La noche del 13 de julio de 1936, Federico García Lorca tomó el tren de Granada. El poeta barajaba todavía la posibilidad de viajar a México, invitado por la actriz Margarita Xirgu, para disfrutar del éxito que estaban obteniendo sus obras teatrales. Vivía un momento de plena madurez y de reconocimiento público, se habían perfilado […]
La noche del 13 de julio de 1936, Federico García Lorca tomó el tren de Granada. El poeta barajaba todavía la posibilidad de viajar a México, invitado por la actriz Margarita Xirgu, para disfrutar del éxito que estaban obteniendo sus obras teatrales. Vivía un momento de plena madurez y de reconocimiento público, se habían perfilado todos los matices de su voz lírica en los poemas del Diván del Tamarit, y acababa de escribir La casa de Bernarda Alba, una obra rotunda, de alto significado en la evolución teatral de su autor, porque culminaba sus indagaciones estéticas para superar a la vez el experimentalismo elitista de la vanguardia y las facilidades populistas del arte comercial. Pocos días después de leer ante un grupo selecto de amigos el manuscrito de La casa de Bernarda Alba, tomó un tren camino de Granada. Además de pasar el 18 de julio, día de su santo, con sus padres y su hermana Concha, parece que quería alejarse de los aires conflictivos de Madrid por una breve temporada.
Pero Granada estaba lejos de respirar tranquilidad. El poeta debía de conocer las tensiones que se habían condensado en la ciudad. Su relación estrecha con Fernando de los Ríos, diputado socialista por Granada, así lo hace suponer. El Frente Popular había impugnado los resultados de las elecciones de febrero de 1936, denunciando la manipulación caciquil en la provincia. La repetición de los comicios el día 31 de marzo no sirvió para calmar las heridas abiertas por meses de grandes mítines, huelgas, tiroteos falangistas, incendios, provocaciones y reacciones violentas. Se trataba de un malestar parecido al que se había adueñado de Madrid, la misma agitación promovida por la radicalización social y por los conspiradores contra la República, interesados en alimentar el desorden. Pero en Granada, una pequeña ciudad de provincias, se conocía casi todo el mundo, y las intrigas, los rencores, los ánimos de venganza, cobraban una cercanía casera, muy propicia para encarnar los odios desatados en una guerra civil.
García Lorca estaba en la casa de verano de su familia, la Huerta de San Vicente, cuando los militares golpistas se adueñaron de la ciudad el día 20 de julio. Granada era entonces una Comandancia Militar bajo las órdenes de la Capitanía General de Sevilla, asumida desde el día 19 por el general Queipo de Llano, uno de los mandos del Ejército que recurrió de forma más decidida al terror como conducta oficial de los golpistas. La resistencia de la ciudad fue mínima y heroica, grupos de obreros con escopetas se atrincheraron en el Albaicín y apenas pudieron resistirse al ataque de la aviación y de la artillería rebelde. La represión fue, sin embargo, dura, muy dura, y cruel por lo innecesaria. Ni Queipo de Llano, ni el comandante Valdés Guzmán, máximas autoridades militares, vacilaron a la hora de aplicar el exterminio como el mejor método para la regeneración española. Siempre me han sorprendido las cábalas sobre las razones últimas de la muerte de García Lorca (homosexualidad, disputas familiares, noticias de radio, apoliticismo). El poeta fue uno de los más de 5.000 granadinos ejecutados, en virtud de los consejos de guerra o de los paseos de la Escuadra Negra. Entre otros, fueron fusilados el general Miguel Campins, jefe de la Comandancia Militar y leal a la República, el alcalde, el presidente de la Diputación, el rector de la Universidad, el director del periódico más importante de la ciudad, El Defensor de Granada y numerosos diputados, concejales, profesores, sindicalistas… ¿Cómo no iban a fusilar a un poeta republicano, partidario del Frente Popular y ejemplo de libertad viva en los ambientes más sórdidos de un provincianismo que él mismo había caracterizado como la peor burguesía de España?
Golpeado y humillado
Federico García Lorca no se sintió realmente amenazado hasta el 9 de agosto, cuando una patrulla irrumpió en la Huerta de San Vicente en busca de los hermanos del casero, Gabriel Perea Ruiz. Insultado, golpeado, humillado, temió por su vida y pidió auxilio a Luis Rosales, poeta amigo, bien situado en el nuevo régimen, por el papel que sus hermanos falangistas y él mismo habían jugado en la sublevación. Rosales acudió a la Huerta y se reunió con la familia para valorar las distintas posibilidades. Federico García Lorca no quiso arriesgarse a cruzar las líneas enemigas, para pasar a la zona republicana, y prefirió ampararse en el domicilio familiar de los Rosales, en el número 1 de la calle Angulo. Allí le llegó la noticia, el día 16 de agosto, de la ejecución de su cuñado José Fernández-Montesinos, alcalde socialista de la ciudad. Ese mismo día, sobre la una de la tarde, Ramón Ruiz Alonso se presentó en la casa de los Rosales con una orden de detención. Ruiz Alonso, antiguo diputado de la CEDA y muy activo en las labores represivas de los primeros días de la sublevación, cumplió su cometido de forma espectacular, con tumulto de tropas y cerco de la casa.
El poeta fue conducido al Gobierno Civil. Luis Rosales intentó liberar a su amigo, pero en el régimen militar que él y sus hermanos estaban ayudando a imponer no había lugar para ciudadanos como Federico García Lorca. Angelina Cordobilla, una mujer que trabajaba para la familia Lorca, llevó comida al detenido las mañanas del 17 y 18 de agosto. Cuando se presentó en el Gobierno la mañana del 19, le dijeron que el poeta no estaba allí. En efecto, durante la noche del 18 al 19 fue conducido a La Colonia, una cárcel improvisada en una villa de recreo, a las afueras de Víznar. Al amanecer, como escribió Antonio Machado, se le vio caminar entre fusiles, en Granada, en su Granada. Fue ejecutado junto al maestro Dióscoro Galindo y los banderilleros Francisco Galadí y Joaquín Arcollas. Un enterrador de La Colonia acompañó hace años al escritor Ian Gibson a la fosa donde fueron sepultados los cuerpos. Durante muchos años, el barranco de Víznar ha sido el territorio sagrado de los demócratas granadinos, el lugar en el que hemos rendido culto a nuestros muertos. La democracia urbanizó aquel espacio simbólico que había formado la historia bárbara de España, construyendo allí un parque en recuerdo de las víctimas de la Guerra Civil.