No podremos decir que no fuimos advertidos. Umberto Eco señalaba los riesgos de lo que llamaba «bulimia intelectual», entendida como una insaciable curiosidad estéril o un grado de dispersión extrema. Fernando Savater se refería de modo análogo a la «ignorancia hiperinformada». Con frecuencia, observamos que hay incluso quien celebra la ignorancia.
Hay, sin embargo, una manifestación de esa ignorancia que parece especialmente inquietante. La sequía, como fenómeno meteorológico extremo, no escapa a esos esfuerzos. Ahora bien, aunque las descripciones son imprescindibles, hay un notable déficit a la hora de analizar, de explicar, de comprender.
En 1993, el economista chileno Manfred Max-Neef escribió un breve ensayo («Desarrollo a Escala Humana», edit. Icaria) en el que alertaba sobre tres grandes desafíos, vigentes casi un cuarto de siglo después. Todos ellos convergían en la incapacidad no ya para comprender sino incluso para entender qué significa comprender. El primero de ellos es nuestro compromiso con opciones secundarias. El segundo, el uso de aproximaciones simplistas para analizar realidades complejas. El tercero, el empobrecimiento del lenguaje, tras el cual viene la ruina de las ideas.
Las preocupaciones sobre la adaptación al cambio climático, la seguridad hídrica a medio y largo plazo y las recurrentes sequías reflejan una por una esas fallas del pensamiento. Todas ellas permanecen casi ocultas en el día a día, eclipsadas por lo acuciante, que sepulta lo imprescindible. Por otro lado, reciben un tratamiento maniqueo, esquemático, sesgado. Además, a menudo no se establecen distinciones entre clases de sequía, de modo que se dificulta ostensiblemente la comprensión del fenómeno y algo, si cabe, más importante: la implicación del ciudadano, su asunción de responsabilidad, como paso previo al cambio voluntario de comportamiento. Se potencian el infantilismo y el esoterismo; es decir, se ocultan los problemas y se omite el coste de las soluciones.
Quizás el lector conozca que la hidrosfera tiene un volumen esencialmente estable de agua en océanos, mares, ríos, lagos, acuíferos o depósitos de hielo y nieve. El agua de mar representa el 97,5 % del total; el agua dulce sólo un 2,5 %. De la misma, el 68,9 % (este porcentaje varía, como es lógico, en función del clima), está en forma de hielo y nieve perpetua en el Ártico, el Antártico y los glaciares. El 30,8 % es agua subterránea. Sólo el 0,3 % del total está disponible, con mayor o menor dificultad, en lagos, sistemas fluviales y otros cuerpos de agua. Pese a ese exiguo porcentaje, lo cierto es que esos recursos deberían ser suficientes para atender las necesidades de la población mundial y los diferentes ecosistemas acuáticos del planeta. Sin embargo, las presiones sobre esos recursos son dinámicas y crecientes.
En todo caso, más relevante que la cantidad global de agua es el reconocimiento de que los seres humanos intervenimos en el ciclo del agua, alterando su calidad – para mal, contaminándola; para bien, tratándola para mejorar sus características -, su disponibilidad en un momento dado, para un uso específico, en un lugar concreto.
El ciudadano tiende a percibir, incluso antes de que nadie le informe de ello, una única dimensión de la sequía (la sequía meteorológica), es decir, un descenso significativo de las precipitaciones, normalmente dilatado en el tiempo. Esa caída de las precipitaciones va de la mano de temperaturas más altas, vientos más intensos, humedad relativa baja, menos nubes, mayor insolación. El resultado de todo ello es un descenso en la escorrentía de agua superficial y de la recarga de las aguas subterráneas.
Esa clase de sequía suele preceder no sólo a una caída del caudal de los ríos o la cantidad de agua disponible en acuíferos sino también en los volúmenes embalsados (es decir, a una sequía hidrológica), en relación al promedio de un periodo de referencia. Mucho antes de que descienda la cantidad embalsada de agua hay usos del agua que ya padecen de modo nítido la carencia de lluvia: los cultivos de secano, por ejemplo, de los que depende la alimentación de buena parte de la población del planeta (especialmente de los países más pobres). La agricultura de secano representa más del 95 % de la tierra cultivada en África subsahariana, 90 % en América Latina, 75 % en Oriente Próximo y el norte de África, 65 % en el este de Asia y el 60 % en el sur de ese mismo continente.
La sequía, como manifestación aguda de un desafío crónico, es identificada permanentemente como uno de los principales riesgos globales (Global Risk Report, Foro Económico Mundial), constituye uno de los principales motivos de desplazamiento forzoso de refugiados y tiene un impacto económico y social inefable allí donde tiene incidencia. Pese a ello, no sólo recibe una atención que, siendo generoso, uno podría calificar como descuidada. La información sesgada hacia lo meteorológico o lo estrictamente hidrológico no sólo nos impide entender la verdadera dimensión del desafío sino que incentiva nuestra complacencia, una mirada indulgente, pasiva, a veces incluso abúlica respecto a un fenómeno cuyas consecuencias no serían tales de no ser por nuestra propia acción.
El consumo mundial de agua se ha triplicado en los últimos 50 años y la demanda de agua crece a una tasa que duplica el ritmo de crecimiento de la población mundial. La escasez estructural de agua afecta ya al 40 % de la población mundial. En 2025 se estima que 1.800 millones de personas vivirán en países o regiones con escasez absoluta y dos terceras partes de la población vivirá en condiciones de estrés hídrico (es decir, con una brecha entre la disponibilidad a largo plazo de agua y la demanda de ésta). Desde 1900, la FAO estima que más de dos mil millones de personas se han visto afectadas por la sequía, más que cualquier otro riesgo físico para la salud. La sequía exacerba la desnutrición y la recurrencia de hambrunas, potencia la pobreza extrema, aumenta las tasas de mortalidad prematura y de morbilidad.
Hay situaciones extremas en Irán, China, Indonesia, Afganistán, India, Chile, Jordania, Estados Unidos y sequías recurrentes en otras regiones del planeta como la costa peruana, Brasil, Australia, algunos otros países de Oriente Medio, Singapur, España, Italia, Portugal, Grecia, etc.
Creer que las sequías mejorarán de modo relevante es ilusorio, cuando no temerario. El cambio climático aumenta la frecuencia, la intensidad (duración, descenso de precipitaciones y agua embalsada, área afectada) y el impacto (pérdida de cosechas, etc.). En los primeros meses de 2017, las temperaturas medias en la superficie del planeta crecieron 0,94ºC respecto al promedio del periodo 1950-1980, de acuerdo a la NASA. Eso hace de 2017 el segundo año más cálido de la historia, hasta el momento, después de que 2016, 2015 y 2014 ya batieran ese récord.
Podemos seguir mirando hacia otro lado, aturdidos por una actualidad que a veces creemos importante cuando con frecuencia es un monumento a la frivolidad. La sequía supone una anomalía transitoria, más o menos prolongada, pero con mucha probabilidad será cada vez más parte de nuestra vida, un brote de nuestra dolencia subyacente: garantizar la seguridad hídrica en un contexto de adaptación al cambio climático.
Gonzalo Delacámara, Director Académico del Foro de la Economía del Agua
NOTA: Este artículo forma parte del servicio de firmas de la Agencia EFE al que contribuyen diversas personalidades, cuyos trabajos reflejan exclusivamente las opiniones y puntos de vista de sus autores.
Fuente: http://www.efedocanalisis.com/noticia/sequia-la-manifestacion-aguda-desafio-cronico/