¿Qué pasa cuando multiplicamos cero por el infinito? En matemáticas, se suele decir que hay indeterminación: dicho de otro modo, no se puede predecir el resultado. Sin embargo, cuando una probabilidad baja, e incluso muy baja, se ve asociada a un magnitud de daño muy grande, véase casi ilimitada, la tecnociencia en general y el […]
¿Qué pasa cuando multiplicamos cero por el infinito? En matemáticas, se suele decir que hay indeterminación: dicho de otro modo, no se puede predecir el resultado. Sin embargo, cuando una probabilidad baja, e incluso muy baja, se ve asociada a un magnitud de daño muy grande, véase casi ilimitada, la tecnociencia en general y el lobby nuclear en particular se olvidan de la indeterminación y tienden solo a considerar que el riesgo (multiplicación de la probabilidad por la magnitud de daño) es ínfimo. Lo que les permite concluir -eso sí, sin debate democrático previo, principalmente con las poblaciones afectadas o más vulnerables- que, a pesar del posible daño, la probabilidad es tan baja que el riesgo es asumible.
Sin embargo, la catástrofe de Fukushima vuelve a cuestionar una vez más este dogma de la sociedad del riesgo -¿o deberíamos decir de aprendices de brujo? Es cierto que las probabilidades de que ocurriera un terremoto de estas características en Japón, además localizado en esta región concreta, sumado a un fallo generalizado de los sistemas eléctricos de la central en un país de más alta tecnología puntera, era bajísima. A pesar de todo, ocurrió. Es más: esta probabilidad venía asociada a una magnitud de daños colosal y tremendamente fuera de lo imaginable, que por desgracia hemos experimentado. Las consecuencias del desastre atómico japonés, que se irán conociendo con más detalle a lo largo de los años y de los decenios, se cifran en decenas de miles de personas desplazadas y/o contaminadas, pueblos fantasma, miles de kilómetros de territorio, mar y subsuelo irradiados, una economía mermada y una sociedad en estado de choque. Difícilmente se puede hablar de un riesgo asumible, todo al contrario.
Al igual que en Chernóbil hace 25 años, cuyos efectos socio-ecológicos directos e indirectos vamos conociendo cada vez mejor. Según el informe TORCH (2006) encargado por Los Verdes alemanes, tras la catástrofe nuclear de Chernóbil se ha observado un incremento medio del 40% de tumores sólidos y entre 18.000 y 66.000 casos de cáncer de tiroides en Bielorrusia, país cuya economía resultó devastada por el accidente y que, por cierto, sigue bajo el poderío autoritario del último dictador de Europa. El informe añade que afectó al 44% de Alemania y al 34% del Reino Unido y que se pueden predecir de 30.000 a 60.000 muertes de cáncer de tiroides en Europa. Mientras tanto, Greenpeace, en otro informe de 2006 encargado a un grupo de 52 científicos de todo el mundo, afirma que «las cifras publicadas más recientemente indican que solo en Bielorrusia, Rusia y Ucrania el accidente podría ser responsable de 200.000 muertes adicionales en el periodo entre 1990 y 2004». ¿Son estos «riesgos asumibles»?
Sin duda, no estamos capacitados para enfrentarnos a las consecuencias del modelo tecnológico autoritario y vertical que hemos puesto en marcha y, aún menos, debido a la incapacidad de determinar el riesgo real que conlleva. Es lo que Martin Weitzman, reconocido economista americano de la Universidad de Harvard, estudia en un reciente trabajo sobre probabilidades y cambio climático donde pregunta: ¿qué pasaría si todas las hipótesis pesimistas sobre cambio climático se realizaran, aunque cada una tenga solo una probabilidad baja o muy baja? Si así fuera, en el año 2100 la temperatura podría subir entre 10 y 20ºC, lo cual ni más ni menos imposibilitaría la vida humana. Ante tal desenlace con probabilidad baja pero riesgo máximo ¿qué tendríamos que hacer para evitarlo y actuar con contundencia? Según Weitzman: olvidarnos del cálculo económico o de los análisis coste-beneficio, y hacer todo lo que está al alcance del ser humano para que no se cumpla este negro presagio. Dicho de otro modo y en lenguaje callejero: cuando la supervivencia de la humanidad está en juego ¡al carajo el razonamiento económico!
Por mi parte, porque creo en la capacidad del ser humano y de la sociedad de cambiar el rumbo histórico, me niego a darle la razón -en este punto concreto- al bioeconomista Georgsecu-Roegen cuando escribe que «tal vez el destino del ser humano sea una vida breve, más febril, excitante y extravagante en lugar de una vida larga, vegetativa y monótona». Como lo demuestra con maestría Jared Diamond, ante el colapso las civilizaciones pueden escoger de forma consciente perdurar. Así que desde luego prefiero la reflexión siguiente de Offer: «la verdadera prosperidad constituye un buen equilibrio entre la excitación de corto plazo y la seguridad de largo plazo». Esta base me parece un buen punto de partida para la superación de la sociedad del riesgo, avatar de la fase moderna del antropóceno, hacia una «sociedad del buen vivir», verdadero reto de este siglo XXI. Una sociedad que garantice la felicidad y autonomía de sus integrantes tanto hoy como mañana, siempre desde la justicia y dentro de los límites biofísicos de la Tierra. Esta sociedad es sinónimo, entre otras cosas, de una tecnología democrática y horizontal, centrada en las personas y en el espacio ambiental disponible, y donde probabilidad y riesgo no juegan a la ruleta rusa con el infinito.
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