Creo que a estas alturas ni el más mellado entendimiento osaría pedir pruebas del aguijón clavado en la piel y las entrañas de la Tierra, o de los espeluznos de esta ante la agresión que sufre. Resultan pan de universal cotilleo las recientes imágenes de una tropical Kenia que no daba crédito a lo nunca […]
Creo que a estas alturas ni el más mellado entendimiento osaría pedir pruebas del aguijón clavado en la piel y las entrañas de la Tierra, o de los espeluznos de esta ante la agresión que sufre. Resultan pan de universal cotilleo las recientes imágenes de una tropical Kenia que no daba crédito a lo nunca visto, la nieve, y el desprendimiento de una (otra) enorme plataforma de hielo del Ártico canadiense como evidencia de que los termómetros marcan cada vez más altas temperaturas.
Mientras se cumple como un rito el viaje a la deriva del milenario témpano, con una superficie estimada en 214 kilómetros cuadrados, tres veces la dimensión de la isla de Manhattan, en Nueva York, los especialistas vocean aseveraciones tomadas por demasiado agoreras por algún que otro desaprensivo, que siempre los habrá, y como aldabonazos a la conciencia mundial por los avisados. Insistamos: el Ártico pierde fragmentos a una velocidad dramática.
¿Ver para creer? Pues veamos más. En su vigésimo novena reunión, celebrada en Ginebra, el Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático acaba de anunciar que el ritmo anual al que se derriten los glaciares se ha duplicado. «Si esta tendencia continúa y los gobiernos no se ponen de acuerdo acerca de las nuevas reducciones de gas de efecto invernadero en Copenhague, en 2009, es posible que los glaciares desaparezcan de muchas zonas de montaña durante este siglo». Pero si el estropicio terminara aquí. Conforme a nuevos pronósticos, publicados en Nature Geosciencie, el nivel de los mares podría aumentar durante la centuria en 1,63 metros, el doble de lo previsto en su momento por las Naciones Unidas.
El estado de cosas ha obligado a que incluso el más «desideologizado» de los científicos tache de «insostenible el desarrollo económico basado en la actividad empresarial tal como la conocemos». Dejando sin comentar in extenso esta afirmación, cuya tibieza camufla de algún modo a la terrible realidad del neoliberalismo, del capitalismo rampante, que precisa una denuncia más descarnada, convengamos en que verdaderamente el consumo energético inherente a la susodicha actividad impulsa el fatídico cambio.
Un artículo de la revista de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) nos aclara posibles dudas, despeja espacios yermos en información: «En 2001, en torno al 80 por ciento de la energía se obtenía de combustibles fósiles, fundamentalmente del carbón, el petróleo y el gas natural. La quema de estos combustibles en centrales eléctricas, automóviles, fábricas y hogares libera dióxido de carbono (CO2), la causa más importante del efecto invernadero, que reduce la capacidad de la atmósfera de la Tierra para enviar parte de la energía recibida del Sol de vuelta al espacio. Se retiene más energía y, con el tiempo, esta situación da lugar a una subida general de las temperaturas, o sea, el calentamiento global».
Hoy día, al menos el 75 por ciento de las emisiones de CO2 se liberan a través de los combustibles fósiles; el 25 por ciento restante se debe principalmente a la tala de bosques. Y acapara consenso la afirmación de que «si previamente a la Revolución Industrial la concentración atmosférica de CO2 era de 280 ppm (partes por millón), en los tiempos que corren asciende a 380 pmm, la más elevada en 420 mil años». Son nada menos que seis mil millones de toneladas de CO2 las lanzadas cada 12 meses a la atmósfera como resultado del quehacer humano.
Ahora, en este lúgubre contexto nos preocupa sobremanera que las élites de poder, los gobiernos que les rinden pleitesía y sus heraldos, los grandes medios de comunicación, anden dando alfilerazos donde deberían propinar estocadas, pues ponen énfasis en la adaptación a los cambios y a su mitigación -empleos «verdes», etcétera-, como si a priori estos constituyeran el ineluctable precio de la civilización. (¿Determinismo, fatalismo? En todo caso, harto convenientes.) Como si la razón esencial de la terrible mutación -siendo conservadores, una de ellas- no fuera el modo de organización económica, social y política que rige al mundo. Ese sistema todopoderoso que, junto con la expoliación del hombre, impone la depredación de la propia Tierra, sin reparar en que el Apocalipsis le atañería a él mismo, verdugo y víctima; o reparando en ello sin poder abstenerse, porque la lógica de la acumulación de ganancias deviene la más agresiva de las enfermedades oftalmológicas. Y no hay peor ciego que… se sabe.
La negativa a firmar el Protocolo de Kioto del más contaminador de los países del orbe, Estados Unidos, se erige en el mayor contradictor de aquellas miradas «universalistas» que eluden lo obvio. Digámoslo sin cortapisa: el modo de producción capitalista es el «primer motor» de unos cambios climáticos que solo el sentido común y un reordenamiento racional de la sociedad atinarían a detener y hasta revertir. Pero esto es trigo para otro palique, más allá de estas rápidas, nerviosas muestras del aguijón clavado en la piel y las entrañas de la Tierra. Regresaremos al tema.