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Robert Doisneau: el último baile

Fuentes: El Viejo Topo

  El pasado mes de febrero se clausuraba la exposición que el Ayuntamiento de París había dedicado a Robert Doisneau: Paris en liberté. El itinerario que el espectador tenía que seguir en las salas del hôtel de Ville, pasaba por los jardines de París, los bistrots, el Sena, el pont des Arts, el viejo mercado […]

 

El pasado mes de febrero se clausuraba la exposición que el Ayuntamiento de París había dedicado a Robert Doisneau: Paris en liberté. El itinerario que el espectador tenía que seguir en las salas del hôtel de Ville, pasaba por los jardines de París, los bistrots, el Sena, el pont des Arts, el viejo mercado de les Halles, la vitrina de Romi, los instantes robados a personas anónimas y las fiestas ciudadanas que Doisneau conservó para nosotros. Todas las imágenes capturadas por él se resumían en París, en la libertad, en el ciudadano que trabaja, pasea y observa la vida; también, en la inquietante certeza de unos instantes detenidos en el tiempo que hoy, pese a ser tan cercanos, son casi arqueología, polvo de un pasado que nos explica quiénes somos pero que también nos anuncia nuestro propio destino.

Robert Doisneau nació en 1912, en Gentilly. Era hijo de una familia obrera, y empezó muy joven a fotografiar, mientras trabajaba en oficios diversos, cuando estaba ya enamorado de la cámara, de esa Rolleiflex milagrosa que podía fijar una escena para siempre. Un momento importante de sus años de formación fue cuando entró a trabajar en el taller de un artista, André Vigneau, donde Doisneau permanecería hasta su incorporación al ejército para cumplir el servicio militar. Son los años en que Doisneau se interesa por Man Ray y por algunos otros fotógrafos. Ray era un norteamericano protagonista de la vanguardia artística que vivía entonces en París, y a quien su interés dadaísta le había hecho experimentar con los negativos, inventar el rayógrafo (con tan poca fortuna, que ni ha penetrado en la lengua), además de publicar varios libros con fotografías, pero que decidiría volver a su país tras la ocupación nazi de Francia. Ray parece un reverso de Doisneau, quien no especulaba con la vanguardia y que se quedó en París, aunque llegaran los nazis, porque esa ciudad era su casa y su vida.

Sin embargo, el interés de Doisneau por Ray, que le llevó a fotografiar objetos, no se plasmó en sus inclinaciones posteriores. Cuando Doisneau volvió del servicio militar, pudo trabajar como fotógrafo publicitario en la Renault, en Boulogne-Billancourt, en esos mismos suburbios de París, empleo que no le satisfacía pero que le permitió documentar rasgos de la vida obrera y del trabajo industrial. En 1939 es despedido de la Renault por sus constantes retrasos en la entrada al trabajo: no le interesaba demasiado el mundo de las máquinas, ni las industrias, prefería la gente y sus pequeños gestos, los galanteos de un hortera o las miradas furtivas de una joven, el paso de un niño o la algarabía de un mercado. En esa forma de mirar la vida, de espiar la existencia, se encuentra la esencia de las imágenes de Doisneau.

Con la Segunda Guerra Mundial, Doisneau es reclamado por la comandancia en la drôle de guerre, pero la inesperada y rápida derrota del ejército francés hace que vuelva a París, desmovilizado, donde asistirá impotente a la ocupación nazi de la ciudad. Se avecinaban años duros, pero Doisneau no es indiferente, ni procura pasar desapercibido, como hicieron tantos franceses bajo el régimen de Vichy y la ocupación, si no que colabora con la resistencia, falsificando todo tipo de documentos para personas que debían huir a la zona de Vichy o para condenados a la deportación. También, documenta la determinación que se afirma con la Resistencia clandestina. Doisneau ha vuelto a su ciudad de la periferia y allí continúa la vida.

Desde 1937, Doisneau vivía en Montrouge, una pequeña ciudad del departamento de Hauts-de-Seine, que es, de hecho, un barrio limítrofe de París, pegado al viejo Alésia donde vivió Lenin, y donde Doisneau fotografió a Giacometti en 1958. Bajo los nazis, Doisneau sigue trabajando: atrapa muchas imágenes; entre ellas, escenas de los oscuros sótanos donde la Resistencia imprimía pasquines, volantes, periódicos o llamamientos a la lucha contra el fascismo, momentos del duro trabajo de los resistentes que, literalmente, se jugaban la vida por un soplo, una sospecha o una denuncia. Hacia el final de la larga ocupación nazi, Doisneau hizo la impresionante fotografía del saqueo de la sede del Parti Populaire Français del colaboracionista Doriot, todavía con los nazis presentes en París, cuatro días antes de la liberación. En la fotografía, bajo el nombre del partido fascista, se ve una indicación reveladora, «chef: Jacques Doriot». Doisneau hizo otras, con precaución, como la de la charanga nazi que pasa con su siniestra música parda ante la rue de Castiglione, con los soldados ofreciendo su perfil a la columna de la plaza Vendôme, que se ve al fondo. En 1944, el yugo nazi termina, por fin: como si Doisneau los esperase, los soldados de Leclerc y los republicanos españoles que liberan París pasan por Montrouge y por Alésia, en dirección al centro de la ciudad. En ese agosto de 1944, Doisneau fotografía las jornadas de la liberación, de la alegría, del fin de la pesadilla.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Doisneau se incorporó al Partido Comunista Francés y a la CGT, la histórica central sindical. Se había casado muy joven con Pierrette Chamaison, en 1934, y había tenido una hija durante la guerra. En 1947, Cartier-Bresson le sugirió incorporarse a la célebre agencia Magnum, pero Doisneau prefirió continuar en la agencia Rapho. Trabajó con Robert Capa y con Cartier-Bresson, y sus fotografías aparecieron con frecuencia en la prensa comunista; en esos años de posguerra, realiza un ingente trabajo siempre identificado con las posiciones de izquierda. También colabora con publicaciones de moda femenina, como Vogue, aunque no por mucho tiempo. Empieza a convertirse en un fotógrafo de la ciudad de París, que vigila, amoroso, los movimientos de sus habitantes, que husmea, roba momentos irrepetibles, que documentan la ciudad y la vida de Francia.

Amigo de Robert Giraud, en la posguerra Doisneau recorrió con él los antros parisinos donde se fumaba, se escuchaba jazz, se hablaba del comunismo y de la revolución. Giraud, un periodista que ejercía de librero, había participado también en la resistencia francesa, y había sido detenido por los esbirros de Vichy y condenado a muerte: pudo librarse de la horca o del pelotón de fusilamiento porque sus camaradas de la resistencia lo liberaron. Doisneau mira el vientre de París, observa la dura vida de las prostitutas, los gestos de los enamorados, el esfuerzo de los obreros y menestrales. También fotografió a personas relevantes de la vida social de París, escritores, y busca a Sartre, Camus, Beauvoir, recorre la rive gauche y el movimiento insomne de una ciudad que era el centro del mundo.

En 1951, mientras Nueva York empezaba a quitarle la capitalidad cultural del mundo occidental a París, Doisneau exponía en el MoMA, junto a Brassaï (el húngaro Gyula Halàz), Izis (un fotógrafo lituano que, en realidad, se llamaba Israel Bidermanas), y Willy Ronis, otro fotógrafo parisino, que, como Izis, era de orígenes lituanos y judíos, y que se haría célebre por una fotografía, Desnudo provenzal, donde la vida parecía colarse por una ventana junto a una mujer desnuda. Las fotografías de los tres tienen muchos puntos en común y es sorprendente constatarlo, como lo es recordar que Man Ray era un seudónimo, porque se llamaba Emmanuel Radnitzky y era de orígenes judíos y rusos; igual que Robert Capa, que se llamaba Ernö Andrei Friedman y era un judío húngaro. Es un azar, pero parece como si Doisneau tuviera inclinación por relacionarse con fotógrafos de esas procedencias. Cartier-Bresson, Brassaï, Lartigue, respetan el itinerario artístico y vital de Doisneau.

En esa época, Doisneau estaba ya harto de trabajar para Vogue, e intenta nuevos caminos, pero el interés del público por su trabajo decae, aunque sigue trabajando sin descanso. De hecho, no sería hasta 1979, cuando se publicó una retrospectiva de su obra, en Tres segundos de eternidad, y en 1986, cuando se inauguró la exposición Un certain Robert Doisneau, que de nuevo se pondrían de actualidad sus fotografías. En esos años posteriores a la guerra, Doisneau colabora también con el cine. Es el director de fotografía de René Clair, en Le silence est d’or (El silencio es oro), y de Nicole Védrès, en París 1900, ambas de 1947. Años después, haría la misma función para Truffaut, en Tirez sur le pianiste (Disparad al pianista), de 1960, y, ya anciano, para Tavernier, en Un dimanche à la campagne (Un domingo en el campo), de 1984. Al final de su vida, Doisneau dirigió Les visitants du Square, dos años antes de morir.

Era cincuentón cuando Doisneau atravesó su etapa más oscura, de menor reconocimiento público; hasta que, al final de su vida, volvió a ver valorada su obra. Cuando contaba ya con ochenta años, una exposición en Oxford le llevó a recordar sus difíciles comienzos, cuando la fotografía que él pretendía hacer era un reducto de jóvenes que eran vistos por los demás con desconfianza, porque pretendían captar la vida popular en lugar de refugiarse en los círculos del diseño elitista y de la publicidad que ya empezaba a devorarlo todo. Siendo un anciano, pudo exponer sus fotografías en China y Japón. Era un hombre discreto, que trabajaba con una Rolleiflex, recorriendo incansablemente las calles de París, robando instantes, fijando en el tiempo escenas que ahora nos parecen imprescindibles para entender la Francia del siglo XX.

 

La primera fotografía que vi en el Hôtel de ville mostraba a un soldado y una mujer, que leen juntos un periódico. En el diario, se ve: «J’ai laissé mon coeur a Paris«. Corría el año 1944, el año de la liberación. No sé si, cuando Doisneau abrió el obturador de su cámara, había llegado ya el general Leclerc con sus tropas, con aquellos soldados, españoles de la República, veteranos de la resistencia al fascismo, que después de liberar la capital de Francia, desfilaron por sus calles con sus carros y tanquetas, en las que podían leerse nombres como «Belchite», «Madrid» o «Guadalajara». Existe una fotografía en la que se ven a muchos de esos veteranos, en alegre confusión, sentados en el Trocadero, ante la Torre Eiffel, sonrientes, saludando con el puño alzado al nuevo París liberado, festejando a la vida, a la libertad. Allí mismo, en el Trocadero de 1969, Doisneau fotografió a un patinador solitario, un anciano que, en la exposición del hôtel de ville, nos mira mientras sigue componiendo un paso de baile en este nuevo siglo.

En otra fotografía de Doisneau, se ven helicópteros como palomas, cagando sobre tres gracias en las Tullerías, en una imagen de 1972. Son Les nymphes, de Maillol. Estaba también la escena de las dos monjas de espaldas, ante el metro de Sevres-Babylone, en 1953: llevan cartera y, al fondo, se ven dos periódicos, Le Monde y La croix. En Juego de sociedad, de 1954, un hombre levanta una silla sobre su boca, y en M. et madame Constant, rue du Seine, de 1951, el acordeón sobre la mesita de mármol ilustra un tiempo pasado. Y Flores de bistrot, de 1971, donde vemos a una chica con dos auriculares sobre la mesa; son las nuevas generaciones que llegaban, sin recuerdos de la guerra. En otras, gente mirando el gran agujero de Les Halles, tras el derribo del mercado en 1974, y las fotos del pont des Arts, donde se citaban los miembros de la Resistencia para coordinar la acción contra los nazis. Tal vez, por esa profundidad en blanco y negro, algunas fotografías recuerdan a las imágenes de Lee Miller de la Segunda Guerra Mundial.

De pronto, vi la que es, sin duda, la más famosa fotografía de Doisneau, y una imagen que resume una época. Le baiser de L’hôtel de Ville, de 1950. La había hecho para un reportaje destinado a la revista norteamericana Life -la misma que, el año anterior, había publicado un reportaje acusando de simpatizar con los comunistas a Albert Einstein, Charles Chaplin, Leonard Bernstein, Frank Lloyd Wright, Arthur Miller, Norman Mailer, Lillian Hellman, Dorothy Parker, colaborando así con la caza de brujas-, probablemente sin que Doisneau conociese el sucio papel que, en Estados Unidos, cumplía la revista.

El beso, como también se conoce esa imagen, muestra a una pareja caminando mientras se besan. Doisneau, tan paciente durante toda su vida, no la cazó al vuelo, como parece. Estaba preparada. No hace mucho, medio siglo después de que la escena fuese impresionada, saltó a las páginas de los diarios franceses la mujer enamorada que representa en ese instante de 1950 la esperanza en el futuro, que dejaba atrás los horrores de la guerra. Cuando se hizo público, la muchacha de 1950 era ya una anciana, claro, que podía mirar el pasado con distancia, tal vez con añoranza. Era una actriz, Françoise Bonet, que posó con su novio para el célebre beso que parecía inaugurar la alegría de posguerra. Pese al artificio, la fotografía es notable. Pero a mí, si me permiten ustedes, me gusta más Baiser Blotto, de 1950: en ella, vemos a un ciclista que lleva en la caja del triciclo a una criada, a quien besa.

En las salas de la exposición podía verse a Juliette Gréco y su perro, en 1947, en Saint Germain, ante la puerta del bar Les deux Magots. A Simone de Beauvoir, en el mismo café, en 1944. A Buñuel, en 1955, con un cigarrillo en los labios y una mirada perdida que se adivina escéptica. A Raymond Queneau en la rue de Reully, en 1956, con gabardina, huidizo, tal vez cantando pero el viajero que huye, una melodía que hacía veinte años que rodaba, sospechando ya a Zazie, en el metro. A Marguerite Duras, en 1955, sentada en el Petit-Saint-Benoît. A Colette, desvalida en su silla de ruedas en los jardines del Palais Royal, encogida, esperando el final. Y a la niña inmaculada que mira cómo trabaja un carpintero en plena calle, en la isla de Saint-Louis, en 1947.

En el hôtel de ville no había fotografías de la liberación de París, aunque sí aparecen en el magnífico catálogo de la exposición. Allí está la barricada en el cruce de los bulevares Saint-Germain y Saint-Michel, en agosto de 1944, donde un miliciano de la Resistencia lee el diario Libération, mientras sujeta su fusil. Y la del miliciano de las Fuerzas Francesas del Interior que descansa en el suelo, apoyando la espalda en una barricada de adoquines. Y la escena de otra barricada, en la calle Huchette, que tanto recuerda a la de los milicianos barceloneses que, en la guerra de 1936, disparan contra los fascistas protegiéndose tras el cadáver de un caballo. Y la imagen de los miembros del Consejo general de la Resistencia, acompañados por De Gaulle, bajando a pie por los Campos Elíseos: tras De Gaulle, se ve al general Leclerc, a quien apenas le quedaban dos años de vida. Todas las imágenes son, en apariencia, sencillas, aunque muchas le costasen a Doisneau horas de atenta observación; son, también, evocadoras, alejadas de la experimentación de las vanguardias, atentas a robar un instante de una vida que empezaba a perderse, aunque ni Doisneau ni la gente de París que fotografiaba lo sospechase entonces, porque todos vivían, vivimos, el presente.

En las mejores fotografías de Doisneau se ve la gloria burlada de los mariscales cagados por las palomas; el esfuerzo del ciudadano común por dotar de sentido y alegría a la vida; la voluntad de luchar de los trabajadores que se manifiestan por las calles de París; se ve también la pobreza de la Francia de posguerra, como en esa imagen de Maurice Duval, el pintor chiffonnier de la rue Visconti, en 1948; se aprecia la precariedad de ese París, que seguía recordando la ocupación nazi, los bombardeos anglonorteamericanos, la dignidad de la resistencia, y que procuraba disfrutar de la vida cuando ya se estaban dispersando en el viento las últimas canciones de la liberación, cuando también se diluían las melodías de jazz que habían sonado durante la ocupación nazi, las notas de Le Quintette Français, de la Orchestre musette Swing Royal, de Christian Bellest et son Orchestre, porque con frecuencia los malos tiempos van asociados a los destellos de la juventud.

Una imagen, 14 de julio de 1949, nos muestra a una pareja feliz que baila sobre los hombros de dos amigos, al lado de dos mujeres que bailan entre ellas, todos frente a un músico de la pequeña banda que trajina, absorto, el acordeón: componen un alegre y extraño grupo que nos enseña los instantes que robaba Doisneau, la vida que conservaba para nosotros y, también, para ellos mismos. Esa fotografía culmina con otra, El último vals del 14 de julio de 1949, donde vemos a esa misma pareja feliz que baila después en medio de la calle, en la noche solitaria, oscura, en un cuadro que parece resumir la alegría de la gente sencilla con la que se sentía identificado Doisneau. Todos se han ido, hasta los músicos, la calle está vacía y ahora están solos. Hay que apurar el último baile.