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Ríos y aspirantes en la crítica de Enrique Moradiellos

Fuentes: Rebelión

«Primero aprende y solo después enseña» es el título de un artículo que Enrique Moradiellos [EM], catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura, el autor de un gran libro sobre el presidente Juan Negrín, publicó recientemente en el diario global-imperial [1]. Su tesis: «Los malos resultados de los licenciados en Magisterio están relacionados […]

«Primero aprende y solo después enseña» es el título de un artículo que Enrique Moradiellos [EM], catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura, el autor de un gran libro sobre el presidente Juan Negrín, publicó recientemente en el diario global-imperial [1]. Su tesis: «Los malos resultados de los licenciados en Magisterio están relacionados con los desvaríos de la nueva pedagogía». Nada menos. Esos (supuestos) malos resultados fueron aireados y publicitados recientemente, de manera interesada, por la consejera ultraconservadora del gobierno de Madrid.

EM, que es poco probable que nunca haya tenido-sufrido o conocido un profesor que sepa mucho de un asunto, que tenga incluso un currículum académico «espectacular», pero que fuera un desastre -no menos espectacular- trasmitiendo sus conocimientos (yo tuve en los años setenta del siglo pasado varios profesores, en lo que entonces llamábamos «Exactas» de la UB, que tenían estas características no contradictorias) argumenta su posición y «prueba» su conjetura (en la que, el punto es importante, no describe el tipo de relación que señala) del siguiente modo:

El informe de los inspectores educativos de la Comunidad de Madrid sobre el desastroso nivel de conocimientos culturales positivos de los licenciados en Magisterio, señala EM, «ha sacado a la luz un «secreto» bien conocido en las aulas universitarias españolas en general y en las de las Facultades de Formación del Profesorado en particular». Los que han tenido contacto con ese problema, sostiene nuestro gran historiador, «de manera directa y fehaciente podemos dar fe de ello por experiencia propia». ¿Desde cuándo la experiencia en bruto, sin matices, equilibrios y críticas razonables, es buen testimonio de nada?

Lo más preocupante de algunas reacciones al informe por parte de los afectados, señala EM, es «la negativa a contemplar el núcleo del problema». ¿Y cuál es el núcleo en su opinión? «Que la formación universitaria recibida ha descuidado gravemente los fundamentos disciplinares (el conocimiento derivado del cultivo de las disciplinas científico-humanísticas: historia, matemáticas, literatura, biología…) en beneficio del saber formal y procedimental de las «ciencias de la educación» (teorías psicopedagógicas, doctrinas didácticas, praxologías docentes…)». Si este fuera el punto, si el problema fuera este descuido, bastaría una corrección curricular para superar la situación. Nada ni nadie es perfecto. Pero hay algo más: las comillas que acompañan a ciencias de la educación, el paréntesis desdeñoso y la apelación a saberes formales y procedimentales nos dan ya algunas pistas.

Tal es el caso, continúa e ilustra EM, de «la reacción de la alumna mencionada en el artículo de este mismo diario que desconocía la ubicación de los ríos Ebro, Duero y Guadalquivir»: A mí no me tendrían que preguntar los ríos de España, comentó la alumna -que no es alumna como veremos- según EM: «es mucho más importante que evalúen mi capacidad para enseñárselos a un niño ciego».

Veamos qué dijo la no-alumna, la aspirante, la maestra, en el citado artículo, que desde luego debería ser citado con corrección, siendo quien escribe, como es el caso, un historiador que se mueve como pez en agua no contaminada entre papeles y documentos para construir tesis, descripciones y explicaciones.

El examen que ha sacado a la luz la comunidad Madrid, señala la aspirante Nieves Díaz, maestra interina de educación especial (¡de educación especial y no alumna!) «no tiene nada que ver con ser pedagogo». A ella, comenta sensatamente, no tendrían que preguntarme los ríos de España (no dice que los ignore). Es mucho más importante para su tarea, señala, sin negar la importancia del anterior conocimiento como resulta evidente, «que evalúen mi capacidad para enseñárselos a un niño ciego».

Nieves recuerda que sí aprobó el examen sobre el currículo de primaria. Ver los resultados aireados en la prensa le ha indignado. Con razón: «Me parece demagógico y descarado que faciliten esos datos». El agujero negro-negrísimo, señala muy correctamente, está en otro lado. Para aprender el lenguaje de signos que necesitaba manejar en sus clases pagó de su bolsillo, sin ayudas públicas, tres cursos de 500 euros cada uno, 1.500 euros en total. El currículo reglado no incluía ese conocimiento. Nieves, integrante de una plataforma de defensa de los interinos, respalda, como muchos otros profesores, «que se mejore la preparación de su colectivo antes de empezar a trabajar y cuando ya se está en las aulas». Empero, el dinero público para la formación continua de los maestros y profesores es otra de las partidas que ha sufrido un recorte considerable durante la crisis-gran-estafa. El Ministerio de Educación dio un tajo de 2.000 millones en 2010 en sueldos, en actividades extraescolares, en becas y en formación [3]. ¡Así, tan intensamente, les preocupa la educación pública!

¿De dónde ha sacado EM que la aspirante Nieves desconociera la ubicación del Duero, del Ebro y del Guadalquivir? Por lo demás, perdóneseme la impertinencia, ¿conoce EM el recorrido exacto de estos ríos peninsulares? Yo, que estaba muy puesto de joven, no sería capaz de describirlos sin algún error. ¿Nos sometemos EM y yo a alguna prueba, junto con la consejera de Educación de la Comunidad de Madrid, para demostrar nuestros amplísimos saberes?

Se trata, señala EM, «de una respuesta asombrosa e inquietante por su patente desafío a toda lógica intelectual humana (¿cómo enseñar algo a un alumno ciego si no se sabe hacerlo a uno vidente?) y también al principio básico de la pedagogía más clásica y ya casi bimilenaria: Primum discere, deinde docere (primero aprende y solo después enseña)». ¿Quién ha dicho que se pueda enseñar algo a un alumno o alumna, ciego o no, sin saberlo? ¿Nieves Díaz ha sostenido un disparate así? ¿No será que lo que ha dicho es que para enseñar algo -que debe saberse- a un alumno ciego se necesita también un saber especial, unos procedimientos que son importantes, decisivos acaso, que pueden y deberían ser evaluados en una oposición de esas características? ¿Dónde está la barbarie pedagógica en lo señalado?

El principio anterior, vuelve sobre ello EM, ha sido «remarcado una y otra vez por los mejores pedagogos y psicólogos de la educación que han abordado el problema». EM cita, por ejemplo, a Richard S. Peters, director del Institute of Education de la Universidad de Londres, y luego a Margret Buchmann desde una institución homónima de la Universidad de Michigan. Dos citas.

Cómo hemos llegado a esta ridícula, pero grave, situación, se pregunta EM. ¿Qué situación por cierto? Dejando aparte conocidas razones sociográficas derivadas de la conformación de un gremio profesional con aspiración al control unívoco de una materia definida como «ciencia de la educación», conocidas razones que EM no ve necesario explicitar, la clave según su punto de vista, «está en la difusión de unas filosofías y antropologías psicopedagógicas de perfiles muy pragmatistas y formalistas que han llegado a ser hegemónicas en el campo de la pedagogía y la didáctica (y en los planes de estudio del magisterio español, de paso)». De nuevo una cita para ilustrar. En este caso, una de Hannah Arendt y otra del pedagogo canadiense Lucien Morin. Cuatro hasta el momento. Citar, sabido es, es ilustrar, y no siempre es equivalente a argumentar.

Ciertamente, afirma EM sin justificar esa certeza, «no cabe duda de que las perspectivas psicopedagógicas mencionadas adolecen de sustancialismo formalista metafísico («se puede enseñar de todo a todos al margen de los contenidos enseñables»)» -¿por qué?-, carecen de fundamento racional lógico [4] -¿por qué de nuevo?- y resultan dañinas pragmáticamente, además, en el plano docente: «¿qué ganamos con llamar «segmento de ocio» al recreo, «permanencia de ciclo» a la repetición de curso o «diseño curricular básico» a la elaboración del programa de estudios?» El recurso y el ejemplo son tan tópicos y fáciles que da grima leerlos. Por lo demás, la críticas de ciertos lenguajes, pertinentes sin duda, exigen a veces autocríticas al lenguaje que uno mismo usa. ¿Qué será eso de «sustancialismo formalista metafísico»? ¿No hay otra forma de indicarlo menos «técnica», menos de catedrático de Historia, y más cuando se escribe en un medio generalista?

En esos planteamientos, asegura EM, late el presupuesto falso: «en la enseñanza y el aprendizaje, como actividades humanas regladas para la transmisión y adquisición de conocimientos positivos y habilidades pragmáticas, cabe diferenciar y analizar como distintos y autónomos a la forma y a la materia, al continente y al contenido, al pretendido proceso efectivo fijo y regular (la razón que sobrevuela) y a sus supuestos componentes ocasionales y aleatorios (la empiria que es estructurada)». La descripción es interesada. No creo que muchos pedagogos la suscribieran sin matices. Hay interrelaciones que no se señalan.

Solo desde este punto de mira, prosigue EM, «la pedagogía y la didáctica serían así verdaderas «ciencias» soberanamente autónomas que mostrarían y desvelarían el proceso formal, racional y continente de la «educación, la enseñanza y el aprendizaje», con independencia de lo que pudiera ser la materia prima, el contenido disciplinar, el campo empírico y semántico referencial, de esas actividades». No sé si sólo así serían verdaderas «ciencias» (desconozco la noción de ciencia que maneja EM) y dudo que muchos pedagogos sostengan que las denominadas «ciencias de la educación» sean ciencias en el mismo sentido que lo son la topología, la mecánica cuántica, la química orgánica o la biología molecular. Tampoco la Historia es una ciencia de estas características.

Esta, según don EM; «es una pretensión falaz y su resultado un desastre cultural sin paliativos en el horizonte». ¿Desastre cultural sin paliativos? ¿No exagera un pelín don EM? ¿Y por qué? Porque, señala, en sentido estricto histórico (¿histórico?, ¿qué quiere decir aquí histórico?), «no es posible aprender a enseñar, como tampoco a pensar, sin que esos verbos transitivos tengan un complemento predicativo inherente e inexcusable que defina y aclare su sentido: ¿Enseñar qué? ¿Pensar en qué?». No es un referente personal, en absoluto, pero Martin Heidegger tendría aquí algo que decir sobre el significado de pensar. Si conocer no es un verbo disjunto con los anteriores, ¿no nos venimos preguntando desde Platón cuando menos qué significa conocer o cuándo podemos afirmar qué conocemos algo?

Resumiendo, señala EM, todo maestro, todo alumno «que aspire a ser maestro-profesor (siempre de algo: desde la especialidad de formación para pedagogo y educador infantil a la de instructor de vuelo aeronáutico o experto latinista; no hay profesor «de todo y para todo» ni educación «en todo y de todo») debe conocer los fundamentos básicos de sus disciplinas y algunos más específicos del saber acumulado por las investigaciones pedagógicas y las experiencias didácticas». De acuerdo: saber de disciplinas y saber de investigaciones y experiencias didácticas. ¿Quién opina lo contrario? ¿La aspirante, alumna para él, a la que ha criticado anteriormente? ¿Los teóricos, todos ellos, de las facultades de pedagogía?

También, finaliza EM, «debe desconfiar, rebatir, ponerse en guardia y mantener a raya la verborrea pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia holística de la educación formal, inmaterial e incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos». ¿Alguien ha hablado de ciencia holística, sin que sea menospreciable de entrada este enfoque? Por lo demás, ¿quién defiende la verborrea pretenciosa y vacua en cualquier disciplina, sea ésta la que sea, la didáctica, la mecánica cuántica o incluso la Historia? ¿Contra qué molinos ficticios se levanta el Catedrático de Historia en este artículo? ¿No ha podido colaborar, sin desearlo por supuesto, al infame intento de desprestigio de maestros, profesores e incluso de la educación pública, operación diseñada desde la ultraconservadora y privatista consejería de Educación de la Comunidad de Madrid?


 

Notas:

[1] http://elpais.com/elpais/2013/03/19/opinion/1363725498_641538.html

[2] «Un fallo docente desde la base». El País, 14 de marzo de 2013.

[3] El gobierno de la Comunidad de Madrid desmanteló ya en 2008, dos años antes, la red de formación del profesorado. Dejó en pie 5 de los 28 existentes, ¡menos del 20%!.

[4] El mantra de «aprender a aprender», señala EM, no dice nada: aprender a aprender solo quiere decir «aprender». ¿Y esto cómo? ¿Por qué no podemos aprender técnicas o procedimientos que faciliten el aprendizaje de muchas -o de algunas materias si se prefiere- admitiendo la diversidad y la necesidad de revisión de esos procedimientos? ¿No hay aquí también trucos aprendibles? ¿Por qué no?


Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.