La semana pasada el senado paraguayo trató las modificaciones del código penal que fueran aprobadas ya hace tiempo por la cámara de diputados. Las mismas, conocidas en una versión previa como ley antiterrorista, pretendían endurecer las sanciones contra los movimientos sociales y otros actores de la sociedad civil mediante la inclusión del concepto «terrorismo» en […]
La semana pasada el senado paraguayo trató las modificaciones del código penal que fueran aprobadas ya hace tiempo por la cámara de diputados. Las mismas, conocidas en una versión previa como ley antiterrorista, pretendían endurecer las sanciones contra los movimientos sociales y otros actores de la sociedad civil mediante la inclusión del concepto «terrorismo» en el código, aunque la definición del término dejaba un amplio margen de arbitrio a jueces y fiscales para que puedan interpretar lo que es terrorismo y lo que no.
Redunda decir que estas son derivaciones de la política imperial de «guerra contra el terrorismo». Los senadores que más tenazmente defendieron la necesidad de aprobar la ley se basaban en los compromisos internacionales de combatir el terrorismo que Paraguay ha asumido. Quizás convenga recordar a los mismos aquellos compromisos asumidos mucho antes por el Estado paraguayo como el PIDESC, por citar sólo uno de los cientos que han sido firmados y ratificados pero que en la práctica no existe el mínimo interés por hacerlos cumplir.
Lo cierto es que el senado rechazó la inclusión de los artículos referidos al terrorismo en el código penal. Sin embargo, cabe mencionar que estos eran sólo tres de los más de cincuenta artículos que debían ser modificados. Entre otras cosas, por medio de las modificaciones aprobadas se subió la pena máxima de 25 a 30 años de cárcel, más diez años de «gracia» por razones de seguridad, lo que en la práctica equivaldría a cadena perpetua. Se endurecieron también las penas por aborto y secuestro, entre otras cosas.
La parte más dura fue sin duda la que se llevaron las organizaciones campesinas ya que se aprobaron artículos que hacen más severas las penas por delito de invasión de inmueble. Concretamente, se elevó la pena máxima de dos a cinco años de cárcel y se anuló la posibilidad de exigir medidas sustitutivas a la prisión.
Considérese que, según el Estatuto Agrario y otras leyes, las tierras mal habidas durante la dictadura (unas 12 millones de hectáreas aproximadamente) deben ser distribuidas entre las familias campesinas para su trabajo. Sin embargo, los mismos datos oficiales demuestran que, en lo que va del proceso de transición, más del 90% de las tierras obtenidas por los campesinos fue resultado de la ocupación. Es decir, menos de un 10% fue tramitado con éxito por la vía legal. Esto se debe fundamentalmente a la corrupción existente en las entidades encargadas de llevar a cabo la Reforma Agraria.
Como resultado, actualmente hay alrededor de 2000 campesinos imputados judicialmente por acciones casi siempre relacionadas con la ocupación de tierras mal habidas (a veces reales, a veces inventadas por fiscales y jueces cómplices del sector agroexportador), pero todos gozan de medidas sustitutivas a la prisión. De ahora en más esto será historia y las cárceles se poblarán de personas que luchan por una vida digna.
No es casual que en este momento, cuando se está proyectando la construcción de varias plantas de etanol, de la hidrovía Paraguay-Paraná, de megapuertos para la exportación de soja y mucha más infraestructura para agilizar el proceso agroexportador, se estén endureciendo las leyes contra el sector de la sociedad que de manera más enfática se opone al avance de los monocultivos. Un campo sin campesinos, sin alimentos ni fauna ni flora silvestre es el modelo de «desarrollo» que por órdenes de la burguesía planetaria se está imponiendo en el país. Quienes quieren seguir bebiendo aguas limpias, respirando aire puro, arraigados a sus tierras ancestrales y practicando la agroecología son criminales y esto, sin escrúpulos, nos lo acaban de demostrar los honorables senadores.
El rechazo de los artículos referidos al terrorismo dejó un sabor a victoria en los sectores organizados de la sociedad que venían concientizando a la ciudadanía sobre los peligros que la aprobación de los mismos conllevaba. Hay que tener mucho cuidado, sin embargo, porque paso a paso (y este ha sido uno más) la lacaya oligarquía nacional va aniquilando los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de nuestro pueblo y amenaza con reabrir y engrosar los archivos del terror de nuestra historia, para defender los privilegios que le son concedidos por el imperio. Esta vez la lucha resultó medianamente favorable a la ciudadanía en general pero el campesinado, y sobre todo aquellos sectores organizados del mismo, van a sufrir uno de los golpes más duros de estos 18 años de transición plutocrática.
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Diego Segovia
Investigador – BASE Investigaciones Sociales
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