Hace unos días durante una tertulia de terraza veraniega, un conocido criticaba a los catalanes por llevarnos a una guerra con su afán separatista. Me consta que ese amigo no es un fascista defensor de la unidad de la patria, sino una persona de talante liberal simpatizante con las posiciones sociales progresistas; estaba expresando, por […]
Hace unos días durante una tertulia de terraza veraniega, un conocido criticaba a los catalanes por llevarnos a una guerra con su afán separatista. Me consta que ese amigo no es un fascista defensor de la unidad de la patria, sino una persona de talante liberal simpatizante con las posiciones sociales progresistas; estaba expresando, por tanto, un punto de vista más o menos generalizado en la opinión pública española, según la cual el separatismo catalán tiende a dificultar la salida de la crisis social que atravesamos, agrava y no resuelve los problemas de la sociedad española. Lo alarmante en ese planteamiento es que se vuelva cada vez más agresivo, según el argumento de que la secesión catalana ‘nos lleva a una guerra’ -civil evidentemente-; lo que expresa una inquietud plausible a tenor de la experiencia histórica tanto pasada como reciente, que incluye al mismo tiempo las connotaciones integristas de una cultura española teñida de intolerancia y autoritarismo.
En el trasfondo de esa argumentación subyace el miedo a la reacción de las clases dominantes españolas; el mismo terror a la violencia genocida del ejército y las mesnadas fascistas, que paralizó a las clases populares en la transición desde la dictadura franquista a la monarquía liberal y en los primeros años del periodo constitucional. Pero también anida aquí un anticatalanismo de raíces históricas, ampliamente extendido entre la población española y exacerbado por la política del Estado español. El uso de ese fantasma sirve para desviar la atención del asunto principal -la corrupción de las elites gobernantes impide resolver los problemas actuales del país-, tapando las vergüenzas de la monarquía liberal. Se quiere echar la culpa de la actual crisis política a los separatistas catalanes, dirigidos por los intereses de una burguesía oportunista y corrupta. El anticatalanismo se convierte así en el taparrabos de la monarquía liberal española y sus políticos incapaces y oportunistas.
Se hace necesario desmontar esa extendida falacia, pues nos puede llevar a confusiones ideológicas graves para la convivencia entre los pueblos y los ciudadanos que habitamos la península ibérica. No sería la primera vez.
En primer lugar, el secesionismo catalán es una consecuencia y no la causa de la crisis económica y política del Estado español, una crisis causada por la mala gestión económica de los gobiernos españoles en las últimas décadas -incluidos los gobiernos catalanes-. El crecimiento del independentismo entre los catalanes ha venido impulsado por la crisis económica y la pésima gestión que ha realizado el gobierno español en los últimos años, tanto la izquierda liberal del PSOE, como la derecha liberal del PP. A mí me parece tan clara esta verdad, que no entiendo cómo se puede pensar de otra manera -a menos que la explicación resida en los prejuicios ideológicos que obnubilan la mentalidad española-. El separatismo nace de la constatación de la incapacidad del Estado español, corrompido hasta la médula, para ofrecer una salida consistente a la quiebra de la economía liberal. Y el pueblo catalán está buscando a través de su separación una salida democrática y republicana al fracaso del neoliberalismo.
El secesionismo puede ser la solución a esa crisis o no, dependerá de varios factores: unos a priori, el modelo de Estado que se quiera conseguir, y otros a posteriori, la capacidad de los catalanes para autogobernarse, unida al respeto y la tolerancia de los españoles hacia la diversidad y la voluntad colectiva democráticamente expresada. Claro que esto último todavía está por demostrarse; pues los españoles se muestran muy comprensivos y tolerantes con los defectos de las oligarquías dominantes -en parte, como decimos, por el terror subyacente a su dominación-, pero bastante menos con los vecinos. Como muestra la reacción ante el referéndum catalán, la creencia de que la solución racional de los problemas de nuestra sociedad vendrá del debate público y la expresión democrática de la voluntad colectiva, no está en la mentalidad de esa oligarquía -y tampoco abunda en la conciencia de las clases subalternas-. ¿Quién puede temer un referéndum sino los oligarcas que quieren escapar del control público del poder político?
No son votaciones ni debates lo que sobra: no es el referéndum del 1 de octubre lo que sobra, ni el debate que ha despertado en la sociedad española, sino que hace falta mucho más debate público y más votaciones para resolver los problemas de decisión política en el Estado español y controlar el poder político, que se encuentra hora en manos de personajes que se merecen el calificativo de mafiosos. El 15M, que empezó por el buen camino, debía habernos llevado a un proceso constitucional, que reformara el Estado haciendo posible la convivencia en justicia y libertad; pero ese proceso político se ha detenido. Mucho me temo que la movilización social de los últimos años se quede en un pacto entre el PSOE y Podemos para poner al día el Estado monárquico liberal, amnistiando de paso los delitos económicos de la oligarquía. Cambiar para que nada cambie -según el lema gatopardiano-.
En segundo lugar, el separatismo no está alimentado hoy en día por la burguesía catalana; es cierto que esa burguesía ha manipulado el sentimiento catalanista en las últimas décadas, pero estos años de crisis estamos viviendo una realidad histórica completamente cambiada, donde el pueblo catalán está tomando la palabra. No se puede ignorar la auténtica realidad de la sociedad catalana, su rico tejido social de voluntariado y asociacionismo, su capacidad crítica y su trayectoria histórica progresista. Los millones de votos en los referéndums por la independencia y los millones de manifestantes por el derecho a decidir, el 80% de los votos en el Parlament apoyando el Estatut ilegalizado por el Tribunal Constitucional, los resultados electorales claramente escorados a la izquierda respecto de las Cortes españolas, etc., no son solo el resultado de una manipulación de la opinión pública por la burguesía catalana, sino una búsqueda popular y democrática para refundar el pacto social.
En tercer lugar, el derecho de autodeterminación ha sido profusamente usado en Europa en las últimas décadas, como instrumento del poder hegemónico -la OTAN al servicio de la oligarquía mundial- para reconfigurar el orden político internacional según sus intereses: por ejemplo, el desmantelamiento de la URSS o de Yugoslavia. Hay aquí una interesante paradoja histórico-política: esos países desmantelados reconocían el derecho de autodeterminación a sus pueblos, y sin embargo fueron tachados de dictaduras no democráticas según la ideología dominante entre las potencias liberales. De ahí se saca una curiosa conclusión: los países democráticos -leo en un reciente artículo publicado en Rebelión- no reconocen el derecho de autodeterminación. Las ‘dictaduras autoritarias’ del Este europeo se convirtieron en ‘Estados democráticos’ por el ejercicio del derecho de autodeterminación -manipulado en la mayoría de los casos-, pero una vez alcanzado el estatus de democracias homologadas se debe bloquear el uso de ese derecho. Pues el derecho en pura teoría liberal es una cuestión individual y no colectiva -no se reconoce el estatus de sujeto colectivo excepto a las empresas capitalistas, que sí tienen derechos-. Paradojas del pensamiento y la sociedad liberales: el exceso de poder popular va contra la democracia -una nueva versión de la ingobernabilidad de las democracias y el final de la historia-.
Tal vez sea porque los poderes fácticos al servicio de la oligarquía dominante han manipulado tantos referéndums en los últimos lustros, que sus ideólogos no dejen de gritar contra el derecho de autodeterminación como una maniobra política manipuladora. Del mismo modo, no se reconoce el referéndum de Crimea -una votación limpia y clara con más del 90% de los votos a favor de la secesión de Ucrania-, porque va contra sus intereses estratégicos. El problema del derecho -dentro del contexto histórico del imperialismo capitalista- es que necesita una fuerza de coacción para que pueda ser efectivo; lejos de ser el resultado del contrato social entre los ciudadanos, es la gracia otorgada por el poder autoritario. En el hobbesiano capitalismo tardío, el derecho está al servicio de la fuerza, y no al revés como habría de ser en buen sentido común. Así como los derechos humanos no existen para millones de personas y se dejan en suspenso según los intereses del imperialismo -estado de excepción-, así tampoco el derecho de autodeterminación tiene carácter universal, su aplicación y legitimidad dependen del permiso de la oligarquía gobernante.
En cuarto lugar, el problema de las nacionalidades tiene hondas raíces históricas en el Estado español, no es una invención de última hora. Es una desgracia que la izquierda esté dividida, y que una de las fuentes de la división sea precisamente el secesionismo catalán, pero eso mismo sucedió en la guerra civil y fue una de las causas de la derrota de la II República. Las jornadas de mayo del 37 en Barcelona son enfocadas generalmente como un enfrentamiento de los anarquistas y los comunistas de izquierda con los estalinistas y el gobierno del Frente Popular; pero fueron también una sangrienta refriega entre una concepción confederal o federal de los pueblos peninsulares y una visión centralista del Estado español, con el trasfondo del debate entre el modelo liberal y el republicano del orden social.
Andreu Nin -uno de los revolucionarios más señalados del siglo XX, secretario de la Internacional Sindical dentro de la III Internacional, fundador de los partidos comunistas de América Latina, secretario personal de León Trotski-, estableció el ejercicio del derecho de autodeterminación de las nacionalidades periféricas como táctica para desmantelar el Estado liberal español y avanzar hacia una confederación de repúblicas de trabajadores en la península ibérica. Esa fue la política que impulsó la izquierda comunista encuadrada en el POUM para hacer avanzar la transformación social; de hecho en Barcelona hubo una revolución proletaria en julio del 36, que puso el poder político en manos de la clase obrera catalana. Sin embargo, la revolución no se consolidó, el poder central madrileño desmanteló el incipiente poder obrero, el POUM fue disuelto y Andreu Nin murió torturado por los agentes soviéticos.
No se trata, pues, de un debate de última hora. Y sobre la base de esa experiencia quisiera plantear la cuestión de si se puede ser republicano y español al mismo tiempo. ¿No es, en efecto, España un proyecto imperialista desde sus propios orígenes y por tanto incompatible con una concepción republicana de la vida social? ¿No está unido el concepto de España a la monarquía imperialista, primero autoritaria con los Austrias, ilustrada después y finalmente liberal con los Borbones? Republicano español, casi me parece un oxímoron, una contradicción en los términos; es la línea del Partido Comunista de España, estalinista hasta la médula y aliado a la pequeña burguesía masónica y progresista de Izquierda Republicana -burguesía al fin y al cabo-. Frente a este gobierno centralista, el proletariado catalán hizo una revolución el 19 de julio de 1936, comparable en su grandeza a la Comuna de París; y fue el gobierno republicano de Madrid el encargado de ahogar esa revolución en las jornadas del 37 -acción coordinada por los servicios secretos soviéticos-. Del mismo modo que Eisenstein proyectó la figura de Stalin en Iván el Terrible, se podrían proyectar a los torturadores estalinistas de la época sobre la figura del inquisidor Torquemada y sus terribles acólitos. Puede que las gentes de izquierda no estemos de acuerdo en la táctica de la revolución, pero acabar las discusiones a tiros no es la mejor solución -olvidar o desconocer esa historia nos llevará a repetirla-. Y mal camino llevamos, si repetimos la historia de siempre.
Dada la estolidez de la cultura española, sería preferible romper esas estructuras anquilosadas que los españoles hemos heredado de una historia demasiado vergonzosa. No fue glorioso el Alzamiento Nacional, no fue heroica la conquista de América, no fue justa la Reconquista y sus secuelas en los Tribunales de la Inquisición, no fue necesaria la esclavitud de los africanos, etc. La Transición del 78 no fue un modelo de inteligencia y convivencia, y nos legó una democracia trufada de fascismo y de poca calidad. Por eso saludo la voluntad de los catalanes de romper con esa historia, historia que no es más que un cuento de viejas para ingenuos bien pensantes -del mismo modo que fue saludable la rebeldía vasca en los años aquellos de la Transición-.
En quinto lugar, se subraya que la clase obrera en Cataluña, compuesta por emigrantes españoles o sus descendientes, no comparte la identidad catalana, lo que se presenta como prueba del carácter burgués del catalanismo. Es claro que la estructura de clases, la composición de las clases y la conciencia de clase en Cataluña han cambiado a lo largo del último siglo, como han cambiado en Francia o en cualquier otro país del mundo. Tanto han cambiado que nos encontramos con trabajadores que votan programas de extrema derecha en todos los países más desarrollados -como hizo la desesperada clase obrera alemana en 1933-. Ya Lenin advirtió esos fenómenos en su teoría del imperialismo, y ahí está perfectamente explicado por qué ocurren: la clase obrera en los países imperialistas se aprovecha de la plusvalía obtenida por sus capitalistas explotando los países colonizados. La clase obrera y los progresistas que votan al PSOE, han ignorado los crímenes de guerra que la OTAN no ha dejado de cometer continuamente en las últimas décadas. De ahí a votar a la extrema derecha hay un paso que muchos trabajadores no han dudado en dar. Precisamente que la clase obrera española en Cataluña haya podido votar masivamente a un partido como Ciudadanos en las elecciones autonómicas, no es una prueba a favor del españolismo, sino una advertencia acerca de la debilidad de la conciencia de clase en el proletariado europeo, incluido el español.
En sexto lugar, no ignoro las razones para rechazar la separación de Cataluña del resto del Estado español, fundamentalmente de tipo económico -los costos de la desconexión-, pero hay que subrayar que en muchas ocasiones el debate es conducido por los españoles sobre la base de prejuicios estereotipados y recursos emocionales con poco contenido racional. Pues el Estado español está carcomido por la corrupción, y al mismo tiempo que los oligarcas y sus secuaces roban el patrimonio público, están arruinando las posibilidades de vida de los más pobres. Todo ello adobado con el incremento de la represión que el ‘Estado democrático’ ejerce sobre los ciudadanos. Tal eso explique el posicionamiento del SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores) a favor del 1 de octubre en Cataluña.
Cualquier persona con sensibilidad social se da cuenta de que la injusticia actual, que a largo plazo generará conflictos y desequilibrios con grave daño para la convivencia futura entre los ciudadanos de nuestros países peninsulares. Desgraciadamente la propiedad privada embota esa necesaria sensibilidad social y vemos cómo la población sigue votando a los estafadores que nos roban, sin darse cuenta de lo que hacen. Pues la cuestión de cómo cambiar este Estado y hacer posible la necesaria transformación de las estructuras sociales hubiera debido resolverse mediante un ‘proceso constituyente’, que nos dotaría de una nueva estructura legal capaz de garantizar la paz y el equilibrio sociales. Pero esa propuesta que nació del 15M murió sin haber apenas nacido.
A estas alturas de la historia, la mayoría de los ciudadanos españoles se conformaría con un gobierno de izquierdas PSOE-Podemos que pusiera un poco de orden en la Hacienda pública y la contabilidad nacional, como están haciendo en los ayuntamientos de Madrid, Barcelona, Coruña, Cádiz, Vigo, etc. Y esto llegará, sin duda, como llegó el cambio democrático en la Transición del 1978, porque es una necesidad histórica. La Amnistía fiscal perdonará los delitos económicos, como la Amnistía total perdonó los crímenes franquistas, y borrón y cuenta nueva. Nuestros ideólogos podrán seguir elaborando la leyenda rosa de la monarquía española y la grandeza de la Patria y sus ángeles custodios, y el pueblo con sus creencias y supersticiones medievales en vírgenes y santos. Aquí haya paz y haya gloria.
Por tanto, hay una salida liberal a la crisis, que podría ser comandada por la socialdemocracia europea regenerada, a partir de los últimos movimientos políticos -ejemplos no faltan: Portugal, Inglaterra, EE.UU., Francia, etc. Pero eso no es una solución socialista de la crisis, no juguemos con las palabras, confundir los términos no resolverá los problemas -y la prueba más palpable nos la proporciona la historia del dogmatismo estalinista-. Sin embargo, esto puede ser insatisfactorio para gentes con un mínimo de sentido crítico y conciencia histórica, que aspiramos a reorientar la historia en dirección socialista mediante un Estado republicano de verdad; es decir gobernado según los intereses de los trabajadores y por los propios trabajadores. Y dados los antecedentes de nuestra historia, esto solo parece posible como Confederación de Repúblicas Ibéricas. Y digo Confederación porque Portugal también debe entrar en nuestras cuentas.
Los ideales y los proyectos políticos también tienen su papel en la historia. Pero tomarlos en cuenta tiene exigencias éticas y morales, adoptar un compromiso republicano orientado hacia el socialismo, contrario a la concepción liberal-capitalista. La ideología dominante ha vaciado el contenido de la palabra República de su significado político, y la confusión de tantas gentes progresistas consiste en no distinguir entre el liberalismo burgués y el republicanismo plebeyo -la dictadura del proletariado en términos marxistas clásicos-. Así que hay un falso secesionismo liberal que juega con los sentimientos del pueblo catalán para presionar a su favor en la pugna política. Pero hay un republicanismo que considera que la única manera de avanzar en este país hacia una sociedad justa es romper con la monarquía y el Estado español; y para ello sirve el derecho de autodeterminación.
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