Una gigantesca columna de humo negro se levanta sobre el mar de neumáticos que arde desde hace varios días en Seseña. La envergadura de ese paisaje de una negrura homogénea, que se extendía a lo largo y ancho de 12 hectáreas, ha adquirido dimensiones monstruosas. No sólo por lo nocivo del asunto, sino por la […]
Una gigantesca columna de humo negro se levanta sobre el mar de neumáticos que arde desde hace varios días en Seseña. La envergadura de ese paisaje de una negrura homogénea, que se extendía a lo largo y ancho de 12 hectáreas, ha adquirido dimensiones monstruosas. No sólo por lo nocivo del asunto, sino por la cantidad aberrante e incomprensible que representan para nuestra imaginación las casi 100.000 toneladas de neumáticos que se encontraban hacinados en ese vertedero ilegal. Ante el reto de aprehender la inmensidad que suponen tantos desperdicios apilados, nuestro entendimiento se rinde y trata de pasar a otro asunto más fácilmente entendible. En fin, nos decimos, tampoco ha sido tan grave, el fuego está ya controlado y las 6.000 personas desplazadas han vuelto a sus casas, porque ya no corre peligro su salud. Como se suele decir, «no hemos tenido que lamentar ninguna tragedia humana».
A continuación, nuestra faceta de exigente ciudadano, que cree en el imperio de la ley y la justicia, plantea la inevitable pregunta ante cualquier catástrofe similar: ¿quién ha tenido la culpa? Porque, si hay un responsable, éste debería pagar por lo que ha hecho. En este sentido, todos los relatos criminales necesitan un culpable y aquí los tenemos a montones: el dueño del vertedero y que huyó tras comenzar el incendio; las administraciones publicas de dos comunidades autónomas incapaces de solucionar el conflicto y de gestionar los residuos; el misterioso contratista senegalés que se lucró en una turbia adjudicación a dedo hecha por el alcalde del PP,… Y, para colmo, en el fondo de este esperpéntico cuadro, con el desastre ecológico más obsceno y previsible que podamos imaginar, nos encontramos la megalómana urbanización del Pocero. Ni hecho adrede.
Por más vueltas que le demos, va a costar entenderlo. ¿Cómo ha sido posible que justo al lado de Madrid haya crecido, como un inmenso cáncer, el mayor vertedero ilegal de neumáticos de toda Europa? Aquello debe ser ahora una especie de paisaje apocalíptico, digno de cualquier película catastrofista, desprendiendo un tufo y un calor infernales, ardiendo hasta consumir el más pequeño grumo de inmundicia. Pero no podemos seguir haciéndonos los tontos, porque hay más lugares como éste. Ahora mismo están creciendo con nuestros desperdicios, multiplicados no sólo por nuestro país, sino reproduciéndose en los países del tercer mundo, donde alojamos por un módico precio aquello que no tenemos ganas de reparar, reutilizar o reciclar. De hecho, podemos pensar cínicamente (y de eso no nos falta), que es allí donde debería haber estado ese inmenso vertedero, si aquel empresario senegalés hubiese tenido algo más de palabra. Y así nosotros aún podríamos seguir pensando que formamos parte de ese primer mundo que compra, tira y compra.
Pero el canto del desarrollismo va dejado de ejercer la hipnopedia que describía Huxley en Un mundo feliz. Y la quimera de la sostenibilidad queda al desnudo tras la cortina de humo. Aunque, como siempre, preferiremos no verlo. Cuando se apague el fuego, poco a poco, nos iremos olvidando. Pero hay que insistir, porque la catástrofe que se ha desarrollado en ese vertedero no es una simple anécdota, un fallo que con más control podría haberse evitado o un crimen por el que alguien deberá pagar. Sino la consecuencia lógica de un sistema, de un modelo de desarrollo, de una ideología del progreso insostenible en sí misma, monstruosa, incontrolable y nociva.
Mientras no seamos capaces de desmontar toda esta lógica catastrófica, tan sólo nos queda soñar que la naturaleza es capaz de reapropiarse de ese territorio estéril. Imaginar, como nos cuentan en las películas sobre el fin del mundo, que alguien inventa una sustancia química supersofisticada con la que diluir los elementos tóxicos para convertir los desperdicios en abono. En fin, supongo que tampoco hay que ser tan cenizo, quizás es mejor mantener la esperanza de ver crecer las plantas entre los restos carbonizados de una civilización que va devorando el mundo con una urgencia estúpida y suicida.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.