La exhumación de los restos de Franco del Valle de los caídos constituye una reparación histórica, largamente reivindicada, que debería regocijar a toda la ciudadanía democrática. Era de esperar la incomodidad de los partidos conservadores, aferrados a su discurso de «no querer hurgar en las heridas del pasado», así como las furiosas diatribas de la […]
La exhumación de los restos de Franco del Valle de los caídos constituye una reparación histórica, largamente reivindicada, que debería regocijar a toda la ciudadanía democrática. Era de esperar la incomodidad de los partidos conservadores, aferrados a su discurso de «no querer hurgar en las heridas del pasado», así como las furiosas diatribas de la extrema derecha. Lo sorprendente fue, sin embargo, la lluvia de críticas y descalificaciones que arreció ayer desde el espacio político ubicado a la izquierda del PSOE. Lo normal hubiera sido que el fin del agravio que suponía la permanencia de un mausoleo en honor del dictador llenase especialmente de orgullo a quienes se reconocen en dicho espacio. Pero, ayer se festejó poco entre nosotros ese triunfo de la dignidad y se oyó hablar mucho más de «electoralismo» y manipulación. Hubo incluso quienes llegaron a tildar de «honores de Estado» el sobrio protocolo diseñado por el gobierno de Pedro Sánchez. Un protocolo que, si algo puso de relieve, fue la soledad de la familia Franco y la patética decrepitud de los nostálgicos de su régimen. En una palabra: nos levantamos felices, dispuestos a vivir una jornada memorable… y nos acostamos cariacontecidos y avergonzados por los arrebatos de demagogia de algunos compañeros.
Y es que hay una penosa enfermedad que, de modo recurrente, aqueja a la izquierda. Sobre todo cuando intenta configurar un nuevo espacio con vocación transformadora. Esa inquietante dolencia es el sectarismo. Se manifiesta cuando están bajas algunas defensas naturales. Concretamente, la comprensión de la complejidad que caracteriza a la clase trabajadora y a los sectores sociales sobre los que tradicionalmente se apoyan sindicatos y partidos de izquierdas. Diversidad de situaciones materiales, de culturas, de experiencias… La existencia de distintas estrategias de emancipación se remonta a los propios orígenes del movimiento obrero. Siempre ha habido -y es previsible que haya- amplios sectores cuyas aspiraciones se cifran en una mejora gradual y pacífica de sus condiciones de vida. Durante los prolongados períodos en que los cimientos del orden capitalista no se ven sacudidos por una crisis, esos sectores acostumbran a identificarse con la socialdemocracia, sus políticas distributivas más o menos osadas y sus reformas sociales. Thomas Piketty dice que la socialdemocracia es, en cierto modo, víctima de sus propios éxitos a lo largo de las décadas anteriores a la actual hegemonía neoliberal: los partidos socialistas recabarían hoy sus apoyos en las franjas sociales que, merced a esas políticas, han alcanzado un nivel de rentas que les confieren un estatus de «clase media»… al tiempo que pierden pie entre las capas obreras más desfavorecidas, que engrosan las filas de los «perdedores de la globalización». En toda Europa, los movimientos populistas y la extrema derecha tratan de cabalgar a lomos de su desesperanza.
La tesis de Piketty es muy sugerente. Aunque sin duda requiera matices y precisiones. En Barcelona y su área metropolitana, por ejemplo, el PSC es ampliamente votado en las secciones censales de rentas más bajas. Es cierto que, en los últimos años, la izquierda alternativa ha «proletarizado» sus apoyos gracias al desplazamiento de votos socialistas. El público que hace cinco años aclamó a Pablo Iglesias en el Pabellón del Valle Hebrón (cuando proclamó que «nunca le verían abrazarse con Artur Mas«) era una típica representación del extrarradio «felipista». Durante mucho tiempo, la izquierda de matriz comunista, sumida en un proceso de reconstrucción de su identidad, se apoyó principalmente en sectores universitarios y en las capas superiores y más politizadas del sindicalismo de clase. Muchos recordamos elecciones municipales, en que ICV-EUiA obtuvo mejores resultados en la renovada Vila Olímpica que en el vecino Poblenou, donde triunfaba el PSC.
Por supuesto, esa correlación de fuerzas en el seno de las clases populares no es inamovible. Pero la izquierda alternativa cae con frecuencia en la obsesión del sorpasso. Le cuesta entender que, sin perjuicio de los importantes progresos que hoy puede realizar, una nueva y decisiva configuración de la representación política requiere que la lucha de clases conozca un fuerte ascenso contra al capitalismo, que libere energías entre los oprimidos, que los distintos partidos sean puestos a prueba y sus postulados puedan ser verificados en los hechos. La izquierda alternativa debe aprender a ser revolucionaria en una situación que dista mucho de serlo. Y eso pasa por combinar, en relación a la izquierda reformista, crítica y disputa política con colaboración y unida de acción. La clase trabajadora no es una abstracción, una categoría sociológica de contornos mal definidos. En cierto modo, la clase son las organizaciones que ha levantado a lo largo de una lucha secular. Lo deteriorado de sus fuerzas, los vicios oportunistas que arrastran, la dificultad para responder a los desafíos de esta última fase capitalista, incluso el relativo alejamiento de los más pobres, dan la medida de la ingente tarea que la izquierda tiene por delante.
La izquierda alternativa se inscribe en una tradición del movimiento obrero que se separó hace muchos años de la socialdemocracia; una tradición que ha querido mantenerse fiel a la hipótesis revolucionaria de la superación del capitalismo. Pero, por eso mismo, no hay que olvidar que «los comunistas no defienden intereses particulares distintos del interés general del proletariado». A veces por impaciencia o inmadurez, a veces presa de fiebre sectaria, esa izquierda ha confundido su vocación política con la representación orgánica de la clase. «No hay más izquierda que nosotros» ¡Cómo si las tendencias reformistas no formasen parte de nuestra clase! ¡Y como si «cada paso adelante del movimiento real» – una conquista social, un derecho, una mejora concreta – no valiese más que «una docena programas»! No podemos soñar con acometer grandes transformaciones sin acumular fuerzas y experiencia, sin ser útiles a nuestra gente y aprender, sin prepararnos. El sectarismo no nos deslinda de corrientes políticas que consideramos titubeantes o conciliadoras: nos aísla y nos sume en la impotencia.
La crítica deviene reproche envenenado cuando no pretende elevar la conciencia política general, ni propiciar «un paso del movimiento real», sino zanjar un duelo fratricida. En su día, en pleno ascenso del nazismo, el poderoso partido comunista alemán veía en la socialdemocracia – el «social-fascismo», según la doctrina oficial – a su enemigo principal. «Primero vendrá Hitler, después Thälmann«. El resultado fue que Hitler reunió a Thälmann y al resto de la izquierda en los campos de exterminio. Dramática experiencia histórica que, a pesar de la distancia, acudía ayer a nuestra memoria cuando escuchábamos a algunos amigos decir que el PSOE, que tiene también militantes enterrados en el valle de la ignominia, estaba rindiendo honores de Estado al dictador. Ojalá ese sectarismo sea el síntoma de una enfermedad infantil. Trotsky decía que, en el fondo, «los sectarios son oportunistas que tienen miedo de si mismos».