Ejemplos se dan entre los laboratorios de primera línea mundial. Han descubierto que el mercado de gente sana es considerablemente mayor que el de enfermos y por lo tanto, con la estrategia de adelantarse siempre «a los competidores», confundir deliberadamente lo nuevo con lo bueno, con espíritu siempre innovador, están enfilando sus cañones propagandísticos e […]
Ejemplos se dan entre los laboratorios de primera línea mundial. Han descubierto que el mercado de gente sana es considerablemente mayor que el de enfermos y por lo tanto, con la estrategia de adelantarse siempre «a los competidores», confundir deliberadamente lo nuevo con lo bueno, con espíritu siempre innovador, están enfilando sus cañones propagandísticos e ideológicos para persuadir a sectores crecientes de población de que ingieran no ya medicamentos para curarse (algo que ha resultado altamente problemático, porque el mayor rubro de enfermedades hoy en día existentes son las producidas por los medicamentos, precisamente) sino medicamentos o «pre-medicamentos» para no enfermarse. Que la consigna coincida con la realidad es muy otro cantar.
En el empresariado argentino por cuestiones de vanguardia no nos vamos a quedar atrás. La principal productora láctea ha puesto sus pasos en la misma línea que los laboratorios dedicados a curar a quienes no están enfermos, valga el oxímoro. Dedicándose a fortificar todos sus fluidos o masas más o menos sólidas con minerales, bacilos diversos y vitaminas. Por aquello que vender un producto con más y más agregados siempre «luce». Aunque la salud se resienta. La salud, precisamente que se invoca defender…
El último alarido en esta fiebre «enaltecedora» de cada alimento es el agregado de vitamina C a la leche… la vitamina que se encuentra naturalmente en los cítricos, el polo alimentario opuesto al de los lácteos.
Así tenemos ahora leches o yogures con lactobacilos, vitaminas, complementos minerales, para tomar cada día de nuestras vidas, porque ahí está el gracejo de la propaganda destinada a convertir a los consumidores en dependientes vitalicios…
De ese modo, sustancias que de pronto constituirían un aporte tras una enfermedad (por ejemplo, luego de recibir antibióticos), cuando la necesidad de reconstituir la flora intestinal, por ejemplo, es significativa, se convierten en «pan nuestro de cada día» pudiendo inhibir la capacidad endógena del organismo de generar sus propias partículas de salud, sustituyéndolo ad infinitum…
Esta medicalización del consumo, de la sociedad en general tiene, sin embargo, sus límites, que una empresa legal no puede eludir. Por ejemplo, el exceso de algunas vitaminas antes las cuales el cuerpo no está en condiciones de autodepurarse, engendra enfermedades. No las de las deficiencias vitamínicas, entonces, sino las de los excesos.
Y algunos de los refuerzos vitamínicos con que ahora se nos apabulla no sólo provienen de los maravillosos productos que nos brindan sino también de muchas otras fuentes… Legalmente, una empresa que «fortifica» sus productos con vitaminas no puede no avisar al consumidor del peligro de exceso de ingestión de vitaminas. (Lo mismo debería hacerse con los minerales de los que nuestros cuerpos no se depuran naturalmente.)
El Ser. ¿Cómo soluciona nuestra principal empresa láctea esta dificultad? No hemos podido rastrear en las góndolas porteñas tan bien provistas con Ser lo que sin embargo aparece en un pote de cada veinte, o tal vez de cada cien, en góndolas montevideanas (nutridas por la misma empresa, claro): en menudísima, casi ilegible letra, en un pegotín transparente,
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ampliando la leyenda con lupa, podemos leer: «Alimento adicionado de [sic] vitaminas. Estos alimentos han sido formulados para niños mayores de 36 meses. Debe tenerse en cuenta que en la alimentación existen otras fuentes de tales nutrientes. Se recomienda a las mujeres en edad reproductiva [apenas entre 15 y 50 años…] o que busquen embarazo y a las embarazadas no consumir diariamente por períodos prolongados más de 1500 microgramos (5000 UI) de vitamina A.»
Esa información no surge de la melodiosa y persuasiva voz que la principal empresa láctea argentina usa para introducirnos a todos en la lactodependencia, pero claramente resulta entonces que Ser no está pensado para niños menores de tres años…
Veamos el Danonino. Otro aporte «alimentario» y éste sí expresamente dedicado a los niños. Hasta el nombre nos sugiere la tierna edad a que va dirigido. Y dirigido para el desarrollo, la nutrición, el crecimiento sano, claro. Aquí sí hemos encontrado info en ambas márgenes del Plata. En Montevideo aparece un texto por el estilo del que viéramos con Ser, que declara: «este alimento no ha sido formulado para niños menores de 36 meses.» Apto, empezaría a ser apto, desde los cuatro años… es decir, cuando el organismo ha consolidado algunas de sus funciones y ha aprendido a defenderse de algunas agresiones, cuando el cuerpito ya está, siquiera a medias consolidado…
Tal vez para formular este consejo es que figuran pediatras en la configuración de Danonino, aunque nosotros ingenuamente nos hayamos imaginado que están para diseñar dietéticamente el «postre».
En Buenos Aires, si uno se esfuerza por leer un envase de Danonino, la declaración de condiciones de uso, contenido y componentes, puede enterarse que a «niños de 4 a 6 años» les aporta, por cada 200 gr., un 20 % de proteínas, un 42 % de vitamina A, etcétera. Y uno se queda sin saber si de todos modos aporta vitamina A y proteínas a menores de 4 y a mayores de 6 años y en tal caso, qué. A juzgar por la info «montevideana», no serían aportes deseables para quienes no son «mayores de 36 meses»…
Por otra parte, uno lee todos sus ingredientes; «leche seleccionada parcialmente descremada pasteurizada» (según los envases, solución sacarosa o azúcar, glucosa) más «citrato de calcio, almidón, saborizante artificial, colorante natural, goma guar» (en otros «modelos» de Danonino, goma tara), «sorbato de potasio, goma xántica, gluconato de zinc, vitaminas A, B9» (en algunos también B12) y D, crema, azúcar, «lactato de calcio, gluconato ferroso, cloruro de calcio, vitamina E, cuajo y cultivos lácticos.» Podríamos agregar que en los que declaran ser de frutilla «hay azúcar, jmaf, almidón, sulfato ferroso, esencia artificial de frutilla, ácido cítrico, cultivos lácticos y probióticos.» Ante semejante ristra, empieza uno a entender por qué conviene que niños de muy temprana edad y quienes alojan fetos o piensan hacerlo se cuiden de semejante selva química e ingredientes seudoalimentarios que van mezclados con los alimentos y cuya presencia se explica porque nos venden productos no frescos.
La presencia de alimentos transgénicos está delicadamente sorteada denominando «jmaf» al jarabe de maíz de alto fructosa que proviene, al menos en la Argentina actual, de maíz transgénico. Algo que también podemos observar en Ser, cuando el contenido alude a «almidón modificado», una forma elíptica de aludir al almidón de maíz genéticamente modificado o transgénico.
En la jerga con que nos envuelven a los consumidores aparecen delicadezas como: «No contiene cantidad apreciable [sic] de grasas trans, fibra alimentaria.» Frase que une en su «apreciación» cambalachera un elemento cancerígeno usado durante casi todo el siglo XX por las industrias alimentarias por su facilidad de manejo (grasas hidrogenadas, que no se ponen rancias) y las fibras, que son un elemento fundamental de la calidad alimentaria.
También podríamos decir que llama la atención que en productos lácteos nos adviertan que son «Sin TACC». Es decir sin trigo, avena, centeno y cebada. Lo llamativo sería más bien lo inverso: que productos lácteos contuvieran cereales…
La presencia de «esencia artificial de frutilla», más allá de su sinceridad, revela una vez más la calidad del producto y la estima que conceden al consumidor.
El locutor de la voz persuasiva no nos habla nunca de estos «detalles». No hay que extrañarse. En realidad, tendríamos que preguntarnos por qué, si llegara a hablarnos de ellos.
El reino de los envases. Los hay tan chicos como que contienen apenas 45 gr. de sustancia presuntamente comestible (Danonino). El costo del envase -y el despilfarro consiguiente- es mucho mayor que el del contenido. Habiendo refrigeración, se podrían confeccionar envases con mayor contenido porque ahorrarían materiales, achicarían el despilfarro social. Tan diminutos envases, ciertamente son un gran negocio para la empresa, ya que no para la sociedad. Permiten aumentar los precios del contenido (al achicar el precio unitario, se tienta mejor al consumidor) y, de paso, le permite confeccionar una «información al consumidor» que es prácticamente letra muerta pues hay que hacer un claro esfuerzo para inteligirla.
Estaría muy bueno hacer un relevamiento entre padres que dan a sus pequeñines Danonino desde la más tierna edad, para saber quiénes han leído las instrucciones acerca de los límites de edad. Este tipo de envase con su respectivo paquete informativo responde claramente al viejo truco de «hecha la ley, hecha la trampa».
Hay otro aspecto de los envases que bien valdría conocer: si las autoridades bromatológicas han controlado el sellado de los mismos. El cierre por sellado exige temperaturas de por lo menos unos 120 grados, y a esa altura prácticamente son muy, pero muy pocos, los materiales plásticos que resisten sin que sus moléculas inicien una fiesta loca de movimiento. Verificar entonces que no terminen alojándose en el alimento que se supone preservan pero que no deben contaminar (que no «migren» al alimento, como se denomina el fenómeno entre industriales del plástico dedicados a los envases alimentarios, que conocen bien el fenómeno). Cuanto más pequeño el envase de material plástico, más se siente una diferencia en el sabor de su contenido respecto del originario del alimento envasado.
Llama la atención, por último, la incapacidad de reacción, o la capacidad de adaptación, de las autoridades presuntamente bromatológicas (y el estado argentino en sus diferentes esferas, tiene por cierto más de una) ante las carencias y confusiones que hemos reseñado. O tal vez ni nos llame la atención, pero debería.