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Si un día esto cae

Fuentes: Tinta Libre

En 1992 Julian Barnes publicó un libro extraordinario, El puercoespín, una historia de poco más de ciento cincuenta páginas en donde se abordaba la caída del comunismo en un país balcánico semejante a Bulgaria, aunque no idéntico. Anagrama lo tradujo en 1994 y más recientemente, en 2011, lo ha publicado Nevsky en su colección Perspectivas. […]

En 1992 Julian Barnes publicó un libro extraordinario, El puercoespín, una historia de poco más de ciento cincuenta páginas en donde se abordaba la caída del comunismo en un país balcánico semejante a Bulgaria, aunque no idéntico. Anagrama lo tradujo en 1994 y más recientemente, en 2011, lo ha publicado Nevsky en su colección Perspectivas. Barnes, sin dejar de ser Barnes en cuanto a su forma de enfocar los asuntos, abordaba muy pronto una cuestión que apenas había sido tratada desde la Europa del Oeste, ni lo sería después.

Un fiscal y el presidente de un país mantienen un duelo dialéctico y también de personalidades. Un grupo de jóvenes que mira el juicio en televisión hace las veces de coro con sus comentarios. Mediante los diálogos, tanto en el juicio como en encuentros personales, entre el fiscal y el ex-presidente, parte de los criterios y comportamientos que durante unas décadas guiaron el intento de construir un sistema diferente son, a su vez, enjuiciados. Se trata, como decía, de una novela corta, con otros propósitos además de ese duelo de argumentos. Es posible y lógico considerarlos insuficientes, considerar que el tema de ningún modo queda zanjado, pues al cabo ni siquiera parece que esa fuera la voluntad de Barnes. Su historia vendría a contarnos que juzgar requiere juzgar también las leyes y el lugar desde donde se juzga, y no siempre es fácil. Pero si he empezado hablando de ella es porque, al leerla, resulta casi inevitable preguntarse cómo sería un juicio a nuestro lugar, a nuestras reglas, a nuestros criterios y conductas vistos desde fuera ahora que estamos, parece, consiguiendo que ya no haya la posibilidad de un fuera, que todo sea capitalismo.

Intentamos continuamente juzgarnos desde el interior, alabar nuestros valores -esa manera economicista de designar a lo que consideramos bueno y menos bueno y malo y aún peor- y criticar lo que se entienden como desviaciones, falta de ética, etcétera. Pero cuesta hacer abstracción de nuestro lugar para verlo completo cuando seguimos dentro. Hay un subgénero cinematográfico que consiste en la puesta en cuestión y victoria final, no bélica sino cualitativa, de la especie humana. Suele tratar de ángeles o a extraterrestres que, por algún motivo, bajan a la Tierra. Tras varias peripecias quedan seducidos por la imperfección, la risa, el placer de los sentidos, y acaban prefiriendo la mortalidad frente a la supuesta perfección inmortal de sus planetas o sus cielos, donde todas las personas siempre son muy serias, llevan túnicas y hablan con voces monocordes. Lo que me llama la atención de estas películas es la incapacidad, o la falta de voluntad, para imaginar lo mejor. ¿Por qué túnicas? ¿Por qué voces monocordes? ¿Por qué no habrían de reírse y disfrutar de la vida las y los inmortales y mancharse los labios con una naranja y follar, y caer también, y sentir tristeza a veces? Entiendo que el género requiere la afirmación de la propia especie pero ¿por qué esa falta de alegría en las demás?

José Luis Pardo escribió un artículo en El País titulado «Padres e hijos» donde comentaba idea de la democracia que surgió con la Transición (esa mayúscula que hemos asumido, como se hace en otros países con la palabra Revolución). Y se preguntaba: «¿Quién los convencerá ahora -se refiere a los hijos y las hijas- de que no hay otra, de que la democracia no es incompatible con las estrecheces económicas, ni con la corrupción política, ni con la colusión entre poderes fácticos…?». En éste «no hay otra» confluirían el valor clave de nuestro tiempo y la consecuencia de que no haya un lugar desde donde mirarnos.

Sé que se me había pedido un texto sobre «la degradación ética de este país, sobre la crisis moral que ya lo invade todo». Sin embargo, la ética y la moral no pueden considerarse de forma aislada. No es que nos encontremos en un tobogán, hayamos empezado a bajar por él y, de repente, la velocidad quede fuera de control. El tobogán no estaba, el tobogán se hizo. Y se apoyó en esa idea: no hay otra posibilidad, lo único permitido son retoques, pequeños parches sin cambiar el motor del sistema: la explotación, la competitividad, la tasa de ganancia. Una idea labrada, hasta el momento, con violencia.

Recordemos la enumeración de Carlos Fernández Liria cuando cuenta cómo en todo el siglo xx no hubo un solo ejemplo de victoria electoral de quienes propugnaban salir de capitalismo que no fuera seguida de un golpe de Estado o de una interrupción violenta del orden democrático; ni un solo ejemplo en el que se mostrara que opciones comunistas o verdaderamente socialistas tenían derecho a ganar las elecciones, así: «Guatemala en 1944 y 1954, Indonesia en 1965, Brasil en 1964, Chile en 1973, Irán en 1953, Dominicana en 1963, Haití en 1990 y de nuevo en 2004, Nicaragua en 1990, Argelia en 1992, España en 1936». Con esta lista en la cabeza la expresión «no hay otra»» de Pardo y de tantas personas, cobra un oscuro sentido. En cuanto a las otras que sí han existido, las victorias revolucionarias, los primeros pasos dados hacia el socialismo en algunos países, no pueden por el momento ser analizadas pues hay palabras que lo anegan todo, y ya se hable del sistema de bibliotecas en la RDA o de la ausencia de paro en Bulgaria o de la educación en la URSS, la palabra gulag lo cubrirá todo, como si en esos otros intentos no hubiera, a diferencia de lo que ocurre en los nuestros, paso del tiempo, contradicciones, partes, virtudes, defectos, ataques, sino un único día de la marmota en que Stalin aprobó que se matara, no importa si lo que hacía era inclinar la balanza contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial o si lo que hacía era firmar sentencias injustas, no importa porque es cierto que en la Unión Soviética se juzgó y condenó a personas opositoras, muchas comunistas, y eso, al parecer, ha de impedirnos para siempre aprender sobre los intentos humanos de vivir según otros principios y en otra clase de organización.

La corrupción, la degradación que hoy nos escandaliza en España comenzó mucho antes. Victor Lenore cifra cierta clase de decadencia en los ochenta, cuando, dice «el rodillo político de la Transición impone los valores meritocráticos (igualdad de oportunidades en vez de igualdad a secas)». Los valores, cabe decir, capitalistas, pues la igualdad a secas, la que reconoce que la meritocracia partiendo de condiciones absolutamente diferentes es una trampa, sólo ha sido defendida y sólo se ha intentado poner en práctica, en medio de tensiones y dificultades, en proyectos revolucionarios. Uno de esos proyectos, Cuba, sorprende al mundo enviando trescientos profesionales sanitarios a los países africanos más afectados por el ébola. Trescientas personas son muchísimas cuando proceden de un país pequeño. Son muchas más aún cuando es el único país que ha hecho algo así. Y todavía hay que escuchar a quienes lo reprueban pues, aseguran, ese país lo hace por prestigio internacional. ¿Por qué entonces otros países más poderosos no buscan el mismo prestigio? Porque no les hace falta, se replicará, lo que viene a significar: porque no les importan los valores teóricos y bellos que dicen defender sino sólo los que no dicen pero en la práctica defienden. También se ha alegado que esos médicos y médicas preferirían no ir pero lo necesitan. Puede que alguna persona vaya sólo por necesidad, pero ¿las trescientas?, ¿y es que acaso no hay entre las millones de todo Occidente algunas que preferirían ir pero sucede que a ninguno -ninguno- de nuestros países les interesa organizarlas ni siquiera a la mitad y darles apoyo real? Pero, sobre todo, ¿nos atrevemos a tirar piedras cuando lo único que sabe ofrecer nuestro sistema son operativos militares y dinero?

La corrupción tiene que ver con el dinero como excedente. Y el dinero como excedente tiene que ver con haberse apropiado del trabajo ajeno. Cuando Bill Gates ofrece dinero para el ébola y ese resulta ser el gran gesto de todo un sistema de vida compartido por decenas de países, dinero, las sobras de lo acumulado, vemos hasta qué punto es débil nuestra civilización, hasta qué punto son pequeños y mezquinos nuestros principios. Sin embargo, no hablemos de heroísmo, no hablemos siquiera de la posible situación en que una organización de la vida diferente podría contribuir a que las mejores facultades de las personas llegaran a desarrollarse y las peores no tuvieran demasiado espacio para crecer. Hablemos sólo de lo que se supone es el pilar de nuestras sociedades, no la violencia, dicen, no esa cadena de golpes de Estado que atraviesa un siglo, sino los hermosos derechos humanos basados en palabras como libertad, justicia y paz, como no-discriminación, solidaridad, respeto, tolerancia. Ninguna de estas palabras es compatible con la corrupción, a no ser una paz mal entendida como sumisión y una tolerancia con la deshonestidad, pero no suelen usarse así las grandes palabras.

¿Qué sucede en una sociedad cuando son unas las afirmaciones y otros los actos? ¿Cuando hay que promulgar leyes de contratos del sector público porque se sobrentiende que pudiera ser que las administraciones no contratarán aquello que sea mejor para la ciudadanía sino aquello que reporte a ciertas personas mayores comisiones -aquello que sea, en definitiva, más rentable- y hay que protegerse de esta posibilidad que se considera lógica? ¿Qué sucede cuando hay que crear una rama del derecho, el laboral, para proteger a los empresarios de reclamaciones que si se hicieran en términos de justicia a secas, y no de justicia laboral, deberían haber colapsado los tribunales? ¿Qué cuando nociones como bien y mal caen bajo la única palabra real: eficaciaentendida como máximo beneficio; cuando la no discriminación asume el abuso de poder cometido durante siglos como punto de partida pues es una ventaja para el más fuerte; cuando hay que inventar disciplinas como la responsabilidad social corporativa pues se da por hecha la irresponsabilidad ya que la «contribución activa y voluntaria al mejoramiento social» no es lo normal, lo que cada empresa haría por lógica sino un añadido para mejorar su imagen de marca?

Cuando la corrupción forma parte de la lógica del sistema la cuestión decisiva sería explicar qué pasa con todos esos millones de personas que no se corrompen. Hay quien dice que no lo hacen porque no pueden, y quien piensa que no lo hacen porque aún creen, porque de verdad siguen creyendo en las palabras que nos vendió el capitalismo: libertad (para no tener techo, trabajo, asistencia sanitaria…), justicia (si puedes pagar las tasas, si tienes contactos, si tienes tiempo antes de que te echen o te maten, si…), respeto a la propiedad (si no es la propiedad pública), solidaridad (sólo con el fuerte que exige aliados para sus guerras y recompensas por no llevarse sus empresas a otro país), etcétera.

Sin embargo, hay también quienes piensan que esas personas, las que no se corrompen, dan señal de lo que no es utopía sino posibilidad, de lo que no es una naturaleza humana heroica ni angelical sino común. Dan señal de que si el sentido de nuestra sociedad no se hubiera puesto en extraer beneficio para después, pero sólo después, tal vez considerar algunas otros propósitos, entonces, podríamos vivir de otra manera. Y entonces, si un día esto cae, y llega un fiscal como el de El puercoespín y juzga lo que fuimos, tal vez no tuviéramos que responder a la pregunta de nuestra omisión: ¿por qué dejasteis el poder en manos de un mecanismo que lo invertía todo? ¿Por qué permitisteis que la primera exigencia ante cualquier proyecto no fuera saber si es bueno para la comunidad sino si es rentable para quienes van a ponerlo en marcha? ¿Por qué consentisteis que la corrupción no supusiera un salto cualitativo sino sólo cuantitativo en el camino de conseguir más? ¿Por qué creísteis a quienes os decían que intentar hacerlo de otro modo no era posible ni valía la pena? Por qué.

Texto publicado en Tinta Libre, número 18.