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Seis y ocho de diciembre: Constitución vigilada, concepción inmaculada

Fuentes: Rebelión

Los pitagóricos clasificaban los enteros positivos en números perfectos, defectuosos o defectivos y excesivos o abundantes. Un número era defectuoso o mermado cuando la suma de sus divisores propios, el propio número no cuenta como divisor, era menor que el propio numero. 4 que tiene como divisores propios el 1 y el 2 es un […]

Los pitagóricos clasificaban los enteros positivos en números perfectos, defectuosos o defectivos y excesivos o abundantes. Un número era defectuoso o mermado cuando la suma de sus divisores propios, el propio número no cuenta como divisor, era menor que el propio numero. 4 que tiene como divisores propios el 1 y el 2 es un ejemplo. La suma de sus divisores es 3, menor que el propio número. Los abundantes o excesivos, en cambio, eran aquellos números cuya suma de divisores, propios insisto, era mayor que el propio número. 12 es un ejemplo de número abundante: sus divisores propios, 1, 2, 3, 4 y 6, suman 16, más que el propio 12.

En el caso de los perfectos, los terceros en discordia, la suma de sus divisores propios debe coincidir con el propio número. No eran frecuentes. Los griegos supieron de la existencia de cuatro de ellos. El mayor, 8128; el quinto, descubierto veinte siglos más tarde, es el 33.530.336 si no recuerdo mal.

El 6 es otro ejemplo de número perfecto. Sumando sus divisores propios -1, 2, 3- obtenemos como resultado 6, como el propio número. 8 no es perfecto, pero en cambio sí lo es 28. Sumando sus divisores propios -1, 2, 4, 7, 14- obtenemos 28.

Numerológicamente, pues, ni el 6 ni el 8 son malos números: perfecto, el primero de ellos, y el segundo, una cifra que aparece en el segundo perfecto de la serie.

Otra cosa muy distinta, eso sí, son las fiestas que representan en nuestro calendario estos días de diciembre.

La celebración del 8 diciembre, la celebración del día de la Inmaculada Concepción no tiene parangón conocido. La ciudadanía de un país supuestamente no teocrático, donde en parlamentos y tribunas se afirma que rige una constitución supuestamente no confesional, celebra la fecha de edición, 8 de diciembre de mediados del siglo XIX, de un libro, una encíclica papal para ser más exactos. El Papado, con toda la autoridad que la confiere la institución, intervino en un tema que, como máximo, puede provocar entusiasmos gnoseológicos en teólogos «racionalistas», en intelectuales orgánicos no fideístas que conservan y alimentan una tradición religiosa no siempre amiga de la razón, del saber, de la ciencia y, desde luego, de la justicia y de los desfavorecidos.

El asunto, dicho sucintamente, afecta a la consistencia, dentro de su propio cuerpo doctrinal, de la afirmación cristiana del pecado en origen de todos los seres humanos, a partir, recordemos, de la trasgresión de la prohibición de alimentarse del árbol del conocimiento, y las características, por fuerza singulares según la perspectiva cristiana, de la misma madre de María, la madre inmaculada de Cristo, ella misma una anomalía respecto a la misma afirmación de la universalidad del pecado original.

Salvar una contradicción no es asunto baladí. Si un cuerpo teórico, dogmático o no, sugerente o no, razonable o menos razonable, corroborado o muy fantasioso, especulativo o anclado en empiria alcanzable, presenta una contradicción, la cosa pinta mal. Esta nave no va. Ex contradictione quodlibet, de una contradicción, cualquiera cosa, decían los lógicos medievales.

Pudiendo ser discutida, la afirmación parece razonable. Si una teoría presenta una contradicción y no la supera, y sigue anclada y firme en ella, está tocada o cuanto menos herida de aniquilación, dado que a partir de la contradicción observada se puede inferir cualquier proposición: que Dios creó el mundo y que Dios no lo creó, que lo creó en tres días y que lo creó en un nanosegundo, lo que se quiera. La teoría en cuestión lo diría todo, afirmaría cualquiera cosa, y, por tanto, no diría nada de interés sobre el mundo (incluyendo trasmundos si fuera necesario). Valdría menos, pongamos por caso, que 15.000 coches radiantes, último modelo, 15.000 CV, listos para ser cabalgados por conductores intrépidos, suicidas y potencialmente asesinos1.

De hecho, hace años uno de los gobiernos del señor González, de aquel primer ministro que aconsejaba cazar ratones en la forma que fuera, acaso presionado por la patronal del señor Cuevas, recientemente fallecido en olor de beatificación sindical olvidadiza, quiso trasladar la fiesta del 8 de diciembre. Demasiados días de descanso. Algunos años, puentes larguísimos. Demasiado tiempo para vivir, para la pereza; disminución de la producción y la productividad, se decía. Pero ni el gobierno ni la patronal española (y esto ya son palabras mayores) lo consiguieron. La Iglesia católica, apostólica y romano-española no cedió ni un quark, ni un milímetro: que se cambiara la fiesta del 6 de diciembre sugirieron. La suya, la celebración de la publicación de una encíclica sobre asuntos de consistencia del dogma, era intocable. Punto, palabra (y orden) de la Iglesia.

¿Podemos imaginarnos que alguien, en algún país socialista, hubiera podido sugerir con éxito que se celebrara como día festivo el 5 de mayo, pongamos por caso, amparándose en que ese mismo día, si no recuerdo mal, de 1867 se publicó en Londres el primer libro de El Capital? Inimaginable pero sin duda mucho más razonable. Admitamos, sin atisbo para la vacilación en este caso, que la importancia cultural del gran clásico de aquel revolucionario que admiraba a Kepler y a Galileo y prefería el color rojo y los nombres de Jenny y Laura ha sido más importante que una encíclica en torno a la infalibilidad del Papa -es decir, del no se hable más- en asuntos de concepción humana y temáticas afines.

La fiesta del 6 es, desde luego, otra cosa. Celebra la aprobación ciudadana de la Constitución. No por mayoría aplastante: la abstención, política, militante esta vez, cuando todos teníamos ganas de votar a la primera de cambio después de tantos años de sequía democrática, fue importante. Rondó el 40%.

La fiesta del 6, socialmente, sin sectarismo cegador, parece menos importante que la del 8. En muchos comercios de Barcelona, otra arista más de la derrota de las clases trabajadoras, el día 6 no es festivo. Los comercios, los supermercados, las grandes superficies abrirán ese día Sería impensable que eso mismo ocurriera el día 8. Recuérdese, por lo demás, que el 6 es una de las pocas fiestas civiles del calendario español abrumadoramente sesgado hacia las celebraciones religiosas, católicas para ser más concreto. Si no ando errado, de las 12 o 13 fiestas anuales, sólo el 1 de enero, el 1º de mayo, el 12 de octubre (¡el 12 de octubre!), la fiesta de la propia comunidad (que, a veces, es también fiesta eclesiástica) y el 6 de diciembre son fiestas no religiosas. El resto, toda ellas, remiten a celebraciones eclesiásticas en un país que no es católico constitucionalmente ni da de sí en estos momentos vocaciones religiosas numerosas.

Aparte de todo ello, la constitución de 1978 es una constitución que nació con mal pie y con mucho temblor. No sólo por el marco monárquico indiscutido, más allá de algunos gestos falsarios para la galería de votantes, y su filiación franquista. No sólo por el papel otorgado al Ejército y a la unidad de la Patria. No sólo por la constitucionalidad otorgada a la economía de mercado. No sólo por el equívoco trato dado a las nacionalidades. Si no también porque sus aspectos positivos, que los tiene, lo que tiene que ver con derechos sociales o humanos, o se olvidan o figuran como temas de discusión en estudios eruditos para satisfacción gremial e intelectual de los juristas constitucionalistas. Con excepciones notables también en este caso. Gerardo Pisarello es un ejemplo falsador de cita obligada.

Por lo demás, y este es el punto, cualquier idealización de la Constitución española es mentira histórica no inocente o falta clamorosa de memoria. La Constitución de 1978, como es sabido y casi siempre olvidado, se hizo bajo la atenta mirada del espadón (y no era broma: recordemos el 23 de febrero de 1981, dos años y dos meses después de su aprobación) y de los poderes fácticos, como entones decíamos; es decir, de patronales, Iglesia, Ejército, Monarquía y las fuerzas imperiales. El origen externo, no jurídico sino netamente político-militar, del artículo 2 es prueba no refutada de ello2.

¿Qué hacer entonces? Si viven en Madrid no lo duden. La manifestación convocada para el día 6 con el lema «Por la III República. No a la Constitución Monárquica del 78» parece una propuesta razonable. Si viven en otras localidades y no hay convocatoria republicana, hay una película que sin ser perfecta vale la pena ir a verla: «La cuestión humana». Va de empresarios, de límites, de multinacionales y de temas afines. Es una buena contra-celebración ciudadana.

En cuanto al 8, ¿qué puedo aconsejarles? Que sin faltar el respeto a nadie, o faltándolo en algún caso, paseen sus cuerpos al sol, si lo hubiera, y piensen en el absurdo de una doctrina que ha elaborado páginas y páginas en torno a un asunto de tan escaso interés humano como el de las concepciones inmaculadas, sin cuerpo almado, sin intervención o muy escasa participación de seres que sienten, sufren, se enamoran, tocan, son acariciados y, si me apuran, sudan.

Son tan trascendentes ellos. Viven, o dicen vivir, tanto tiempo en trasmundos que no se enteran. O pensándolo mejor: ¿no será que se enteran de todo, que son unos enteradillos y unos aprovechados?

Notas: 

1 Por si el lector no ha reparado en él, que no creo, me permito recomendar el artículo de Santiago Alba Rico: «El deseo irresistible de tener un accidente» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=77019). Magnífico, maravillosamente escrito, como todo lo suyo

2 Véase, por ejemplo, Xacobe Bastida Freixedo: «La senda constitucional. La nación española y la Constitución». En Carlos Taibo (ed), Nacionalismo español. Esencias, memoria e instituciones. Los Libros de la Catarata, Madrid, 2007 (p. 113-158).