Ahora que hay un gobierno independentista en Catalunya ha vuelto a saltar a la palestra, con el regusto ya de lo viejo, el eterno fantasma de la gran coalición. Curiosamente, el veto de la CUP a la investidura de Mas y las eventuales elecciones catalanas animaban a Pedro Sánchez a forzar un pacto de izquierdas […]
Ahora que hay un gobierno independentista en Catalunya ha vuelto a saltar a la palestra, con el regusto ya de lo viejo, el eterno fantasma de la gran coalición. Curiosamente, el veto de la CUP a la investidura de Mas y las eventuales elecciones catalanas animaban a Pedro Sánchez a forzar un pacto de izquierdas con la evidente aspiración de llegar a la Moncloa, pero, en apenas unas horas, las cosas parecen haber cambiado mucho. El futuro de Pedro Sánchez vuelve a pender de un hilo, y el PSOE se representa un panorama de susto o muerte en el que tendrá que elegir entre lo malo y lo peor: elecciones anticipadas (crónica de una muerte inminente con posible agravante de aritmética parlamentaria) o gran coalición (crónica de una muerte anunciada). Merece la pena preguntarse, sin embargo, si tiene algún sentido que haya sido el propio PSOE el que haya elegido este escenario de asfixia negándose a reconocer la plurinacionalidad del Estado español y rechazando de raíz el derecho a decidir de quienes, en cierta medida, se sienten ya parte de una comunidad distinta. La línea roja que el partido se ha marcado debilita su programa social, le resta fortaleza y credibilidad, y le sitúa definitivamente en un pasado remoto con fecha de caducidad.
Más allá de los tactismos, los egos irreconciliables y otras decadencias que pudieran explicar esta posición, lo más preocupante es que buena parte del PSOE no haya entendido todavía que es imposible defender los derechos sociales, como pretende, obviando el elemento comunitario y democrático que los sustenta. Que una sociedad igualitaria, con derecho a la educación, la sanidad o la vivienda, es necesaria pero no es suficiente. Que no hay derechos sociales, sin derechos políticos, y no hay derechos políticos sin soberanía y sin autogobierno. Y que el autogobierno tiene mucho que ver con la identidad y el relato común. Vaya, que no se puede distribuir la riqueza sin hacer comunidad, y que para hacer comunidad es imprescindible conocer, en primer lugar, y respetar, después, lo que tal comunidad es, piensa y quiere. Como ya reconocía Marshall en su «Ciudadanía y clase social», los derechos sociales tienen un carácter comunitario que solo puede realizarse en el ejercicio de una democracia amplia e incluyente, y eso, amigos, en el terreno que nos ocupa, se llama, cuando menos, referéndum.
El tema es que hay que tener un concepto muy extraño de la justicia social para defenderla obviando el sentido de pertenencia a una u otra comunidad, porque la justicia social no se ocupa únicamente de la distribución sino que también ha de considerar y valorar los vínculos que garantizan y cultivan dicha pertenencia (como bien señala Sandel, la justicia no solo trata de la manera debida de distribuir las cosas, sino también de la manera debida de valorarlas).
En una sociedad realmente justa la gente no solo disfruta de un cierto bienestar, sino que puede razonar sobre el significado de lo que es y de lo que quiere ser, y, desde luego, puede tomar decisiones al respecto (creando, por supuesto, una cultura pública que acoja las discrepancias). De modo que garantizar la libertad de elección y los derechos sociales exige también estimular (y no impedir) una política de participación ciudadana y de cohesión social; fortalecer ese espacio en el que puedan discutirse nuestras ataduras, nuestros afectos, nuestras lealtades y nuestras convicciones, y en el que sea posible definir y redefinir nuestros bienes comunes. Y está claro que eso solo puede hacerse desde una comunidad «política» democráticamente organizada, en la que los factores endógenos, la identidad y el relato propio jueguen el papel que les corresponde.
En gran medida, haber asimilado esta idea ha sido la clave del éxito de ese municipalismo integrador, participativo y de vocación federativa que hoy ha saltado a la esfera nacional (ahí están las confluencias, con En Común Podem a la cabeza) y que aspira también a revertir la política autoritaria y austericida que se nos ha impuesto desde Europa. La nueva política, no hay duda, es la política del bien común, la que visualiza como un todo la lucha por los derechos sociales, la radicalización democrática y la descentralización, dándole a la gente la oportunidad de tomar decisiones, facilitando el encuentro y construyendo comunidad.
En fin, los derechos sociales tienen que concebirse como el fruto de una reflexión democrática, y esa reflexión no se da ni se puede dar en el vacío, sino que siempre está ligada a la adscripción, a ser parte de algo, de modo que consiste en interpretar la historia de nuestra vida personal en relación con la de los otros. Cuando cada uno de nosotros delibera acerca de lo que considera bueno reflexiona también sobre lo que es un bien para las comunidades a las que su identidad está ligada. Es más, la propia libertad individual, la autoconsciencia y la autoestima, solo pueden realizarse en una vida social que inspire un compromiso con el bien común. De otro modo, nuestra vida sería «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta «, como diría Hobbes, y cuando la vida es solo eso, es fácil que prendan fanatismos y conservadurismos de todo tipo en los que encuentren acomodo las propuestas políticas que nos empeñamos en marginar o silenciar.
No podemos seguir desvinculando derechos sociales, educación, sanidad, vivienda…de empoderamiento, autogobierno y radicalidad democrática. Entre otras cosas, porque si la ciudadanía democrática es embrionaria, como lo ha sido hasta ahora, si está eclipsada, atomizada y desorganizada, no podrá actuar de forma efectiva frente al asedio y los recortes de los grandes emporios económicos y la corrupción política.
No hay derechos sociales sin ciudadanía democrática, y no hay ciudadanía sin comunidad y autogobierno. A ver si nos enteramos.
Evidentemente, nada de esto tiene que ver con tonos patrióticos y sentimentalismos excluyentes; con naciones históricas o identidades en conflicto. Hablamos de un republicanismo político en el que el discurso público pueda ser ampliado y en el que no se utilice la legalidad para acallar la diferencia y el derecho a decidir. Hablamos, precisamente, de ese republicanismo que no ha conseguido interiorizar una buena parte del PSOE y que explica que sus contorsionismos federalistas y sus propuestas reformistas, ya de, por si, estrechas y limitadas, no generen adhesiones.
Hoy por hoy, el PSOE no parece haber entendido que bloquear los derechos sociales exige tomarse en serio las necesidades y las diferencias de cada comunidad, definidas, democráticamente, por la comunidad misma. Y hasta que no lo entienda, seguirá siendo un partido «viejuno», anclado en la cultura de la transición, que es la cultura de la idiocia; un Titanic vagando por el espacio sideral preso de su ciega soberbia, completamente fuera de la nueva política y de las imparables fuerzas del cambio. Lo cierto es que, les guste o no, sin el derecho a decidir no hay futuro para el PSOE.