Existe una lógica detrás de los argumentos a favor del uso de la energía nuclear. Cuando sus partidarios insisten en considerar los riesgos que entraña como asumibles lo hacen porque parten de un marco epistémico específico, el de la racionalidad económica y tecno-científica asociada al capitalismo industrial. La acumulación de capital necesita un suministro estable […]
Existe una lógica detrás de los argumentos a favor del uso de la energía nuclear. Cuando sus partidarios insisten en considerar los riesgos que entraña como asumibles lo hacen porque parten de un marco epistémico específico, el de la racionalidad económica y tecno-científica asociada al capitalismo industrial. La acumulación de capital necesita un suministro estable y creciente de grandes cantidades de energía: de energía humana, en forma de trabajo humano, pero también la que proviene de otras fuentes de energía primaria (combustibles fósiles, la energía nuclear o las llamadas energías renovables). En este marco pueden asumirse las externalidades negativas porque no se contabilizan todos los costes en los balances de las empresas sino que se soslayan o se socializan. Así, el riesgo de accidentes nucleares se vuelve aceptable desde el momento en que no supera un determinado nivel, ese a partir del cual se bloquea la producción social y el crecimiento económico. Poco importa que las consecuencias sean catastróficas desde cualquier otro punto de vista, especialmente en ese tiempo largo que no existe para los economistas: ¿que son medio millón o un millón de posibles afectados por fugas radioactivas, si la propia ciencia permite convivir con enfermedades como el cáncer? ¿Qué importa que en las minas haya regularmente vertidos de uranio que contaminan ríos y napas freáticas si, al contrario que los vertidos de petróleo, no se ven o afectan a poblaciones prescindibles?
La crítica apocalíptica no puede superar la constatación cínica, pero también científica, irreprochable, de que «la vida sigue». La cuestión es qué vida, para quién y cómo. Si la economía se supedita al imperativo ecológico de la preservación de la biosfera -algo que no tiene precio en términos económicos- o, dicho de otra manera, al ‘buen vivir‘ del que hablan los indígenas andinos (convertido en principio constitucional en Ecuador y Bolivia pero un tanto devaluado por la forma-Estado), entonces los términos de la conversación cambian radicalmente. La conversación que propone el poder es la de una modernidad basada en las ideas de progreso y desarrollo, de crecimiento continuo y de una concepción de la buena vida estrecha y degradada. Estrecha en tanto que ego-céntrica, con lo que se ignora lo común y la integración en la llamada naturaleza. Degradada porque se articula en torno a pasiones tristes como el miedo, porque permite nuestra contaminación cotidiana e inconsciente al tiempo que reprime el consumo voluntario de determinadas sustancias.
Por usar el lenguaje de Walter Mignolo, es toda una matriz de poder de la que hay que irse desprendiendo, un proceso de «descolonización epistemológica» lento pero que está en marcha. La irrupción de los movimientos indígenas en América Latina o de la ecología política marcaron rupturas que obligan a subvertirla: endogeneizando costes que hasta ahora se externalizaban; asumiendo el carácter de bienes comunes de los recursos energéticos, que hoy se traduce en subvenciones inevitables; descentralizando la producción energética, que no precisa de nuevos «despotismos hidráulicos» en forma de Estados fuertes u oligopolios privados (privatizados más bien).
Esta subversión o desprendimiento debe aplicarse no sólo a la lógica de la acumulación que apuntala la energía nuclear, sino la producción energética en general. Megaproyectos de energía solar como Desertec reproducen el mismo esquema con las renovables e implican en realidad transferencias de recursos del sur al norte y de dinero público a manos privadas. Es más, esta lógica la comparten tanto los gobiernos liberales como los socialistas. Los gobiernos de Venezuela, Ecuador o Bolivia siguen apostando por la extracción intensiva de recursos fósiles. El gobierno venezolano promovía además un programa de desarrollo de la energía nuclear que no ha suspendido hasta el accidente de Fukushima. Frente a este grave suceso, el Partido Comunista Francés reaccionó defendiendo la industria nuclear francesa, limitándose a pedir más transparencia.
En fin, nunca han faltado quienes defienden el derecho de países como Irán a disponer de energía nuclear si se emplea para usos civiles, algo que sólo puede reivindicarse desde la perspectiva del Estado pero no desde la de quienes buscan un cambio de paradigma. La energía nuclear, y especialmente su uso militar, permite participar en clubes selectos como el Consejo de Seguridad de la ONU. El mismo que consideró que había llegado el momento de cortar las alas de cierto antiguo aliado petrolero.
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/riesgos-asumibles