Vivo en una zona privilegiada de Barcelona, el barrio de Horta, antiguo pueblo agrícola absorbido por la expansión de la ciudad. Tenemos el vecindario -bajo secreto y juramento- callejones, huertos y masías escondidas de las garras de algunos planes urbanísticos que nunca deberían haberse aprobado. Otras iniciativas se mantienen visibles a contracorriente, en pura resistencia […]
Vivo en una zona privilegiada de Barcelona, el barrio de Horta, antiguo pueblo agrícola absorbido por la expansión de la ciudad. Tenemos el vecindario -bajo secreto y juramento- callejones, huertos y masías escondidas de las garras de algunos planes urbanísticos que nunca deberían haberse aprobado. Otras iniciativas se mantienen visibles a contracorriente, en pura resistencia vecinal, como la casa ocupada de Can Masdeu. Una antigua leprosería a las faldas de la sierra de Collcerola, límite natural de Barcelona, que ya en lógico desuso, han sabido -un grupo de 25 personas- habilitar, dignificar y colectivizar. Además de ser su vivienda, se abre al barrio para todos los eventos que se les solicita, ofrece muchas actividades lúdicas y destaca -por encima de todo- la puesta en marcha de unos estupendos huertos comunitarios. La parcela más grande autoabastece a las gentes de la casa. Otras 30 más chiquitas las van utilizando vecinos y vecinas. Para ellas y ellos, es sabido, recuperar el placer del contacto con la tierra y hacerlo junto a otras personas, es algo más que una práctica saludable.
Experiencias como esta se promueven en muchas ciudades y otras surgen por pura necesidad. La crisis en el mundo rural lleva a muchas personas hacia las grandes urbes, y sobreviven gracias a huertos en solares abandonados, en el traspatio de la casa o en el puro margen de las calles. Otro ejemplo es Detroit, donde los huertos comunitarios son una experiencia que se suma a las muchas que allí- donde Martin Luther King dijo por primera vez «Tengo un sueño esta tarde de que un día aquí en Detroit, los negros podrán comprar o alquilar una casa en cualquier lugar que su dinero pueda pagar y que podrán conseguir un empleo»- hacen de esta ciudad, fracaso de la industrialización, una con la mayor tasa de iniciativas populares para la construcción de un futuro alternativo, justo y más ecológico.
En los diseños de las viviendas y en las políticas urbanísticas pensar en verde, y pensar en agricultura, debería de ser favorecido, pero es un déficit evidente. El caso extremo, es el de una manzana de un viejo barrio de Valladolid en cuyo patio vecinal la Alcaldía ha proyectado un aparcamiento para el edificio interior -excolegio público- transformado en una espectacular «academia de policía municipal».
No sólo eso. Mientras se silencia y olvida al vecindario, a sus verdaderas prioridades o sus sueños e iniciativas -como King- se ha llegado a un acuerdo con una de las empresas españolas líderes en armamento, INDRA (se dedica a fabricar sistemas electrónicos de guerra para todo tipo de armamentos y desarrolla tecnologías de la información con aplicaciones militares) para equipar a la comisaría en cuestión, con un modernísimo sistema de simulación de tiro en tres dimensiones. Como en el cine, pues permite todo tipo de entrenamientos, aunque -dicen los expertos- en ningún caso sustituirá las pruebas con tiro real. Que para aprender a matar no es suficiente jugar a los marcianitos, parece.
Entre Can Masdeu y las viviendas XXV años de Paz, que así se llama ese grupo de casas de Valladolid, no puedo dejar de pensar en el símbolo antimilitarista de los años 60 y 70: el casco militar del que nacía una flor.
Gustavo Duch Guillot. Autor del libro ‘Lo que hay que tragar’
Fuente: Revista Integral. Número 370, octubre 2010
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