El confinamiento trastocó el espacio privado de los hogares en todo el mundo, esto es una obviedad. Pero os aseguro que no es lo mismo pasarlo en una casa espaciosa con jardín, que en un cuarto pequeño y sin ventanas. Para muchas trabajadoras del hogar, la pandemia trajo una carga extra de tareas, para otras, significó quedarse sin ingresos. Organizaciones de trabajadoras del hogar en varios países están exigiendo medidas urgentes como subsidios de emergencia, la regularización de las personas migrantes y el reconocimiento de derechos laborales, siempre postergados.
Si tu lugar de trabajo es el mismo espacio donde duermes y pasas tu escaso tiempo libre, entonces el confinamiento lo puede transformar en una cárcel. “Nosotras tenemos una frase: ‘Trabajo de interna, esclavitud moderna’”, dice Edith Espínola, portavoz de Sedoac (Servicio Doméstico Activo), asociación de mujeres empleadas del hogar. “Puedes trabajar entre 60 o 70 horas semanales, incluso más, porque no hay controles”. Y es muy difícil denunciar cuando no has firmado un contrato ni tienes papeles. Ser una trabajadora inmigrante en situación irregular “acarrea muchas opresiones y muchos atropellos”, explica Espínola, y todo se agravó con la crisis de la covid. Entonces las trabajadoras estuvieron “trabajando de lunes a lunes, preparando la comida, haciendo la colada, planchando o atendiendo a los niños. Y en muchos casos, no se pagaron las horas extras”. “Si esto no es esclavitud, si esto no es explotación, no sabemos más cómo llamarlo. Es una apropiación de la vida de estas mujeres para su beneficio”, asegura.
Marina Díaz es de Honduras y trabaja hace 13 años en España como trabajadora del hogar y los cuidados. Coincide en que este ha sido uno de los sectores más afectados por la crisis de la covid. Con el cierre de los colegios, el confinamiento de los niños en las casas y el teletrabajo, todo se complicó: “Esto significó una sobrecarga de trabajo para las que realizamos las tareas domésticas y los cuidados. Y nosotras también tenemos familias que cuidar, pero eso no se tuvo en cuenta”. Quedarse sin salario significa no poder pagar un alquiler, pero además hay familiares que dependen de ese dinero en los países de origen.
Sedoac ha protestado, y sigue haciéndolo, contra las pésimas condiciones que atravesaron las trabajadoras durante el pico de la pandemia, sin mascarillas ni guantes, sin distancia de seguridad y expuestas a todo tipo de vejaciones. Pero también denuncian que, tras cinco meses desde el inicio del estado de alarma, cuando miles de mujeres fueron despedidas sin indemnización, la mayoría no ha cobrado ninguna ayuda, no se han materializado las promesas del Gobierno. “¿Conoces alguna persona que haya cobrado el subsidio como trabajadora del hogar? La respuesta más frecuente entre las trabajadoras es que no”.
“El abuso y apropiación que se hace de las personas que cuidan la vida, la familia y el bienestar social retrata a un gobierno y a una población a los que no le importa la vida, grupos que venden ‘el cuidado en el centro’ llenándose la boca y luciendo percha para el postureo”, apuntan en Sedoac.
Entre las 700.000 trabajadoras del hogar en territorio español, aproximadamente el 40% ni siquiera tiene derecho a solicitar esa ayuda, porque son migrantes que están en condición irregular. Por eso, organizaciones como Territorio Doméstico, Red de mujeres latinas, o la Red de Hondureñas migradas, son parte de la campaña que cientos de colectivos antirracistas están llevando adelante para la regularización inmediata y permanente. “Para que nadie se quede atrás, se tiene que hacer la regularización ya de todas las migrantes”, explica Espínola.
“Somos totalmente descartables”
Evelyn Cano tiene 23 años y es trabajadora de casas particulares en Argentina. Junto con su familia emigró al conurbano de Buenos Aires desde Paraguay, uno de los países más pobres del Cono sur latinoamericano. “La pandemia nos afectó brutalmente. Acá solo el 30% de más de un millón de trabajadoras recibió su salario. Esto pasa porque la mayoría trabajamos de forma informal: el 75% de las trabajadoras no estamos registradas, es decir que no contamos con ningún derecho. Además, los patrones se aprovechan, y cometieron distintos abusos, como encerrar a algunas compañeras en casas lujosas, en los barrios privados, obligándolas a pasar la cuarentena lejos de sus familias. Otras, en cambio, tienen que elegir entre salir a trabajar o quedarse en sus casas sin ingresos, teniendo que recurrir a bolsones miserables de comida que entrega el gobierno en los colegios”. Hablamos de abusos, de patrones que piensan que las trabajadoras son una parte más de su propiedad. El 24 de marzo, en algunos medios argentinos se conocía la siguiente noticia: “Empresario esconde a su empleada doméstica en el maletero del coche para hacerla ingresar en un barrio privado”.
En la Ciudad de Buenos Aires se concentra la mayor cantidad de trabajadoras inmigrantes: “Acá dos de cada diez trabajadoras somos de distintos países latinoamericanos. La mayoría somos de Paraguay y también hay trabajadoras de Centroamérica. Además, muchas mujeres son migrantes internas del interior del país. Esto influye directamente en la precariedad porque, al dejar nuestros hogares, aceptamos estos trabajos que tienen los más bajos salarios y sin ningún tipo de derecho. Somos totalmente descartables, ya que está naturalizado que el trabajo doméstico es un trabajo encabezado por las mujeres, que es gratuito, y que no se requieren grandes habilidades para hacerlo”.
Le comento a Evelyn que una de las primeras huelgas de mujeres en Argentina la protagonizaron trabajadoras domésticas en 1888. Muchas de ellas también eran inmigrantes, hijas de familias pobres, españolas, polacas o italianas que fueron a buscar mejor suerte al otro lado del mundo. Las trabajadoras protestaban contra la imposición de la “libreta de conchabo”, una documentación obligatoria que podía ser solicitada por la policía en plena calle, bajo riesgo de terminar presas si no la llevaban consigo. Era un mecanismo que se había utilizado desde el siglo XIX para controlar la mano de obra rural o extranjera en las ciudades. Los patrones podían anotar allí opiniones sobre las trabajadoras, comentarios tales como: “Es indisciplinada, no contratarla”. El control policial de los desplazamientos y el racismo institucional eran mecanismos que reforzaban la explotación en los lugares de trabajo. Nada muy distinto a lo que sucede hoy con las trabajadoras migrantes en las metrópolis.
Evelyn se sorprende, no conocía esa historia. “Me gustaría saber más. Porque de estas luchas podemos tomar nota y aprender para las peleas que estamos dando hoy las trabajadoras de casas particulares, por nuestros derechos, contra la humillación y por la dignidad”. Comenta que con ese objetivo están organizando una “red de trabajadores precarizados, informales y desocupados” y que comenzaron haciendo asambleas virtuales en medio del confinamiento. “Somos más de mil jóvenes a nivel nacional, trabajadores de McDonald, de Burger King, de call centers, trabajadores de Apps donde también hay muchos inmigrantes. Porque además de pelear por nuestros derechos particulares, sabemos que es fundamental la unidad y la organización con otras precarizadas como nosotras y con el resto de los trabajadores que también están sufriendo las consecuencias de la crisis social y sanitaria. No queremos limosnas, queremos derechos”.
Una experiencia similar a la que están comenzando trabajadoras de diferentes sectores en el Estado español. Raquel Sanz, trabajadora del hogar, participó en la primera asamblea virtual de la Red de Trabajadorxs precarixs “Somos limpiadoras, currantes de hostelería, jóvenes de Telepizza, sanitarias y muchas más. Se viene una crisis fuerte, y tenemos que enfrentarla más juntas y organizadas”.
Migraciones, trabajo de cuidados y reproducción social
Hace unos años, un equipo médico descubrió una enfermedad particular que aquejaba a cientos de mujeres en una clínica en Iasi, Rumania. Los síntomas eran fuertes dolores corporales, angustia, depresión, estrés e incluso alucinaciones. ¿Qué tenían en común esas mujeres? Todas habían trabajado como badanti (cuidadoras) en Italia por más de una década. Volvían rotas, habiendo perdido años de relaciones familiares y sociales. Los investigadores llamaron a ese malestar el “síndrome italiano”. Más de un millón y medio de trabajadoras del hogar ejercen como cuidadoras en Italia, en su mayoría rumanas, ucranianas y moldavas. Mientras en países como Italia se requieren cada vez más cuidadoras para las personas ancianas, en Rumanía las personas mayores están cuidando a sus nietos, para que sus hijas cuiden, por salarios miserables, a los abuelos de otros.
El ingreso masivo de mujeres al mundo laboral, junto con el recorte de los servicios sociales del Estado, provocaron el aumento de la demanda de mano de obra para los trabajos domésticos feminizados, los cuales se tercerizan como trabajo asalariado. Las migrantes se ocupan como trabajadoras del hogar, cuidadoras de niños y ancianos, limpiadoras, etc. Toma forma lo que se ha denominado una cadena global de cuidados y familias transnacionales, marcada por el racismo, las fronteras y la explotación.
Pero, aunque estos trabajos son esenciales para la reproducción social –y la reproducción capitalista–, siguen siendo desvalorizados, como si no fueran un trabajo, sino una tarea secundaria. Esta depreciación no solo es simbólica, sino muy concreta y material, ya que en muchos países el trabajo doméstico no se encuentra regido por la misma legislación laboral que ampara al resto de los trabajadores. Bajos salarios, falta de regulación, ausencia de derechos laborales básicos (vacaciones pagadas, bajas médicas, seguro de desempleo), despidos “fulminantes” por parte del empleador, horas extras no pagadas, pero también maltratos físicos y psicológicos, humillaciones y abusos sexuales, son parte de la experiencia de miles de trabajadoras domésticas en todo el planeta. La feminización y racialización de estos empleos no es casual, se trata de mecanismos de opresión que permiten redoblar la explotación.
En Estados Unidos, cuando en los años treinta se negociaron nuevas condiciones colectivas para la mayoría de los grupos laborales –en un pacto entre el gobierno, sindicatos y patronales–, quedaron por fuera de la nueva legislación el trabajo doméstico y los trabajos agrarios. Esto fue una concesión hacia los propietarios conservadores del sur del país, resabios de los tiempos de la esclavitud. Pero también resultaba funcional al pujante capitalismo moderno. Actualmente, en países como España, las trabajadoras del hogar siguen quedando por fuera del régimen general que establece las condiciones laborales de la mayoría de los trabajadores, lo que muestra los límites de clase de las modernas democracias occidentales.
Frente a estas formas de servidumbre moderna, las trabajadoras del hogar se están organizando y ofrecen resistencia. A ellas las puedes encontrar en una asamblea del 8M, organizando una campaña en solidaridad con los temporeros, exigiendo o asesorando a nuevas compañeras sobre cómo defenderse. Son indomables y no van a parar hasta conquistar lo que les corresponde. Así lo afirma Edith Espínola: “Está claro que hay trabajadoras de primera y trabajadoras de segunda. Pero a nosotras no nos valen los aplausos, no nos valen las menciones en el hemiciclo del Congreso, ni todas las ruedas de prensa, si nos siguen tratando con desprecio y con una desigualdad absoluta. Queremos derechos y los queremos ya”.
Su coraje y su voluntad de lucha me recuerdan una frase que escribieron hace tiempo otras luchadoras, que fundaron un periódico de mujeres trabajadoras e inmigrantes en Argentina a fines del siglo XIX, cuando empezaban las luchas de la clase obrera:
“Hastiadas ya de tanto y tanto llanto y miseria (…) hemos decidido levantar nuestra voz en el concierto social y exigir, exigir decimos, nuestra parte de placeres en el banquete de la vida”.