Decía Adorno que los residuos totalitarios naturalizados en las sociedades democráticas eran mucho más temibles que los grupúsculos neonazis. Entre tales residuos, cada vez menos residuales, acaso el más destacado sea el del control de las conductas a través de la vigilancia y la propaganda. Ni en sus mejores sueños, los oficiales de la Gestapo […]
Decía Adorno que los residuos totalitarios naturalizados en las sociedades democráticas eran mucho más temibles que los grupúsculos neonazis. Entre tales residuos, cada vez menos residuales, acaso el más destacado sea el del control de las conductas a través de la vigilancia y la propaganda. Ni en sus mejores sueños, los oficiales de la Gestapo acariciaron los medios de espionaje que, gracias a las revelaciones de John Snowden, sabemos que han sido utilizados por potencias de apariencia democrática. Tampoco Goebbels habría podido soñar con una integración mediática tan plena y global como la existente en la actualidad.
Expresión de la concentración oligopólica de las corporaciones propietarias, y muestra de que actúan al dictado de ciertas minorías, el discurso de los grandes medios, por prensa, radio y televisión, va tornándose cada vez más uniforme e interesado. Su capacidad para crear corrientes de opinión, para construir artificialmente problemas y polémicas, o para ocultar con eficacia asuntos de interés público, está, quizá, más engrasado que nunca. La democratización de la información a través de las redes sociales y los medios digitales ejerce, desde luego, un contrapoder del que antes no se disponía, pero su radio de alcance y su efectividad resultan aún inofensivos.
En España el problema parece de mayor gravedad que en el resto de países del entorno. A nadie pasa desapercibido el desfase existente entre la distribución ideológica que reflejan nuestras elecciones y la que se plasma en la prensa de papel, donde la derecha y la ultraderecha copan casi todas las páginas. Semejante desproporción no se explica por el ánimo de transmitir una información veraz, sino por el decidido propósito de la inoculación cultural y el adoctrinamiento político. Si alguien duda de estas impresiones manifiestas, los estudiosos han venido a concluir, con los datos por delante, que los medios españoles son los «menos creíbles» para sus ciudadanos de toda Europa, entre otros motivos por contar con uno de los mercados mediáticos menos plurales y más concentrados de todo el continente. La habilidad de los dueños de los medios radica, además, en que cualquier intento legislativo de desconcentración sería presentado como un intolerable ataque a la libertad de prensa. Mensaje, por cierto, que muchos comprarían.
Con estos antecedentes, la capacidad de nuestro mainstream mediático para inducir estados de ánimo generalizados es formidable. De ella hemos tenido buena prueba con su reacción ante el ascenso de Podemos. Ninguna agrupación política de radio estatal ha sufrido en España semejante campaña de acoso y difamación. Su intensidad ha sido directamente proporcional a los intereses que se veían amenazados con la ola morada, y, en este sentido, ha podido jugar a la contra de quienes la han promovido, pues en ocasiones ha resultado demasiado evidente el descaro y la persecución. Sin embargo, limadas las aristas más desvergonzadas, la campaña empieza a surtir efectos en su propósito de crear un clima difuso de opinión, de apariencia espontánea y de notable eficacia para inspirar juicios y reacciones políticas.
Percances como el de los titiriteros de Madrid, polémicas como la suscitada por la indumentaria de los reyes magos en la capital, o por el poema Mare Nostra de Dolors Miquel en Barcelona, resultan instrumentalizados para transmitir una imagen extremista de los gobiernos municipales del cambio. «Escándalos» como el de la gomina del alcalde de Zaragoza o los exabruptos de Victoria Rosell, diputada de Podemos, sirven para que vaya calando el mensaje de que, a la postre, estos nuevos políticos «son como los demás». Y apresuramientos como el de la equivocada rueda de prensa de Pablo Iglesias, en la que exigía entrar en un gobierno de coalición con él como vicepresidente, han permitido redondear la imagen pública de su partido como ávido de poder.
En la sociedad del espectáculo la subjetividad política viene construida en buena proporción por el rancho mediático que se consume. No se descubre nada al afirmarlo. Muchos ciudadanos son del partido que patrocina su periódico. La conciencia del dato ha llevado, con razón, a valorar el ámbito de la comunicación como palestra fundamental de la disputa política. Pero, desenvolviéndose en el contexto mediático vigente en España, bien puede afirmarse que tropiezos como los citados señalan, en negativo, el sentido en que las formaciones críticas deben tener en cuenta ese plano comunicativo. Esto es, no regalando el más mínimo argumento para su interesada y neutralizadora caricaturización.
Ahora bien, lo que encierra mayor interés, desde un punto de vista político, es comprobar cómo el taladro mediático va penetrando en la conciencia pública hasta sembrar comportamientos histéricos, juicios desproporcionados y rechazos viscerales.
No es extraño oír conversaciones en cafés o leer comentarios en medios digitales que convierten en auténtica causa de indignación y guerra los insignificantes resbalones culturales de los gobernantes progresistas. Tampoco es casual el contemplar en derredor acusaciones de corrupción como si el historial de Podemos fuese siquiera comparable, en esta cuestión, al del PSOE o al del PP. Y llama asimismo la atención cómo todos coinciden en señalar la desmedida y repelente ambición de Pablo Iglesias al querer controlar instancias centrales del poder estatal, mientras pasa completamente desapercibida la pretensión inadmisible del Partido Socialista de gobernar en solitario, aun contando prácticamente con los mismos votos que Podemos.
El problema, no obstante, va mucho más allá de los atentados contra la lógica y el raciocinio político cabal. El fenómeno, en última instancia, se explica por el encono artificialmente construido que se está consiguiendo propagar, por la indisposición puramente emocional que han conseguido sembrar en muchos ánimos y que conduce, por necesidad, a la confrontación agresiva y a la polarización social.
Su objetivo actual es el desgaste. Con la confianza de haberlo conseguido, es muy probable que tengamos nuevas elecciones que certifiquen el descenso. Pero su utilización proseguiría en el inesperado caso de que la trayectoria ascendente continúe, pues el propósito de base es que, todo lo atinente a Podemos, se coloque en el ámbito de las vísceras, todo lo referido a su actuación, degenere en un «contra ellos o contra el país», imposibilitando la ponderación sosegada y racional de las medidas propuestas y de las efectivamente realizadas. Se trata, en suma, de preparar un ambiente de colisión irracional que, en última instancia, haga complicado gobernar, no por atentar contra ciertos privilegios enquistados, que sería la razón real, sino por ser los gobernantes, solo en apariencia, unos corruptos, sectarios, ansiosos de poder, enfermos de soberbia y vendidos a oscuras potencias extranjeras.
Al ir allanándose el terreno hacia ese escenario, uno percibe con claridad que aquella división social que escindía a los países latinoamericanos de gobiernos progresistas, tan aireada por nuestros medios, era, sin embargo, su criatura más cuidada. Aquí nos encontramos solo en los primeros compases, pero los síntomas ya se encuentran a plena luz para quien los quiera ver. El rápido y siempre sugerente historiador Pablo Sánchez León acertaba así al indicar que la medicina que ciertos sectores de la prensa y la cultura oficiales empiezan a administrar contra el cambio de paradigma político consiste en una suerte de «venezuelización de la esfera pública». Es posible que les haya bastado con unas pocas dosis para, sumadas a las torpezas cometidas por los interesados, prevenir la propagación del virus; pero, en caso de no funcionar, no duden de que continuarán aplicándonos la misma vacuna. Y, en cumplimiento de su autoprofecía, convertirán a España en Venezuela.
Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Sevilla.
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