Perdura en nosotros la necesidad de demostrar que nos ajustamos al mandato de masculinidad, para lo cual son fundamentales los grupos de iguales y la apelación permanente a prácticas que avalan nuestra virilidad.
Llevo años trabajando con hombres jóvenes y no tan jóvenes en cuestiones relacionadas con igualdad, y muy especialmente en tratar de hacerles ver la conexión que existe entre la cultura machista y la violencia. La violencia en general y, de manera más singular, las que sufren las mujeres. En la mayoría de los casos siempre me he encontrado con una tendencia a enfocar esta realidad como si fuera algo externo a ellos, algo que les pasa a otros. Esos “otros”, no ellos, que son los machistas y no digamos los violentos. Salvo excepciones, les cuesta admitir que a diario todos reproducimos machismo y que hemos sido socializados de tal manera que nuestra identidad se ha construido sobre una cultura de dominio, de relevancia pública y de subjetividad y autonomía incontestables. Un paradigma que, a su vez, necesita del que concibe a las mujeres con un estatus inferior al nuestro, además de como permanentemente disponibles para satisfacer nuestros deseos y necesidades. Justamente esa relaciones jerárquicas, de poder, son las que el feminismo, con la ayuda de la herramienta crítica que supone el género, ha ido desvelando y sometiendo a crítica. Unas jerarquías sobre las que, no lo olvidemos, construimos unas democracias incompletas y unos sistemas constitucionales hechos a imagen y semejanza de los varones.
Lo expuesto no implica que todos los hombres seamos agresores sexuales o maltratadores de nuestras parejas, pero sí que todos llevamos en nuestro interior un largo y complejo proceso de socialización que nos ha preparado para sentirnos los dominantes y protagonistas, para normalizar el uso de la violencia, para negar la voz de aquellas a las que no estimamos equivalentes a nosotros y para sentirnos parte de una fratría que nos permite reafirmarnos en nuestras fantasías de omnipotencia. Bastaría con repasar, por ejemplo, los imaginarios colectivos que durante siglos han ido construyendo las referencias asimétricas que han definido el estatus de hombres y mujeres. Desde la mitología clásica a Instagram, pasando por el cine o por la obra de ilustres escritores, tenemos un larguísimo repertorio que avala eso que el feminismo ha identificado con la “cultura de la violación”, la cual, lejos de desaparecer, no ha hecho sino adquirir nuevas formas y ropajes en las sociedades “pornificadas” que habitamos.
Hemos sido educados pues en unos esquemas que han prorrogado y justificado no solo la subordinación de las mujeres sino también su deshumanización. O, lo que es lo mismo, su concepción como instrumentos de los que nos valemos para hacer reales nuestros sueños de grandeza o para dar rienda suelta a esa, según algunos, incontrolable fuerza animal que es nuestra sexualidad. Justamente la manifestación más extrema y contundente de cómo ser hombre implica con frecuencia convertirte en un depredador, tal y como por otra parte avalan los sistemas políticos y jurídicos surgidos de la racionalidad masculina.
En la actualidad, además, uno de los pocos escenarios en que muchos hombres siguen encontrando la posibilidad de ser dominantes y de seguir creyendo que la mujer con la que comparte intimidad no es un sujeto con deseos sino más bien un objeto de usar y tirar. Desde estas claves, es fácil desconectar éticamente de la mujer convertida en víctima y así lograr ese nivel de falta de responsabilidad que una parte importante de hombres evidencian con respecto a las violencias que sufre la mitad de la Humanidad. En el mejor de los casos, nos apuntamos a dinámicas paternalistas y proteccionistas que, de nuevo, nos sitúan a nosotros fuera del tablero. Piensen si no en cuántas advertencias de cuidado hacen los padres a sus hijas cuando salen de noche y las escasas que, me temo, reciben sus hijos con respecto a comportamientos abusivos en fiestas y alrededores. Es evidente, o debería serlo, que mientras ellas siguen sufriendo miedos en el espacio público, nosotros, como mínimo, estamos a salvo de sufrirlos. Esta diferencia, piénsenlo bien, colegas, es ya un privilegio del que no somos conscientes y que se suma a la larga lista que deriva de entenderlas a ellas como unas eternas menores de edad.
Del contexto descrito deberíamos extraer algunas lecciones sobre cómo estamos mirando el horrible caso de Dominique Pélicot. De entrada, la concepción de los agresores sexuales o en general de los hombres machistas como una suerte de monstruos, tal y como muchos medios por ejemplo lo han definido, desenfoca absolutamente la raíz del problema que no es individual sino colectiva. Los agresores sexuales suelen ser tipos absolutamente “normales” en sus vidas diarias, incluso reconocidos y queridos por la comunidad, tal y como por ejemplo hemos visto magníficamente retratado en la serie francesa “El caso del Sambre”.
Con carácter general no son seres tóxicos, ni tienen una patología que merezca una suerte de tratamiento médico, ni constituyen una suerte de excepciones raras en medio de un colectivo de ángeles. Son el producto más extremo de la cultura machista que todos compartimos y que habita en cada uno de los espacios en que desenvolvemos nuestras vidas. En algunos casos, ligeramente erosionada gracias a la fuerza transformadora del feminismo y en muchos hombres, claro, limitada o bien atada por la asunción ética del reconocimiento de las mujeres como seres equivalentes. Pero incluso en el caso de los más concienciados, yo el primero, son frecuentes los ejemplos de actitudes y comportamientos que, sin llegar al extremo de una agresión, evidencian nuestro lugar dominante y el espacio de lucha que sigue siendo la vida para la mayoría de las mujeres. Pensemos, por ejemplo, con cuanta frecuencia les negamos la voz o la autoridad, en cuántas intentamos quedar por encima porque somos los importantes o en de qué forma tan frecuente las reducimos a ese lugar de “seres para otros” que les niega capacidad de autodeterminación.
Ligado a lo anterior, perdura en nosotros la necesidad de demostrar que nos ajustamos al mandato de masculinidad, para lo cual son fundamentales los grupos de iguales y la apelación permanente a prácticas que avalan nuestra virilidad. Todo ello sumado a esos silencios, abrumadores silencios, con los que amparamos los comportamientos machistas de colegas a los que, incluso, con frecuencia, les reímos las gracias.
Debería ser para todos evidente que cuando hablamos de violencias tan brutales como las que representa una violación, el silencio, como nos ha mostrado también el caso de Avignon, es un ejercicio más de aval y casi me atrevería a decir de complicidad. O, como mínimo, pone de manifiesto que el #NotAllMen, convertido en pancarta de machos agraviados, se equivoca al no tener en cuenta que #YesAllMen, por acción u omisión, formamos parte de esa cadena brutal que constituye el machismo. En nuestras manos está pues romperla, hacer saltar por los aires los pactos – incluidos los no escritos – que sostienen nuestro poder y empezar a dar muestras de que la discriminación sistémica que sufren las mujeres, y no digamos las violencias ligadas a ella, nos interpelan en cuanto ciudadanos que, se supone, creemos en la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos. Situarnos en el lado del agravio es darle alas al machismo. Continuar en la comodidad del silencio es amparar que todo siga igual. Empezar por desmontar al machista que todos llevamos dentro es el primer paso para construir otro proyecto de humanidad.