La pandemia y la crisis climática y civilizatoria marcan el tiempo de cambiar el modelo sociopolítico extractivista, que condena al sur global a ofrecer materias primas a cambio de un sueño de bienestar que solo se traduce en deuda y daño ambiental y sanitario. Sin embargo, los Gobiernos aparecen como socios del modelo, mientras las comunidades construyen y exigen alternativas de buen vivir.
La pandemia que estamos atravesando —de origen zoonótico, o sea, transmitida de los animales al ser humano— es una de las manifestaciones más explícitas del colapso civilizatorio que vivenciamos. El coronavirus dejó a flor de piel muchas de las deficiencias de este modo de organización económico y social. La emergencia climática y ambiental es una realidad que estamos padeciendo y vemos cómo situaciones que debieran ser excepcionales —temperaturas extremas, la emergencia ígnea declarada en el país por la proliferación de incendios en casi la mitad de las provincias o incluso las no tan lejanas inundaciones— se reeditan y se vuelven cotidianas. Esto tiene una vinculación directa con el avance de los extractivismos sobre los territorios.
Por ejemplo, en Santiago del Estero se registró en enero pasado la temperatura más alta del mundo, que llegó a una sensación térmica de 60 grados. Esa provincia lidera el ránking de provincias con mayor deforestación en las últimas dos décadas. Allí la superficie de bosque nativo mermó de manera alarmante, arrasando el monte y las comunidades que allí habitaban, destruyendo esos territorios y esas formas de vida.
La principal causa de los desmontes es el avance de la frontera de la agricultura industrial y del modelo del agronegocio en el país. Se ve claramente cómo la profundización del extractivismo genera un mayor deterioro en la salud de los ecosistemas y en la salud de los cuerpos-territorios. Estos problemas reclaman acciones colectivas para contradecir las bases de estos extractivismos. Sin embargo, vemos que las principales respuestas de las fuerzas políticas continúan evaluando todo con criterios de corto plazo y de ganancia electoral. De esta forma reeditan estos imaginarios extractivos.
Estas actividades extractivas avanzan construyendo lo que se conoce como zonas de sacrificio ambiental. Se afecta a las comunidades que viven allí y la degradación de los ecosistemas es tal que los procesos vitales se ven interrumpidos. Se minan y se socavan las bases materiales que sustentan los procesos productivos y económicos. Se pone a la biodiversidad en peligro de extinción. Así se refuerza la crisis climática que ya atravesamos, con la potencialidad de agravarse porque la llevamos al inicio de lo que se llaman los bucles de retroalimentación, una aceleración de los efectos del cambio climático a nivel global.
El extractivismo, una herencia colonial
El modelo extractivo asociado al rol primario exportador se impuso a los países de la región desde la Conquista, con el régimen colonial que conformó la primera economía-mundo capitalista en la que los países de América Latina se integraron de manera periférica y como proveedores de materias primas a los países centrales.
También se remonta a estos tiempos la promesa del desarrollo, en la cual la idea de desarrollo se asocia a lo que Maristella Svampa y Enrique Viale denominan como una visión “eldoradista”, en la que se impone un sentido común de bienestar asociados a ideales de consumo que jerarquizan y valoran un modo de vida occidental, moderno e imperial. El origen de esta promesa de desarrollo, si bien tiene sus reediciones y el término de “desarrollo” surge después de la Segunda Guerra Mundial, pero mantiene sus raíces en los tiempos de la colonia.
En esa forma de organización global, las economías del sur se someten a los centros de poder mundial que imponen sus necesidades sobre las necesidades locales, ordenando qué se produce y cómo, qué negocios se privilegian y cuáles no. Esto se da con distintos matices, pero en función de esto fue que América latina se consolidó como exportadora de materias primas, especialmente de productos agropecuarios, metalíferos y forestales con un procesamiento básico. En este esquema fue clave la falta de pautas o estándares ambientales y la flexibilización laboral de las regulaciones respecto del trabajo.
¿Qué entendemos por extractivismo?
La mirada más reducida es la que alude a la explotación a gran escala de los bienes naturales que son comercializados de forma estandarizada, generados a partir de proyectos de gran escala e intensivos en capital en los cuales se obtienen productos de bajo valor agregado destinados normalmente a la exportación. Sin embargo, también podemos entender por extractivismo a toda una manera de organización social. Es un régimen sociopolítico: eso es lo que es necesario comprender para poder pensar alternativas de políticas y la transformación de estos modelos de organización sociales y la construcción de alternativas.
Un concepto más reciente es el de neoextractivismo, que da cuenta de explotaciones a gran escala de los bienes naturales, pero en los que hay una complementación con una fuerte participación del Estado que captura una parte de la renta que generan estas actividades extractivas para generar políticas sociales que, en términos de régimen político, contribuyen a otorgarle consenso político y social a este esquema macroeconómico.
Responsabilidades del Estado: ¿el fin justifica los medios?
En la Argentina, la orientación exportadora se defiende como un medio para pagar la deuda externa y lograr una economía “sustentable”, acorde a los mandatos de los organismos internacionales de crédito. El neodesarrollismo, aunque siempre afirma la necesidad de agregar valor y de generar empleo sobre la base de las ventajas que generan las materias primas, no se cuestiona la preeminencia de este mandato exportador. Por lo que se omite una mirada crítica sobre cuáles son las condiciones en las que se generaron esas deudas a afrontar.
Tampoco se revisa de manera crítica cuáles son las consecuencias de la explotación de los ecosistemas y de la fuerza de trabajo a partir de estos extractivismos, incluyendo las desigualdades de género que se ven reforzadas con los extractivismos en los territorios e impactan principalmente a las mujeres en las tareas de cuidado. Por último, tampoco se considera la proliferación de los conflictos territoriales ante la expansión de las zonas de sacrificio que significa la reedición de este mandato exportador.
Hay que decir también que estas actividades son rentables porque el Estado las subsidia: se les garantizan mercados, se les otorgan créditos, se las exonera del pago de algunos impuestos. Al mismo tiempo, el impacto en la salud y el ambiente que generan están consideradas como “externalidades” del modelo.
Esto se vio en el envío de las propuestas de proyectos de ley que hizo el gobierno nacional durante el último llamado a sesiones extraordinarias. Una vez más, leyes urgentes que hubieran permitido garantizar la salud ambiental de ciertos territorios y de ecosistemas frágiles como la Ley de Humedales o garantizar los derechos humanos de la población como la Ley de Acceso a la Tierra quedaron relegadas frente a los intereses y urgencias que marcan los sectores más concentrados del capital extractivo como las petroleras, las automotrices y el agronegocio.
La agenda legislativa –aunque finalmente no se debatieron en extraordinarias– incluyó la Ley de Hidrocarburos, de Promoción de la Agroindustria y de Promoción de Inversiones en la Industria Automotriz. En paralelo continuó la crisis de las economías regionales y la proliferación de conflictos territoriales, en los que se advierte el creciente rechazo y la falta de licencia social frente a estas actividades extractivas.
La reacción de los pueblos frente al extractivismo, hacia una transición justa y popular
Las comunidades se oponen a estos modelos de “maldesarrollo”, como también dicen Svampa y Viale, y demandan justicia ambiental y exigen la participación en la toma de decisiones respecto del uso del territorio como una deuda democrática. Lo que pasó en Chubut da cuenta del intento extremo de la elite política por imponer estos megaproyectos en formas que desafían los canales democráticos. Lo mismo se ve en los esfuerzos para no limitar el uso de agrotóxicos que hace al paquete tecnológico del agronegocio, cuya expansión nos llevó a ser el país con mayor carga per cápita promedio de litros de agrotóxicos utilizados.
La creciente lucha por poner freno a las fumigaciones, en cada vez más localidades de diferentes puntos del país, en muchos casos ha llevado a la judicialización de estos conflictos. En otros, se dan disputas por el ordenamiento territorial local para generar zonas de resguardo del uso de venenos mediante ordenanzas municipales.
Pero, en muchos casos, estas ordenanzas que proponen las comunidades no prosperan o se terminan imponiendo ordenanzas afines al agronegocio, organizadas en torno al discurso de las Buenas Prácticas Agrícolas que tiende a minimizar los impactos sobre los efectos letales de los agrotóxicos.
Estas ordenanzas son aprobadas a espaldas del pueblo, en los tiempos y formas que exigen los poderes económicos concentrados y sin respetar los canales democráticos. En Tandil, por ejemplo, fue aprobada en una sesión extraordinaria en diciembre pasado con custodia policial una ordenanza muy cuestionada por la población porque disminuye las distancias que hasta entonces garantiza una medida cautelar.
Otro ejemplo de cómo se imponen estos modelos extractivos y cómo reaccionan las comunidades se vio en el rechazo a la explotación petrolera offshore frente a las costas bonaerenses. Se transformó en el Atlanticazo, muestra de organización social y de que no queremos los costos de que se extienda la frontera petrolera hacia el mar.
Por todo esto, uno de los grandes dilemas a los que nos enfrentamos en la actualidad es poner en el centro de las preocupaciones del Estado la garantía de los derechos humanos en toda su dimensión. Que las metas de la economía estén al servicio de una economía de cuidados. Que se priorice la salud ambiental, entendiendo a los seres humanos como parte de ese ambiente, y que permita una verdadera transición energética justa y popular acorde a los desafíos que impone la crisis climática a nivel planetario.
No es el momento de seguir gastando recursos y renovando los negocios vinculados a actividades que ya mostraron sus consecuencias terriblemente dañinas, sino que es el momento para realmente desafiar la política y pensar en alternativas económicas que nos generen una mayor diversificación, que sean intensivas en el trabajo humano y que garantice realmente el bienestar de la gente, en lugar de seguir abonando a ese imaginario “eldoradista” del desarrollo.
Tenemos muchos ejemplos de organización popular que emergen desde los territorios, mostrando por dónde pueden venir las bases y las semillas de esas alternativas civilizatorias. Es tiempo de que los políticos, las políticas, las organizaciones políticas estén a la altura de estos desafíos que impone este presente de colapso civilizatorio y que se generen propuestas realmente alternativas para avanzar hacia un modelo de buen vivir, como dicen los pueblos originarios. Es necesario un verdadero diálogo para salir de estas trampas del extractivismo.
Virginia Toledo. Licenciada en Relaciones Internacionales (UNICEN), doctora en Ciencias Sociales (UBA), diploma superior en Estudios Sociales Agrarios (FLACSO), investigadora asistente del CONICET e integrante de la Red de Cátedras Libres de Soberanía Alimentaria.