Amazonía, el río tiene voces es un libro que la historiadora literaria y analista de culturas Ana Pizarro ha realizado desde su natal Chile al abarcar el riquísimo cosmos del Amazonas. Un lugar único no solo por su riqueza en agua, minerales y biodiversidad, sino que allí ocho países, veintitrés millones de personas, integran «la […]
Amazonía, el río tiene voces es un libro que la historiadora literaria y analista de culturas Ana Pizarro ha realizado desde su natal Chile al abarcar el riquísimo cosmos del Amazonas. Un lugar único no solo por su riqueza en agua, minerales y biodiversidad, sino que allí ocho países, veintitrés millones de personas, integran «la diversidad más diversa», en el bosque tropical húmedo más grande del planeta y a orillas del río más caudaloso de la Tierra. Pero esto no es todo. Quienes lo descubrieron, desde el Atlántico hasta los Andes, o lo recorrieron desde Quito y Lima hasta las bocas del Orinoco, crearon en torno suyo la más apretada, ramificada y bifurcada selva de símbolos y leyendas.
A las innumerables tribus indígenas, sus mitologías y tradiciones orales, se fue superponiendo la imaginación europea, que dejaba atrás la inquisitorial Edad Media en pos de un renovado paraíso sobre la tierra. Solo que, como bien dice la autora, este no era más que «las tradiciones culturales de un mundo renacentista revitalizando el imaginario de la antigüedad grecolatina».
De ahí que esta fascinante navegación comience con quienes contaron y escribieron sus peripecias, trátese de cronistas o misioneros, relatos de viaje o informes a las coronas, sean la de Portugal o la de España. Pero también holandeses, ingleses y franceses, anduvieron por allí, sabiéndose dominadores desde su lengua, determinados por su lugar de origen y marcados por su objetivo de abrir mercados, catequizar en nombre de su Dios propio, o perderse, alucinados, tras el perpetuo espejismo del oro, que primero fue de la canela. Especies ambas para ornar y condimentar el brillo de las cortes europeas.
Pero en medio de este caudal de expediciones, que más tarde se volverían naturalistas y científicas, hay persistencias míticas que no decaen: las tres figuras claves del imaginario fluvial: Las Amazonas, El Dorado y El Maligno. Y curiosamente un personaje único, recreado en novelas por Miguel Otero Silva y Abel Posse, por ejemplo, que es Lope de Aguirre, el rebelde, aquel que en su delirio de reivindicación, y entre un reguero de cadáveres, incluida su propia hija, se opone al Rey de España y firma con soberbia su memorial de impugnación con un altivo: «Lope de Aguirre, traidor». Que, instrumento de colonización, se opone a oidores y encomenderos de la primera oleada, que ya se han apoderado de los puestos claves y obtenido las mejores reparticiones de indios.
Por ello Lope de Aguirre señala el maltrato dado a los nativos de estas tierras. Y que desde los cabildos otorgaban licencias para construir molinos, obrajes, tiendas y pulperías. Esos meses, esos años de deambular por la selva, que siglos después retomaría La Vorágine, tienen ya la impronta mágica de los cronistas, «culebreando en vueltas muy dilatadas», como el mismo río, que admite en sus contornos lo más real y más cruel junto a lo más fantasioso e inverosímil. Monstruos, prodigios y portentos, como aquel «curupira», criatura con los pies al revés que tantas reflexiones psicoanalistas nos puede suscitar.
Pero lo fascinante es la metamorfosis de la legendaria historia de Las Amazonas: provincia de mujeres que se rigen a sí mismas, se autoabastecen y eligen una vez al año el hombre-instrumento para que las fecunde, y al cual luego matan. Por ello dirá Ana Pizarro al intentar descifrar esta imagen tan recurrente, desde sus orígenes en Fray Gaspar de Carvajal: «En el universo sexualmente represivo del medio, en la carencia de mujeres durante meses que implicaba la aventura fluvial y la expedición en general, la fantasía erótica representada por ellas debería hacer sido la resolución simbólica de sus carencias».
Clímax y aniquilamiento: en ese mundo bárbaro donde la seducción puede desembocar en el horror, como la mantis religiosa al devorar al macho después de la cópula, vuelan incontenibles las alas de la ficción. Grial, fuente de la eterna juventud, becerro de oro: todo se confabula y yuxtapone hasta hallar concreción en el cacique que se baña en la laguna, cubierto de polvo de oro, y que se desplaza del Paititi hasta Manoa, de Colón hasta el Cándido de Voltaire en la Guayana, desde la laguna de Guatavita hasta el Museo del Oro en Bogotá.
Mundo, entonces, turbulento y en formación, donde las instituciones son precarias y los hombres se improvisan a sí mismos. Y donde las mezclas y coexistencias suelen ser caóticas, y aquello que viene de Europa, África o Asia, tiene «un aspecto fragmentario, irregular e intermitente».
De ahí la incertidumbre. De ahí la convicción de los jesuitas en el Brasil de considerar cómo ese mundo natural insubordinado, era «caótico, desordenado y contradictorio como el mismo demonio»: Qué escenario más portentoso para representar ese viejo drama renovado de la lucha contra el mal que la tierra sin límites, pletórica de riquezas, pero también marcado por la pobreza errante de tantos nómadas, como era el cosmos infinito del Amazonas. Un infierno verde con un diablo que se metamorfoseaba y se ponía todas las máscaras. En medio de esa manigua, con su farmacopea vegetal y las alucinaciones visuales del consumo del yagé y la conversión del chamán en jaguar, como en el riguroso y fascinante libro de Gerardo Reichel Dolmatoff, de 1978.
Al mundo de la utopía dorada, al mundo del matriarcado guerrero, al mundo del diablo redivivo, se añadirá ahora el mundo de la racionalidad científica, de la Condamine francés al barón de Humboldt, alemán. A las verdades seguras basadas en la observación y el experimento se les superpondrá el velo del romanticismo, al exaltar una naturaleza única.
Pero la Revolución Francesa y la Revolución Industrial no solo reconocerán el valor del individuo y el conocimiento, sino que el positivismo se hace utilitario. Allí se descubrirán productos valiosos como el caucho (y tantos otros) que bien vale la pena explotar y comercializar, solo que lo nativos son incapaces de ello. Ese eurocentrismo será la otra cara de su vocación de estudiosos. La razón, lo repiten estos sabios de la Académie Française (1635) o The Royal Society of London (1645), es europea. Y a Europa deben ir los frutos de su estudio y clasificación. «La física del mundo, la composición del globo, el análisis del aire, la fisiología de los animales y las plantas», que son los objetos de estudio para Humboldt, en una carta del 25 frimario, año VIII de la República, a Jérôme Lalande, remiten siempre al mayor beneficio del Viejo Mundo. Y a la vinculación de los seres animados con la naturaleza inanimada.
Pero la Naturaleza, en la Amazonía, no parece muy inanimada: consume hombres, devora teorías, vuelve anacrónicas las novedosas cronologías. He aquí algunas de las primeras voces que este libro fascinante nos ofrece. Y que recoge tantas otras voces, desde los habitantes de la selva misma, las novelas y poemas que los recuperan como Macunaima de Mario de Andrade o los poemas de Thiago de Melo, hasta hechos que nos conciernen de lleno, hoy día, como el narcotráfico.
Pero el libro debe leerse en su integridad y analizarse con inteligencia. Ana Pizarro ha puesto en él tanto sensibilidad como conocimiento. Es un aporte fundamental para valorar una cultura no comprendida en su totalidad como aquella de la inmensa Amazonía.
Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=6615