. 111). Como… Efectivamente: las narraciones religiosas.

La aportación de Michael Tooley -«Ayudar a la gente a considerar críticamente sus creencias religiosas»-, más allá del probable rechazo inicial del creyente, presenta aspectos de enorme interés desde el punto de vista de la lucha de ideas en el ágora pública. Su tesis: «Creo que si queremos capacitar a los cristianos de a pie para que empiecen a pensar críticamente acerca de sus creencias, uno de los enfoques más prometedores es centrarse en la figura de Jesús» (p. 405). No es una idea que deba desecharse de entrada.

Si se tuvieran que formular algunas críticas, más allá de la conveniencia incluso necesidad de un índice de nombres y materias, podría señalarse, en primer lugar, una cierta sorpresa porque el nombre del gran Norwoord Russell Hanson y aquel maravilloso e inolvidable artículo suyo titulado «Lo que yo no creo» (además de las cada día que pasa más interesantes aportaciones, para ellos desconocidas -el libro es anglo casi en estado puro, y con los coletazos anticomunistas de rigor (página 62, por ejemplo, el caso Pravda)-, de Manuel Sacristán y Francisco Fernández Buey en este ámbito) apenas haya logrado tener acto de presencia y que otras dimensiones, no menos importantes, del hecho religioso, el fuerte compromiso poliético de numerosos creyentes por ejemplo, apenas tengan presencia en el libro. Así, autoras como Simone Weil, apenas tienen presencia en el volumen.

Por lo demás, no es necesariamente verdadero que una voz incrédula sea, por definición, una voz racional, o cuanto menos no tiene por qué serlo en todos los ámbitos o incluso en territorios próximos al que se ha comentado, y tampoco que pueda identificarse, como así parece hacerse en la pregunta que abre el volumen, pensamiento humanista con pensamiento incrédulo.

Se señala en la contraportada del volumen que este ensayo está dirigido por igual a creyentes, escépticos, agnósticos o ateos. No queda clara, en mi opinión, la diferencia entre escéptico y agnóstico. Sea como fuere, más allá de ello, no es evidente que los argumentos esgrimidos en algunos casos, puedan hacer mella, no digo convencer, a personas creyentes (no es fácil la tarea) aunque el comentado sea un libro recomendable para todos y, en especial, para personas que en algún momento hayan vivido algún atisbo de duda o incertidumbre en sus creencias sobrenaturales.

La traducción de Josep Sarret está a la altura de la excelente dirección que ejerce con maestría en esta colección imprescindible llamada «Biblioteca Buridán».

Una cita del Barón de Holbach, uno de los grandes materialistas ateos de la historia (nos la ofrece Peter Tatchell en su aportación; «Mi vida no religiosa: un viaje desde la superstición a racionalismo»), es una buena forma de cerrar esta aproximación a un libro de lectura recomendable: «Si nos remontásemos al principio encontraríamos que la ignorancia y el miedo crearon a los dioses; que al capricho, el entusiasmo o el engaño los adornaba o desfiguraba; que la debilidad los veneraba, la credulidad los preservaba y que el hábito, la costumbre y la tiranía los respaldaba».