El 18 de octubre de 1918, prisionera en la cárcel de Breslau Rosa Luxemburg escribe a Sophie Liebknecht: soñaba con la libertad. Veinte días más tarde es libre, sin saber que le quedaban poco más de dos meses de vida. Rosa Luxemburg, la afilada espada de la revolución, respirando la precaria libertad en esas […]
El 18 de octubre de 1918, prisionera en la cárcel de Breslau Rosa Luxemburg escribe a Sophie Liebknecht: soñaba con la libertad. Veinte días más tarde es libre, sin saber que le quedaban poco más de dos meses de vida. Rosa Luxemburg, la afilada espada de la revolución, respirando la precaria libertad en esas semanas febriles, aún pudo participar en los combates políticos de la nueva república, fundar el Partido Comunista Alemán, y participar en la revolución, antes de caer asesinada por los esbirros de Ebert, Scheidemann y Noske.
Luxemburg era hija de una familia judía, descendiente de rabinos, que hablaba polaco aunque conocía el alemán; vivió en Zamośćy, después, en Varsovia, adonde llegaban influencias del populismo ruso, y empezaban a organizarse grupos marxistas. En 1889, con dieciocho años, huye para evitar ser detenida, y se dirige a Zúrich. Allí conoce a Leo Jogiches, en 1891, con quien mantiene una relación sentimental hasta 1907. En 1897, se doctoró en la universidad de Zúrich con una tesis sobre El desarrollo industrial en Polonia. En esos años, funda el SDKP (socialdemocracia polaca), crea el periódico Sprawa Robotnicza, y colabora intensamente con Jogiches, Julian Marchlewski (otro futuro espartaquista, y comisario del pueblo en la revolución bolchevique) y Adolf Warszawski, ambos, fundadores, años después, del Partido Comunista polaco.
En 1898, se casa con Gustav Lübek para conseguir la ciudadanía alemana y se traslada a Berlín, milita en el SPD, donde participa en el debate sobre el revisionismo de Bernstein, alertando sobre los riesgos del oportunismo y el anarquismo, como insiste en el congreso del SPD de Maguncia. Trabaja en Dresde para el periódico Sächsische Arbeiterzeitung, y, después, en Leipzig para el Leipziger Volkszeitung, aunque la vida lejos de Jogiches le pesa. Al año siguiente, le confiesa en una carta sus enormes deseos de tener un hijo. También se muestra disconforme con el contenido de las publicaciones socialdemócratas: «No estoy nada satisfecha con la forma en que se escriben en el partido la mayoría de los artículos. Todo es tan convencional, tan acartonado, tan rutinario»: Luxemburg quiere frescura y sentimiento.
Pese a que el revisionismo bernsteniano es rechazado, Luxemburg detecta en la dirección del SPD y en el propio Kautsky una escasa convicción en la defensa de la revolución socialista y una obsesiva dedicación al parlamentarismo. Ella no ha aceptado limitarse a los «asuntos femeninos», y participa en los debates generales del movimiento obrero alemán. En 1903, sufre su primer encarcelamiento, en la prisión de Zwickau, durante mes y medio, por ofensas a Guillermo II. En el congreso de Amsterdam de la Internacional, en 1904, se opone al parlamentarismo de Jaurès, y debate entonces la concepción del partido obrero con Lenin, de quien impugna la idea de un partido centralizado donde el comité central impone sus decisiones sobre todos los organismos partidarios. Luxemburg defiende también la existencia de un solo partido en cada Estado, y, en el congreso de los sindicatos alemanes, en Colonia, en 1905, recibe ataques de los sindicalistas por su empeño revolucionario, hasta el punto de que le sugieren (como hace Otto Hue, sindicalista minero), aludiendo a su condición de judía polaca, que vaya a Rusia a defender sus ideas.
Decide abandonar su trabajo en Vorwärts, el periódico central del SPD, y, en diciembre de 1905, marcha a Varsovia para intervenir en la revolución rusa, donde los trabajadores se enfrentan al ejército zarista y protagonizan ese año numerosas huelgas en Rusia, que se convierten en una de las grandes movilizaciones del movimiento obrero europeo tras la derrota de la Comuna. De ahí extrae Luxemburg muchas de las reflexiones de su libro Huelga de masas, partido y sindicatos, consciente de que ha sido en Rusia donde por primera vez se ha utilizado la huelga general como instrumento de lucha obrera. Critica lo que denomina el gran ruido anarquista: » Pues el modo de pensar anarquista es la especulación directa sobre el «gran Kladderadatsch», sobre la revolución social simplemente como característica externa e inesencial. Lo esencial del anarquismo es la concepción abstracta, ahistórica, de la huelga de masas y de las condiciones en que generalmente se libra la lucha proletaria.» En su libro, concede también gran importancia al hecho de que los trabajadores sean conscientes de su situación y de que forman una clase social. Mientras Kautsky relega la huelga general de 1905 en Rusia a una manifestación local en un país atrasado y agrícola, Luxemburgo le otorga validez universal y coincide con Lenin y Trotski en la importancia de conquistar un gobierno revolucionario.
Pero las huelgas retroceden, y Rosa y Leo, que estaban a punto de volver a Berlín, son detenidos el 4 de marzo de 1906; ella es encarcelada en la Cytadela de Varsovia, aunque camaradas y amigos consiguen su libertad a principios de julio. Conoce a Lenin en Kujala, en el sur de Finlandia, en el verano de 1906, con quien mantendrá siempre una relación de amistad y respeto, pese a sus divergencias políticas. Su relación sentimental con Leo Jogiches, con quien había acariciado la ilusión de tener un hijo, termina; fue un gran amor, no exento de dificultades y separaciones, por la militancia obrera y porque Luxemburg exige su independencia; en una carta que le envía a Leo desde Friedenau, en enero de 1900, le reprocha: » Es tu mala costumbre de hacer de mentor, que te has asignado tú mismo y en la que pretendes aleccionarme y asumir el papel de educador.»
Se une por poco tiempo a Konstantin Zetkin, el hijo de la revolucionaria alemana; y, después, con Hans Diefenbach, con quien comparte su pasión por los libros, la música, la pintura o por conocer otras tierras, y que morirá en el frente en 1917. En 1907 se reúne con Lenin, en Londres, durante el congreso del partido ruso, y en el de la Internacional en Stuttgart, cuando Uliánov insiste en que la principal tarea de los militantes obreros es prepararse para una nueva revolución, tras la de 1905, inmerso en esos años en las disputas con los mencheviques, con Bogdánov y con Trotski, que culmina con la división en dos corrientes en 1912.
Atenta a la actualidad internacional, a las huelgas escandinavas, a la tensión en los Balcanes, a la huelga general de 1909 en Barcelona (denominada Semana Trágica por la derecha), Luxemburg trabaja sin descanso. Pasa ese año casi tres meses en Italia, vive de su trabajo como periodista y, después, durante unos años, como profesora en la escuela de formación del SPD. En 1910, viaja por Alemania impulsando la campaña por el sufragio universal, y por la república, aunque Vorwärts le rechaza artículos: Kautsky no comparte su reclamación republicana. Luxemburg, que detecta antes que Lenin la paulatina moderación de Kautsky, rompe con él, aunque ella pierde influencia en la socialdemocracia que se fortalece: el SPD se convierte en el mayor partido alemán en las elecciones de 1912. Sus amigos son un círculo reducido: Karl y Luise Kautsky (que moriría en un campo de concentración nazi), Franz Mehring, Mathilde Jacob, Clara Zetkin, Sophie Liebknecht, Mathilde Wurm. Su empeño por la revolución no está reñido con su gusto por las pequeñas cosas de la vida cotidiana, pintar, pasear soñando por las calles: «De nuevo estoy sola, la casa está en orden y limpia, reina la tranquilidad y la lámpara verde está sobre la mesa», escribe a Kostia Zetkin («mi pequeño y dulce amor«) en septiembre de 1907. Es una mujer que no olvida su condición; en 1912, escribe: «Los peores y más brutales defensores de la explotación y esclavitud del proletariado se atrincheran tras el trono y el altar, pero también tras la servidumbre política de las mujeres.» Tampoco teme impugnar ideas que no comparte, sean de Marx o de Lenin.
Los bolcheviques, Jaurès, Liebknecht (que impulsa campañas contra el militarismo alemán) y Luxemburg, son quienes denuncian la guerra que se acerca, aunque ella no consigue gran audiencia en los medios socialdemócratas, mientras Lenin, en esos años previos a la gran guerra, intenta salir del aislamiento entre la emigración, aunque refuerza sus posiciones en el interior de Rusia. Luxemburg es detenida en febrero de 1914; puesta en libertad, prosigue con su denuncia de la guerra. El voto favorable en el Reichstag de los diputados socialdemócratas a los créditos de guerra (que incluso Lenin se resistió a creer, creyendo que el ejemplar de Vorwärts donde lee la noticia era una falsificación de la policía), la marca para siempre: «el partido y la Internacional están por los suelos«, escribe a Hans Diefenbach. «La socialdemocracia alemana después del 4 de agosto de 1914 es un cadáver hediondo», concluye.
Pasa la mayor parte de la guerra en prisión; primero, en la cárcel de mujeres de la Barnimstrasse ; después, en Wronke y en Breslau. La euforia de los primeros días de la guerra ha desaparecido. En 1915, escribe: «El espectáculo ha terminado. Los trenes que llevan a los reservistas parten ahora en silencio […] En la atmósfera diáfana del pálido amanecer resuenan las voces de un coro diferente: el bronco clamor de los buitres y hienas de los campos de batalla. Lleno de oprobio, vergonzoso, manchado de sangre, sucio, ese es el verdadero rostro de la sociedad burguesa». En febrero de 1915, con Karl Liebknecht, Clara Zetkin, y Franz Mehring, funda Die Internationale, que el gobierno guillermino prohíbe con la connivencia de la dirección del SPD, y que, al año siguiente, adopta el nombre de Liga Espartaco. El 18 de febrero de 1915, Luxemburg es detenida y encarcelada durante un año: escribe en la cárcel el programa espartaquista, y el 22 de enero sale en libertad. Mientras tanto, Liebknecht, que ha vuelto del frente para participar en las reuniones del Reichstag, denuncia con energía la locura militarista del gobierno alemán.
Luxemburg es encarcelada de nuevo en julio de 1916, primero en Wronke, cerca de Poznań , donde puede moverse por la fortaleza, y después en Breslau, donde está recluida en la celda; afectada con frecuencia por la depresión, traduce al poeta polaco Korolenko y sigue la marcha de la guerra, mientras Jogiches reconstruye, por encargo suyo, las estructuras clandestinas del grupo espartaquista. Ya no saldrá de la cárcel, hasta que los obreros revolucionarios la liberen durante la revolución alemana de noviembre de 1918. A su vez, Liebknecht, que, forzado por la disciplina del SPD, había votado los créditos de guerra en el parlamento, contra su conciencia, pasa a denunciarlos con dureza; es detenido también el 1 de mayo de 1916, acusado de alta traición y confinado en la cárcel de Luckau. Con él, Luxemburg, Zetkin y Mehring, también decepcionados por el apoyo del SPD a los bonos patrióticos para financiar la guerra, forman el núcleo del espartaquismo.
Luxemburg ataca con contundencia el militarismo alemán y el imperialismo, y siempre desconfió del nacionalismo polaco. Es consciente de la importancia histórica de la revolución bolchevique, y anota que Rusia es el único país donde los miembros de la Internacional no han traicionado a los trabajadores ni a la causa del socialismo, aunque ello no le impedirá criticar al partido bolchevique cuando lo considere necesario. Insiste en el valor de la democracia socialista, elevada a cuestión central. En su folleto La revolución rusa, escribe: «La libertad reservada sólo a los partidarios del gobierno, sólo a los miembros del partido -por numerosos que sean- no es libertad. La libertad es siempre únicamente libertad para quien piensa de modo distinto […] y pierde toda eficacia cuando la
Contraria al dogmatismo y el nacionalismo, consecuente internacionalista, Luxemburg rechaza el independentismo polonés, y defiende la unidad entre los trabajadores polacos y rusos, como después defenderá la de polacos y alemanes. Su desconfianza hacia el derecho de autodeterminación, tanto en la Rusia revolucionaria como en Polonia, Finlandia o Ucrania, surge de su convicción de que el nacionalismo sirve siempre a la burguesía, como ha comprobado en la periferia del imperio ruso y ha visto en el origen de la monstruosa carnicería de la gran guerra. Por eso, liga el derecho de autodeterminación a la conquista del socialismo, y critica a los bolcheviques porque la defensa de la autodeterminación debilita los lazos entre los trabajadores y puede suponer, incluso, la desintegración de Rusia.
Dedicó mucho esfuerzo al combate contra el revisionismo de Bernstein, a denunciar el peligro de abandonar los objetivos revolucionarios, y a perfilar el contenido de la huelga de masas como instrumento para la revolución, siguiendo los planteamientos de Engels y la huelga rusa de 1905, y lejos de los planteamientos anarquistas. Su ruptura con Kautsky, en 1910, que anuncia el final de su adhesión al SPD y a la II Internacional, es anterior a la de Lenin. No era una cuestión menor: en esos años, Kautsky aún era considerado el más importante continuador de la obra de Marx y Engels. La traición de la II Internacional (sin exceso: su capitulación ante la derecha nacionalista contribuyó a la mayor matanza de la historia, hasta entonces) es denunciada por Luxemburg y por Lenin, que mantienen visiones diferentes sobre la revolución bolchevique. Lenin, que no ocultó sus desavenencias con ella, la calificará de «gran comunista» cuyas obras y memoria «serán siempre valiosas para todos los comunistas». Esa traición había comenzado a germinar en el SPD cuando Kautsky quita importancia al imperialismo capitalista, y estalla en 1914 con la entrega socialdemócrata al militarismo y la guerra. Mientras el SPD cede al imperialismo, Luxemburgo lo combate con decisión, manteniendo que el socialismo es su radical antagonista.
En marzo de 1918, le llega a la cárcel la noticia de que Jogiches ha sido detenido. Sigue apasionadamente los pasos de la revolución en Rusia, aunque confiesa a veces su desazón: en julio de 1918 escribe a Luise Kautsky y le confiesa su preocupación por las ejecuciones en Moscú: sabe que la revolución está asediada y en peligro, pero no puede evitar la inquietud. Está convencida de que Lenin ha sabido interpretar el momento histórico y la oportunidad de la revolución socialista en Rusia, aunque no por ello oculta sus diferencias, que se centran en el análisis del derecho de autodeterminación, en la concepción teórica del partido revolucionario y en algunas decisiones del gobierno bolchevique. Durante esas últimas semanas que vive en la cárcel de Breslau, Rosa concluye su trabajo sobre la revolución rusa que termina en el conocido «Fragmento sobre la guerra, la cuestión nacional y la revolución». En él, escribe: «La idea de la lucha de clases capitula aquí ante la idea nacionalista. La armonía de las clases en cada nación aparece como presupuesto y complemento de aquella armonía entre las naciones que debería surgir de la guerra mundial bajo la forma de ‘sociedad de las naciones’. En el momento actual el nacionalismo absorbe todo. Desde todas partes naciones y nacioncitas se presentan a reclamar derechos de constitución en Estado. Cadáveres rejuvenecidos surgen de los sepulcros centenarios, infundidos de un nuevo impulso primaveral, y pueblos ‘privados de historia’, que no habían constituido hasta ahora organizaciones estatales autónomas, muestran una violenta inclinación a la formación de Estados. Polacos, ucranianos, rusos blancos, lituanos, checos, yugoslavos, diez naciones nuevas en el Cáucaso… Los sionistas fundan ya su ghetto palestino, provisionalmente en Filadelfia… en el Blocksberg nacionalista es actualmente la noche de Walpurgis.»
Un partido para la revolución, esa es la idea central de Luxemburg, acompañada de la reafirmación de su utilidad como instrumento, situando la actividad sindical y parlamentaria como esferas relevantes pero secundarias. Un partido que no suplante a los trabajadores, sino que contribuya, en las luchas, a que tomen conciencia del papel histórico del proletariado y se apoderen de los mecanismos del poder. El 18 de octubre de 1918, acariciando ya la libertad, escribe a Sophie Liebknecht: «Si han puesto en libertad a [Wilhelm] Dittmann y a Kurt Eisner, a mí no pueden tenerme ya mucho tiempo en la cárcel, y también Karl [Liebknecht] se verá libre no tardando.» Así es: Liebknecht sale de prisión cinco días después, y viaja a toda prisa a Berlín. Tampoco Eisner pierde el tiempo: va a Múnich, y el 8 de noviembre dirige el derrocamiento de la monarquía de los Wittelsbach en Baviera y proclama la república.
* * *
Gracias a la amnistía decretada tres días antes, Liebknecht es puesto en libertad el 23 de octubre de 1918 y, unas horas después, es recibido por miles de obreros y soldados en la estación de Berlín; en la Potsdamer Platz, llama a los trabajadores alemanes a seguir el ejemplo de los obreros rusos. El 4 de noviembre, los marineros de Kiel se rebelan e izan la bandera roja en los barcos, y los trabajadores protagonizan una huelga general; en los días siguientes, la revolución se extiende por Alemania. Las banderas rojas son la muestra del influjo de la revolución bolchevique, pero alarman a la burguesía alemana. La capital del Reich bulle de agitación, y todo se precipita: Guillermo II abdica el día 9 y, en esa misma jornada, Schedeimann por un lado y Liebknecht por otro proclaman la república. Ebert pretendía mantener la monarquía, pero el oportunismo de Scheidemann le hace adelantarse un par de horas, oponiendo su república burguesa a la república socialista de Liebknecht. Schedeimann y Ebert quieren evitar la revolución: temen que la crisis desemboque en una república sovietista como en Rusia. Liebknecht llama a la república socialista, pero no dispone de un partido revolucionario organizado, con experiencia. El mismo día, Luxemburg es puesta en libertad en Breslau; habla a una muchedumbre ante la catedral, y vuelve sola a Berlín. En la capital, los representantes obreros de las fábricas deciden convocar al día siguiente, en el circo Busch, una asamblea de delegados para elegir un gobierno provisional. Dos días después, se firma el armisticio: la gran guerra ha terminado.
En Berlín, se forma un gobierno del SPD y la USPD, sin presencia de los espartaquistas, y durante semanas conviven en tensión el gobierno de Ebert (que había sustituido como canciller del Reich al efímero Maximilian von Baden) y el Consejo de obreros y soldados, Vollzugsrat. Ebert y el SPD quieren detener el movimiento revolucionario, aunque los obreros arrancan la jornada laboral de ocho horas, se discute sobre la socialización de sectores de la industria, y se destituyen ayuntamientos en muchas ciudades alemanas. Durante las semanas siguientes, la capital padece el plan de Ebert y del ejército para desarmar a la revolución, impulsado por quienes temen perder, además del imperio, sus privilegios, pero los soldados estaban cansados y vuelven a casa, y Wilhelm Groener, que había sustituido a Ludendorff en el Estado Mayor, no puede poner en práctica su acuerdo secreto con Ebert para «aplastar a los bolcheviques». El 6 de diciembre, tropas al mando del dirigente del SPD, Otto Wels, detienen a los miembros del comité ejecutivo de los Consejos de obreros y soldados de Berlín, ocupan la redacción del periódico espartaquista Die Rote Fahne y disparan contra una manifestación matando a catorce obreros. La contrarrevolución asoma ya su cabeza de serpiente.
La decisión de Ebert, apoyado por el ejército, de impedir el Congreso de los Consejos de obreros y soldados, previsto para el 16 de diciembre de 1918, ocasiona enfrentamientos y numerosos muertos, y la amenaza de golpe de Estado lleva a Luxemburg a pedir a los obreros que desarmen a los soldados que vuelven de las trincheras. Ebert no ha podido impedir el Congreso, aunque, gracias a la mayoría de que dispone el SPD en la reunión, llama a la convocatoria de una Asamblea constituyente. Mientras tanto, el alto mando militar organiza los freikorps , con veteranos del ejército imperial: el 23 de diciembre, se inician los combates entre los marineros que habían ocupado la cancillería del Reich y las tropas de Ebert: el canciller ordena atacar las caballerizas donde permanece la marinería, y los enfrentamientos terminan con decenas de muertos. Aun así, Ebert no consigue controlar la situación, pero la revolución carece de una dirección clara.
La prensa burguesa y la socialdemócrata incitan abiertamente al asesinato de los dirigentes espartaquistas. Llega a ponerse precio a Luxemburgo y Liebknecht: una recompensa de cien mil marcos por sus vidas; circulan octavillas con la leyenda ¡Matad a Liebknecht!, quien, en un discurso en el parque Hasenheide, el 23 de diciembre de 1918, denuncia: «Ahora se ataca a los miembros de Espartaco por todos los medios imaginables. La prensa de la burguesía y de los social patriotas, desde el Vorwärts hasta el Kreuz–Zeitung rebosa de mentiras vergonzosas, de tergiversaciones descaradas, de deformaciones y de calumnias. ¿De qué se nos acusa? De proclamar terror, de haber querido desencadenar una espantosa guerra civil, de procurarnos armas y municiones y de preparar la insurrección armada. En una palabra: de ser los perros sangrientos más peligrosos y sin conciencia del mundo.» Leibknecht, atento también a la situación internacional, denuncia el «humanitarismo» de Woodrow Wilson, que desde el 14 de diciembre está en París asistiendo a la Conferencia de Paz.
El 25 de diciembre, Liebknecht publica en Die Rote Fahne un artículo de expresivo título: «La navidad de sangre de Ebert», y denuncia ante treinta mil obreros en el bulevar Siegesallee, en el Tiergarten, el intento de golpe de Estado, al tiempo que los revolucionarios ocupan la sede del Vorwärts, pero Ebert consigue controlar la situación. El último día del año, se inaugura el congreso de fundación del Partido Comunista Alemán, nacido en plena revolución. En él, Luxemburg pronuncia un discurso que no deja lugar a dudas: «Ebert y Scheidemann hacen todo lo que pueden para dar alas a un movimiento contrarrevolucionario». Al mismo tiempo, proclama «con orgullo» que han sido los espartaquistas, el Partido Comunista alemán, los únicos que se han puesto al lado de los huelguistas. Hay impaciencia entre los espartaquistas, Liebknecht llama a la insurrección, y el 6 de enero se convoca la huelga general.
El gobierno de Ebert decide, el 4 de enero, destituir al prefecto de policía de Berlín, Emil Eichhorn (un electricista miembro del USPD que había ocupado con otros revolucionarios la sede de la policía berlinesa el mismo día de la abdicación de Guillermo II), y el periódico del SPD llega a acusarlo de recibir oro del gobierno bolchevique de Moscú. Eichhorn (que, en 1920, ingresará en el KPD) no acepta su destitución, y estallan de nuevo los combates en Berlín. La gigantesca manifestación del 5 de enero, con centenares de miles de personas, y la elección de un comité revolucionario encargado de dirigir el movimiento, culmina con la propuesta de Liebknecht de derrocar al gobierno de Ebert y extender la revolución, idea que no suscribe Rosa Luxemburg, junto con otros dirigentes comunistas, que la consideran prematura. Luxemburg escribe que las masas revolucionarias carecían de dirección, y teme una catástrofe. Ebert acepta negociar para ganar tiempo mientras concentra tropas en Berlín: el 9 de enero, los soldados disparan a matar, y tres días después los Freikorps de Noske entran a sangre y fuego en la capital, fusilando a los revolucionarios que apresan. Centenares de cadáveres llenan las calles de Berlín; la revolución es aplastada sin piedad.
Mientras en las calles de Berlín se suceden los combates, Luxemburg califica a los dirigentes del SPD de «lacayos de la burguesía». Vive en el frenesí y el peligro, durmiendo cada día en lugares distintos. Friedrich Ebert, que había sido alumno suyo en la escuela del SPD, hace posible que los Freikorps inicien la matanza donde Luxemburg morirá. El 13 de enero, Luxemburg publica en Die Rote Fahne un artículo, «Castillo de naipes», donde mantiene que, pese a la represión, cualquier gobierno impuesto será una «solución provisional», un castillo de naipes: «Sobre las ruinas humeantes, entre charcos de sangre y cadáveres de espartaquistas asesinados, los héroes del «orden» se apresuran a afianzar su dominio. El gobierno Ebert trabaja con frenética energía para consolidar su poder: en adelante se regirá por la bayoneta.» […] «bajo el gobierno «socialista» de Ebert y Scheidemann, se están llenando las tumbas en el cementerio de Friedrichshain.»
Pero Luxemburg se equivocaba. Leo Jogiches es detenido el 14 de enero, y de nuevo el 10 de marzo de 1919, en su casa de Neukölln, trasladado a la cárcel de Moabit y asesinado el mismo día por un policía, Ernst Tamschick. Desde 1911, Luxemburg vivía en el número 2 de la Lindenstrasse (hoy, Biberacher Weg, 2), en el barrio de Südende, cuyo apartamento estaba vigilado por los esbirros de Noske, y, así, se ve obligada a dormir cada noche en una casa distinta. Ante el riesgo de ser asesinada, deja el refugio de Neukölln y se traslada a Wilmersdorfer, pero es descubierta. El 15 de enero, Bruno Lindner, Wilhelm Moering y otros tres hombres, todos a las órdenes de Noske, detienen a Luxemburg, Liebknecht y Pieck, en el domicilio de la familia Marcussohn, en el 27 de la Mannheimerstrasse, donde estaban refugiados, muy cerca del cementerio de Wilmersdorfer, como si fuera una premonición. Son trasladados al hotel Edén, donde se hallaba una división de caballería de los Freikorps, con la intención de cobrar la recompensa. Allí, son torturados, y tras la conversación del capitán Waldemar Pabst con Noske, deciden matarlos. Liebknecht es asesinado en el Tiergarten, y Luxemburg, gravemente herida en la cabeza por las torturas, recibe un balazo en la sien disparado por el teniente Kurt Vogel, y su cuerpo es arrojado al Landwehrkanal. En 1921, esa división de caballería de los Freikorps se incorporará a la Sturmabteilung , SA, la sección de asalto, camisas pardas, del partido nazi.
Dos días después del crimen, el órgano central del SPD, Vorwärts, donde Luxemburg y Liebknecht habían escrito, publica una miserable justificación de su asesinato: «Han sido víctimas de su propia táctica sangrienta de terror. […] las leyes de la democracia contra las que ellos se alzaron son sagradas. Ese alzamiento es la causa por la que debíamos y debemos combatirlos». El 19 de enero, se celebran las primeras elecciones de la nueva república alemana, mientras siguen disparando los fusiles de la contrarrevolución. Ebert y Noske lanzan una feroz operación de limpieza en los barrios obreros de Berlín: la soldadesca y los freikorps fusilan en las calles, vacían edificios y matan a sus moradores; el propio Noske reconoce que, sólo en marzo, han fusilado a mil doscientas personas en Berlín.
Lo mismo ocurrirá en la república soviética de Baviera, donde la revolución no había derramado sangre. En febrero de 1919, el asesinato de Kurt Eisner por un aristócrata del ejército y miembro de la Sociedad Thule (embrión del futuro partido nazi), Anton von Arco auf Valley, es el preludio de la matanza que se anuncia: el 3 de mayo, el ejército y los freikorps toman Múnich a sangre y fuego, fusilan a centenares de personas en las calles, y, el mismo día, juzgan en consejo de guerra sumarísimo a Eugen Leviné, el dirigente comunista que presidía la república, y lo fusilan de inmediato, ahogando su último grito: «¡Viva la revolución mundial!»
La burguesía y el viejo estado guillermino utilizaron a los dirigentes de la socialdemocracia para aplastar la revolución alemana; en poco tiempo, les acusarían también de ser los culpables de la capitulación en la guerra. La revolución alemana apenas había causado muertos, pero la contrarrevolución fue despiadada. El SPD, Ebert y Noske, arman a cuatrocientos mil hombres en los freikorps que inician la sanguinaria matanza en toda Alemania que causará miles y miles de muertos: todavía se ignora con precisión cuántos fueron. En esos freikorps se encuentran ya los rasgos de lo que serán las SA y las SS nazis, mientras un oscuro confidente del ejército llamado Adolf Hitler perfila su anticomunismo, y en los cascos de muchos soldados veteranos desmovilizados empiezan a aparecer svásticas.
El asesinato de Rosa y Liebknecht no fue el final de la revolución, sino el inicio de la contrarrevolución que ahogó a Alemania en una orgía de sangre. En el conmovido y triste entierro de Rosa Luxemburg, Clara Zetkin subrayó que había dedicado toda su vida a la causa del socialismo: «Rosa fue la afilada espada, la llama ardiente de la revolución».
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