Vivimos tiempos de confusión. Lo destacaba Mario Vargas Llosa en uno de sus últimos artículos con copyright, cuando hacía un llamamiento a «salir de la behetría» en la que nos ha metido la estúpida tendencia a demoler certezas. El escritor peruano se refería de esta forma tan pedante, a la necesidad de recuperar unos valores […]
Vivimos tiempos de confusión. Lo destacaba Mario Vargas Llosa en uno de sus últimos artículos con copyright, cuando hacía un llamamiento a «salir de la behetría» en la que nos ha metido la estúpida tendencia a demoler certezas. El escritor peruano se refería de esta forma tan pedante, a la necesidad de recuperar unos valores estéticos que nos permitan discernir el arte moderno de la impostura bendecida por el mercado.
Para el autor, el origen de todos estos males se encuentra en la atracción fatal que las vanguardias ejercieron durante décadas en la mirada de unos expertos que terminaron sucumbiendo ante la permisividad del todo vale. Por ello, Vargas Llosa defiende la desconfianza frente al crítico y reclama que nuestra única brújula en la percepción artística sea el subjetivismo. De esta manera, fiel a su ultraliberalismo individualista, se muestra confiado en que, tarde o temprano, surgirá de esa multiplicidad de intuiciones un nuevo canon donde abandonar nuestras incertidumbres.
Pero la behetría de la que nos habla no es exclusiva del espurio mundo del arte. Los no menos bastardos reinos de la economía han dado pruebas suficientes en los últimos meses de que la confusión acaba pasando factura en el todo vale de las altas finanzas. Sólo que en este caso prefieren relegar a un segundo plano el individualismo del laissez faire para asegurar las retribuciones blindadas de sus directivos con fondos del Estado.
Con todo, es al comprobar cómo las incertidumbres afectan de lleno a la esfera de las certezas inmutables, cuando descubrimos la expansión de este imperio de vacilaciones y perplejidades. Porque de eso y no de otra cosa está debatiendo desde ayer en Roma el sínodo general de obispos convocado por Benedicto XVI para analizar la crisis de la Iglesia. La infalibilidad papal, que el propio Ratzinger prohibió cuestionar cuando estaba al frente de la Congregación de la Doctrina de la Fe, hace así definitivamente agua. El Papa reconoce su desconcierto e incapacidad para comprender por qué hasta la gran mayoría de católicos opta por ignorar sus verdades.
Soy escéptico ante las conclusiones que puedan extraerse de estas deliberaciones. De hecho el pontífice, lejos de someter a la milenaria institución a una terapia psicoanalítica, ha preferido sucumbir a la cobarde y humana debilidad de preguntar sólo a ultras como el prelado del Opus Dei Javier Echevarría o el iniciador del Camino Neocatecumenal Kiko Argüelles, de los que sabe de antemano qué le van a contestar.
Es otra de las caras de las inseguridades: cuando formulas una pregunta nunca se tiene la certeza de cuál será la respuesta. Un ejemplo. Al general de brigada Mark Carlenton-Smith, comandante de las fuerzas británicas desplegadas en Afganistán, le interrogaron sobre la posibilidad de una victoria en aquellas castigadas tierras asiáticas y no vaciló en su respuesta: «nunca ganaremos esta guerra». El militar, incluso, iba más allá al reclamar la necesidad de negociar una salida con los talibanes.
En España, por el contrario, el influjo conservador ha llevado a omitir las preguntas como el mejor antídoto frente a las respuestas indeseadas. Aquí prefieren insistir en viejos recursos como ilegalizar partidos y dejar sin capacidad de voto a miles de personas. Tal vez porque hace mucho tiempo que el refranero español se encargó de convertir la behetría en aquel río revuelto del que José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se sienten los únicos pescadores.