Higinio Polo [HP] publicó en Mundo obrero, febrero de 2018, un artículo que merece lectura, estudio y comentario. Lo tituló: «El manifiesto: un latido de Marx». Su presentación y comentario es la finalidad de esta nota. Cuando Karl Marx escribe junto con Engels el Manifiesto del Partido Comunista (MC), en el lejano 1848, ni siquiera […]
Higinio Polo [HP] publicó en Mundo obrero, febrero de 2018, un artículo que merece lectura, estudio y comentario. Lo tituló: «El manifiesto: un latido de Marx». Su presentación y comentario es la finalidad de esta nota.
Cuando Karl Marx escribe junto con Engels el Manifiesto del Partido Comunista (MC), en el lejano 1848, ni siquiera ha cumplido treinta años, nos recuerda HP. Su amigo apenas veintisiete. Lo escriben por encargo de la Liga de los Comunistas, la ex la Liga de los Justos, «y ninguno podía imaginar que aquel folleto de apenas treinta páginas iba a convertirse en uno de los textos políticos más influyentes de la historia de la humanidad». Aunque no de manera inmediata.
Se publicó en alemán en febrero de 1848, «hace ahora ciento setenta años, en otro aniversario que se nos acumula al bicentenario del nacimiento de Marx», y, en opinión de HP, una opinión que es fácil y razonable compartir, «conserva su frescura, su actualidad, pese a los vertiginosos cambios en el mundo: el propio Marx escribió, veinticinco años después de su publicación, para la edición alemana de 1872, que algunos puntos deberían ser retocados debido al «desarrollo colosal de la gran industria en los últimos veinticinco años». Hemos hablado de ello en esta serie.
Hay numerosos ejemplos de esa frescura a la que alude HP. Un ejemplo (entre cientos posibles) del apartado II:
Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas. Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.
Se nos podrá decir, prosigue Marx
que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política, un derecho.
Además, se seguirá arguyendo, existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente todo el desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida esta acusación comenta Marx:
Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten diversas modalidades, según las épocas. Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no desaparezca radicalmente.
La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también más radical, con las ideas tradicionales.
Vuelvo al escrito de HP.
El manifiesto, señala, fue un texto de propaganda, de intervención política, un texto encargado por la Liga para reunir y resumir ideas, principios y finalidades, sin la profundidad de otras obras teóricas de Marx y Engels (por ejemplo y destacadamente de El capital), «pero mantiene su energía, pese a los anuncios de los sepultureros del comunismo, que esparcen el espanto de la resignación a la explotación y la injusticia: la sombra de Marx es alargada». Marx no es un perro muerto, desde luego que no; tampoco el marxismo.
HP nos recuerda que Engels, más de cuarenta años después de su publicación, en uno de sus prólogos que ya han sido comentados, escribió que el MC sigue siendo «el programa común de muchos millones de obreros de todos los países, desde Siberia hasta California». Más de un siglo después de las palabras engelsianas, señala HP, la proclama final del texto, el «¡Proletarios de todos los países, uníos!», nos acompaña y nos refuerza, aunque los altavoces académicos y los centros de pensamiento y elaboración burgueses despachen con suficiencia las ideas del texto de Marx y Engels».
Un pequeño matiz: con reconocimientos directos o indirectos en ocasiones y, además, malintencionados probablemente. Incluso un magnate como Warren Bufett cree que la lucha de clases no es ninguna invención marxiano-comunsta, que existe, que vertebra nuestras sociedades, y que es su clase la que hasta el momento está ganando. Por goleada. Por el momento por supuesto.
En idénticos términos se han expresado colaboradores del Financial Times. Nada menos. La consciencia de clase burguesa también existe.
Las aportaciones del MC siguen siendo relevantes en opinión de HP: «desde la noción de la historia humana como la historia de la lucha de clases, hasta la propuesta de abolición de la propiedad burguesa, pasando por el internacionalismo («los obreros no tienen patria»), y acabando en un escueto programa que contempla la expropiación de la propiedad territorial, impuestos progresivos, una banca y medios de transporte en manos del Estado, educación pública y gratuita, empresas estatales, así como la obligación universal de que todos trabajen, aboliendo el trabajo infantil en las fábricas·.
Es justo recordar ese programa al que alude HP (páginas finales del apartado II del MC: «Proletarios y comunistas»). Esas medidas, naturalmente señalan Marx y Engels, serán diferentes según los países «pero, en los países más avanzados podrán ser puestas en práctica casi en todas partes las siguientes medidas»:
1. Expropiación de la propiedad de la tierra y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.
2. Fuerte impuesto progresivo.
3. Abolición del derecho de herencia.
4. Confiscación de la fortuna de los emigrados y sediciosos
5. Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6. Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte.
7. Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8. Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9. Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.
10. Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.
Hoy, nos recuerda HP, ese afán, el señalado en el punto 10, «todavía no se ha conseguido: doscientos cincuenta millones de niños trabajan en el mundo, soportando la esclavitud, la trata, el trabajo forzoso por unas monedas, tareas domésticas e incluso el trabajo en las minas, labores peligrosas e insalubres, porque el capitalismo realmente existente en el mundo, dotado de la aureola de modernidad, sigue sometiendo a buena parte de la humanidad a una vida miserable». De hecho, como nos recordó Luciano Canfora [2], la primera ley sobre trabajo en las fábricas fue aprobada por la Cámara de los Comunes en 1833, apenas quince años antes del MC. Se prohibía por ley «trabajar en las fábricas a los niños menores de nueve años (¡excepto en las fábricas donde se tejía seda!) y para los mayores de nueve de fijó por ley un horario máximo de trabajo». La situación continuó durante décadas. En España, por ejemplo, en los años cincuenta del siglo pasado, mi hermana empezó a trabajar a los 12 años. Yo a los 13, dos meses antes de cumplir 14 años
Los laboratorios ideológicos del neoliberalismo, señala HP, nos vendieron que los «dividendos de la paz», tras el desmantelamiento de la URSS y de la Europa del Este, «traerían una nueva época de prosperidad, ligada al desarrollo científico y técnico, y que la robotización incluso iba a hacer menos necesarios a los trabajadores en las fábricas y empresas: la clase obrera iba a convertirse en un recuerdo del pasado». Sin embargo, ha disminuido ciertamente «la importancia del trabajo obrero mientras aumenta la importancia de la maquinaria, pero nunca ha habido en el mundo tantos millones de obreros industriales, y la prosperidad y la justicia siguen siendo un sueño de desposeídos».
Olvidadas las mentiras, «las ansias frenéticas de beneficios de empresarios sin escrúpulos, de alma esclavista, han llevado a una reducción generalizada de los salarios, han martirizado la vida, han convertido el futuro en un pozo negro de desdicha: en Estados Unidos ha pasado a ser un lugar común la idea de que los jóvenes vivirán peor que sus padres, y en Europa, el ataque despiadado a la existencia material de los trabajadores deja a la intemperie a millones». Muchos, lo sabemos bien, «ni siquiera pueden alquilar una vivienda, aunque tengan trabajo, y empieza a ser habitual el obrero precario, el trabajador temporal que debe alquilar una habitación porque ni siquiera puede pagar un pequeño apartamento». Se ha convertido en común, en vida cotidiana, en pan nuestro de cada día, «el joven que debe vivir en las grietas del sistema, por esa «flexibilización» del trabajo que no es más que el retorno a la indefensión obrera del pasado, a las décadas sombrías sin sindicatos, a la soledad proletaria ante las imposiciones del patrón. Han impuesto a los trabajadores el miedo al desempleo, a una vida sujeta al temor del mañana». A jóvenes y no tan jóvenes.
Oficiando de enterradores del movimiento comunista, prosigue HP, «los portavoces del capital recuerdan el colapso de la Unión Soviética (aunque ocultan la traición del bosque de Belavezha, y el golpe de Estado de Yeltsin en 1993), insisten en la desaparición de la clase obrera, lanzan interesadas profecías sobre el fin de la lucha de clases». La desaparición de la URSS y del «socialismo real» de los países del Este europeo «marcó el inicio de la revancha sobre los trabajadores, el comienzo de la liquidación de muchas conquistas y derechos, un nuevo programa de dominación imperialista». Lo vivimos en nuestras carnes. La ofensiva del capital es continua, ininterrumpida. Una contrarrevolución permanente… y sin piedad.
El lenguaje falsario del capitalismo, nos advierte HP, se disfraza «ahora de «economía colaborativa», de «flexibilidad laboral», de nuevas formas de trabajo, pero sus mentiras apenas esconden la vieja jerga de la explotación humana». Acrecentada. Pagan salarios miserables de manera creciente, fuerzan la transfusión de los escasos recursos de las familias hacia los patrones del sistema por la vía de las hipotecas, aumento de impuestos a las rentas bajas y medias y disminución impía de las rentas altas, la reducción de garantías sociales, las privatizaciones parciales (totales en algunos países y en algunos sectores esenciales) de la sanidad y la enseñanza, «además de la especulación desenfrenada de todo tipo de necesidades sociales». El vampiro capitalista, observa HP, «profundiza en el ataque a los sindicatos, a su capacidad para negociar, imponiendo salarios que están en el límite de la subsistencia, como si estuviésemos en las sucias fábricas victorianas del siglo XIX».
Efectivamente, regreso al pasado, liquidación, aniquilación o fuerte disminución de las conquistas y derechos obreros. El futuro no es lo que soñamos, no es por lo que peleamos.
No sólo eso señala HP. «Mientras se reducen los salarios en buena parte de los países capitalistas, y el sistema actúa sin freno, especulando con la vida y los recursos del planeta, poniendo en riesgo el futuro, los trabajadores parecen perdidos en la áspera y solitaria modernidad, atrapados en espejismos nacionalistas y en efímeras organizaciones vagamente progresistas, como si no necesitásemos impugnar de raíz el capitalismo». Por el contrario, «los trabajadores precisan de sindicatos fuertes, necesitan partidos comunistas, porque generando crisis tras crisis, el capitalismo lleva en sus entrañas la explotación y la infamia, la destrucción», aunque, nos recuerda el colaborador de El Viejo Topo, «no podamos celebrarlo porque una de las hipótesis de futuro es que se destruya a sí mismo, aniquilando también la vida en el planeta».
Aunque el MC pecase de optimismo sin prever la capacidad de supervivencia del capitalismo, prosigue HPr, «sigue teniendo una evidente actualidad». Pese a que los mecanismos de explotación capitalista se han sofisticado y los instrumentos de dominación cultural han hecho creer a legiones de trabajadores que su lugar está con quienes les explotan, «las páginas de Marx y Engels siguen siendo imprescindibles». Hoy, no se olvida HP de ello, «además, añadimos a las propuestas del manifiesto la cuestión central del feminismo, y el riesgo de quiebra ecológica, desde una perspectiva más planetaria, ya no centrada en Europa como en los años de Marx». Si el movimiento comunista, la lucha por el socialismo, ha sufrido dolorosas derrotas que no olvidamos, «no es menos cierto que el capitalismo no sólo sigue mostrándose incapaz de asegurar un porvenir digno para la humanidad sino que amenaza con destruir el planeta». Todos los derechos de los trabajadores, todas las conquistas democráticas, todos los logros en el camino de la igualdad de las mujeres, señala con énfasis HP, «nacieron de la lucha obrera, donde las mujeres desempeñaron un papel fundamental, con frecuencia olvidado» (por ejemplo, en la revolución de octubre). Nacieron del impulso «de la revolución bolchevique, de la fortaleza conseguida tras la victoria sobre el fascismo en 1945, que trajo también el fin de la ignominia colonialista».
Doscientos años después del nacimiento de Marx, y ciento setenta del MC, nos recuerda HP, «sabemos que esas páginas pusieron en el centro de todas las miradas la evidencia de la explotación, marcaron un impulso por la justicia que está en el origen de los cambios en el mundo contemporáneo, señalaron una sorprendente previsión para prever la evolución del capitalismo, y para combatir la apatía de quienes, en palabras de Brecht, «viendo acercarse ya las escuadrillas de bombarderos del capitalismo» se resignan». Ahí está el MC, en cada gesto digno, en cada rebeldía obrera y popular. «Por eso, sin duda, Gabriel Péri, comunista francés fusilado por los nazis [en 1941, Camus fue testigo de su ejecución], recordaba, en la víspera de su asesinato, las palabras de Paul Vaillant-Couturier [uno de los fundadores del PC francés]: el comunismo es la juventud del mundo», aunque actos y momentos de barbarie se hayan podido construir y abonar en su nombre. Como ha ocurrido, históricamente, con otras tradiciones políticas y emancipatorias.
Veamos los aciertos y desaciertos del MC en nuestra última aproximación a este texto que hablaba de un nuevo espectro de recorría las ciudades y países europeos.
Notas:
1) http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=7785
2) Luciano Canfora, La democracia. Historia de una ideología, Barcelona, Editorial Crítica, 2004, p. 87.
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