Con el taoísmo ocurre como con tantas otras religiones o filosofías a las que los siglos tallan facetas nuevas con reflejos que no son siempre fieles al pensamiento original. Sin embargo, hay que reconocer que sus textos fundacionales y sobre todo el Laozi y el Zhuangzi, siguen destilando hoy una frescura ajena al transcurso del […]
Con el taoísmo ocurre como con tantas otras religiones o filosofías a las que los siglos tallan facetas nuevas con reflejos que no son siempre fieles al pensamiento original. Sin embargo, hay que reconocer que sus textos fundacionales y sobre todo el Laozi y el Zhuangzi, siguen destilando hoy una frescura ajena al transcurso del tiempo y, lúcidamente rebeldes, aportan ingenio y agudeza liberadores a cualquiera que se acerque a sus páginas. No es nada difícil distinguir un genuino impulso libertario en estas ideas y por ello no es de extrañar tampoco que en la historia del taoísmo puedan encontrarse momentos en los que surge en su seno una crítica del poder inconfundiblemente anarquista. El libro que nos ocupa tiene la virtud de presentarnos un importante afloramiento de este discurso en el siglo III de nuestra era. Se trata de textos integrados en una serie de argumentos y refutaciones del tipo de las que son comunes en la literatura china de aquella época.
El sinólogo Jean Levi (1948), autor de novelas como El gran emperador y sus autómatas (1985) o El sueño de Confucio (1989) y también de numerosos ensayos y traducciones de clásicos chinos, ha sido responsable de la selección de las tres polémicas que contiene la obra y aporta además una presentación que nos acerca al contexto histórico y filosófico y al significado de estos escritos. Por su parte ha sido otro sinólogo, Albert Galvany (1973), autor también de artículos y traducciones, y editor de un libro reciente sobre el Zhuangzi, el encargado de la verter los textos originales al castellano, labor que ha completado con un rico aparato de notas.
¿Quiénes son los autores de estos elogios de la anarquía? Del primero de ellos, Bao Jingyan, no conocemos nada más que los textos que aquí se presentan, preservados del olvido al ser incluidos por el célebre alquimista Ge Hong en su Baopuzi, título que podría traducirse El maestro que alberga la simplicidad. La inexistencia de cualquier otra referencia a Bao Jingyan hace pensar incluso que este podría ser un pseudónimo que usa Ge Hong para plantear sus atrevidos argumentos. En un discurso brillantísimo, Bao Jingyan parte de la dolorosa evidencia de la desigualdad y la explotación para retrotraerse a una edad en la que se gozaba de una unión entre todos los seres sin codicia ni conflictos: » En los tiempos de la remota antigüedad, no había ni príncipes ni vasallos. Las gentes cavaban un pozo y bebían de él; labraban los cultivos y comían de sus frutos; al comenzar el día laboraban y al caer la noche descansaban. Se conformaban con lo que tenían. No había ni disputas ni rivalidad, ni honores ni ofensas. » Es al fortalecerse el principio individual cuando aparece la división y se establece la autoridad: » Si el tao y la virtud no hubieran decaído, ¿sería necesario entonces adoptar el humanitarismo y la justicia? »
En su respuesta, Baopuzi basa su defensa en la debilidad de una era original que imagina desprovista de todos los refinamientos y comodidades de la vida, un tiempo oscuro sin el orden que garantizan el poder del soberano y las leyes. Además, según él, la existencia de príncipes refleja la propia división del cuerpo humano entre cabeza y miembros. Bao Jingyan replica a su vez insistiendo en la dura realidad de la desigualdad: opulencia y miseria que se alimentan mutuamente y conducen a una violencia que no está inscrita en la naturaleza de los hombres: » La causa de todos esos males se haya en la existencia de príncipes.» La respuesta de Baopuzi se basa en relativizar los males del gobierno, argumentando que hay casos en que este es beneficioso para el conjunto de la sociedad.
Los otros elogios de la anarquía recogidos en el libro hay que reconocer que son menos explícitos. Su autor, al contrario que el misterioso Bao Jingyan, es un personaje bien documentado históricamente. Se trata de Xi Kang (223-263), un filósofo y poeta reputado, pero inconformista e independiente, que renunció a altas magistraturas y fue condenado a muerte con acusaciones de peligrosidad para el orden social. En la segunda polémica se nos comienza presentando el «Ensayo sobre la condición espontánea del gusto por el estudio» de Zhang Miao, en al que éste se esfuerza por demostrar cómo el hombre sin instrucción es fácilmente víctima de sus emociones. Existe sin embargo un conocimiento que puede liberarlo y por ello el ser humano tiende naturalmente a él y en él encuentra gozo, al igual que quien se debate entre tinieblas disfruta cuando una luz ilumina la salida del laberinto.
La refutación de Xi Kang se basa en una crítica de la enseñanza ritual de los libros clásicos, que encubre para él solamente egoísmo y afán de notoriedad. Es este un falso conocimiento y el hombre será feliz en realidad por el camino contrario, es decir, siguiendo sus propios impulsos y huyendo de los moldes. » Por mi parte, considero que vuestras aulas de estudio no son más que salas mortuorias, que los textos que recitáis de memoria son como palabras proferidas por espectros de difuntos, que los Seis Clásicos son rastrojos y escorias, que el humanitarismo y la justicia apestan a putrefacción, que la lectura de libros chamusca los ojos, que las genuflexiones y las reverencias provocan joroba, que el porte de ropajes oficiales produce palpitaciones, que las disertaciones sobre los códigos rituales causan piorrea y que, por consiguiente, conviene deshacerse de todo ello para comulgar de nuevo con la dimensi6n original de los seres. » Es una demoledora y aguda crítica del conocimiento ritualizado y esclerotizado al servicio de lo más bajo del ser humano. El discurso plantea también un cuestionamiento del poder y la organización social, reivindicando una edad de oro antes de que se impusieran » distinciones y divisiones entre los hombres para agruparlos en clases «.
En la siguiente polémica es Xi Kang quien interviene en primer lugar con su «Ensayo sobre cómo nutrir la vida». En él trata un asunto muy frecuente en la literatura taoísta, el arte de la longevidad, que es más apropiado llamar así aunque la retórica, sin duda exagerada, de los autores hable en ocasiones de «inmortalidad». Sus conclusiones se enmarcan en esta tradición, proponiendo una existencia desapegada, alejada de todos los excesos pasionales, y sustentada en la meditación, los ejercicios respiratorios y una dieta frugal y equilibrada, que prescinda de los cinco cereales ( arroz, trigo, mijo, sorgo y soja) , la carne y los licores. La réplica a estas teorías se debe esta vez a Xiang Ziqi, vicepresidente de la Cancillería imperial nada menos, que usa una argumentación bastante simple. La rigurosa dieta propuesta no era seguida por los sabios antiguos. Además, el rechazo de los placeres no es natural y no puede ser saludable, y faltan datos que prueben que este género de vida sirve realmente para prolongarla. Xi Kang, por su parte, contraataca afirmando que las pasiones y deseos nos encaminan a la destrucción: » Al perseguir con ahínco riquezas y honores, ¿cómo no excederse? Una vez obtenidos, ¿cómo no perderlos? » Sin embargo, si la existencia ha sido armonizada, la voluntad se desplegará sin posibilidad de una frustración dolorosa.
Es difícil no reconocer en estos argumentos y contraargumentos otra polémica más cercana a nosotros, la que protagonizaron estoicos y epicúreos en la época helenística. Y es importante señalar también, como lo hace Jean Levi en su presentación, que estos análisis plantean con claridad el diagnóstico y la terapia para un ser humano apresado en la locura de un mundo-mercancía de obligada posesión. Con palabras de Xi Kang: » Para quienes extenúan su vida persiguiendo la celebridad ni siquiera diez mil generaciones bastarían para lograr la satisfacción. Todos ellos carecen en su interior de un principio rector y, por tanto, su felicidad depende de los objetos externos. (…) Quienes, por el contrario, poseen un principio rector en su interior, podrán disfrutar de la felicidad en las cosas exteriores. Incluso sin tambores ni campanas, su felicidad es completa; colmar nuestros propósitos no significa moverse en carruaje y portar distinciones, como tampoco la felicidad suprema consiste en la satisfacción de los impulsos más groseros. A mi entender, consiste más bien en que estos no nos subyuguen. »