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Sobre el uso del término «español»

Fuentes: Rebelión

No quisiera levantar ninguna polémica en los alrededores de la muerte de Santi Brouard, por quien siento el máximo respeto político y humano y sobre cuya trágica muerte sólo cabe pensar en un asesinato de Estado, nada mecánico ni inexorable, un acto terrorista que debe figurar en el haber ocultado de algún servicio de las […]

No quisiera levantar ninguna polémica en los alrededores de la muerte de Santi Brouard, por quien siento el máximo respeto político y humano y sobre cuya trágica muerte sólo cabe pensar en un asesinato de Estado, nada mecánico ni inexorable, un acto terrorista que debe figurar en el haber ocultado de algún servicio de las cloacas estatales y que debió contar con la aquiescencia, o cuanto menos pasividad, de los máximas instituciones políticas del Estado y, desde luego, del gobierno central.

Quiero, eso sí, hacer referencia a un paso del artículo que Mikel Arizaleta publicó el 18 de noviembre en Rebelión sobre el asesinato del pediatra vasco [1], sin entrar en otras consideraciones sobre las relaciones entre el Estado, el gobierno y los partidos políticos. Escribe Mikel Arizaleta: «[…] Bodas de plata del asesinato de un independentista vasco. Y bodas de plata de un silencio colaborador, encubridor y de guerra por parte del aparato represivo y judicial. El español…» Continúa luego señalando que entre nosotros (entiendo: entre la ciudadanía vasca) «el asesinato, las desapariciones, la tortura y los malos tratos cuentan desde años con cómplices sin los cuales serían inviables». En sus alrededores se teje una red de silencio y mentira e incluso de impunidad, prosigue Arizaleta, porque «en el estado español se ampara al verdugo y se trata de deslegitimar la denuncia de la víctima, imposible sin la colaboración activa del aparato judicial».

Me centro en el uso de esa expresión «Lo español», escrita, destacadamente, entre punto seguido y punto seguido.

Algunos ciudadanos que habitamos en este territorio que, muy prudente y sabiamente, Salvador Espriu llamaba Sefarad, no logramos identificarnos con una determinada nacionalidad o comunidad étnica. Ni lo logramos ni nos esforzamos. No nos sale. Ni nos sentimos catalanes, ni nos sentimos españoles, ni nos sentimos europeos, ni tampoco, sin más matices, nos sentimos ciudadanos del mundo. Nos sentimos, eso sí, miembros de un colectivo y de una tradición enrojecida, cuyas tragedias y barbaries no deseamos cubrir con ningún velo ni ensayar ceguera alguna, pero que tiene en nuestra opinión páginas que fueran imborrables y que lo siguen siendo. De lo mejor que nos ha pasado, de lo mejor que ha pasado. Por ejemplo, la generosidad inconmensurable de los y las brigadistas internacionales, el ejemplo imperecedero de los republicanos españoles luchando en la segunda guerra y muriendo en campos de exterminio, la inmensa solidaridad de tantos y tantos ciudadanos empobrecidos del mundo con el descomunal exilio republicano o, por cambiar de ubicación, pensamos casi sin respiración en el ejemplo de un guerrillero argentino que estudió Medicina o en el de otro médico que pagó con su vida su permanencia en un Palacio abierto, esta vez sí, a la ciudadanía chilena que había vivido siglos y siglos en los márgenes, el lugar donde suelen residir las clases subalternas, que diría Raimon. Ésta es, escribo la palabra con temblor y algo de miedo, nuestra Patria. No tenemos otra ni queremos otra.

Elemental querido Friedrich, elemental querido Karl.

Podemos entender, eso sí, que haya ciudadanos que se sientan vascos, catalanes o españoles como signo o vértice central destacado de su identidad. No hay problemas aquí. Pero, por ello, usar «lo español» como signo de represión o fascismo puede dar pie a malentendidos innecesarios y a distanciamientos poco afables. Desde luego que la historia de eso que suele llamarse «España» está llena de canalladas y barbaridades. Entre ellas, el maltrato a la ciudadanía de comunidades con lengua y cultura singular. No es cualquier cosa que a una persona le prohíban la lengua, extiendan sobre ella oprobio y maledicencia o la maltraten o persigan por su uso. Es un acto de barbarie, otro más.

Pero algunos pensamos y sentimos que es posible concebir un tradición, aquí, en esto que podemos llamar Sefarad para entendernos mejor, en la que quepa, respetuosamente, Aresti, Castelao, Papasseit, Mikel Laboa, Cernuda, Zambrano, García Lorca, Hernández y Sacristán. Éste es un proyecto que no provoca vómitos de sangre. Lo español no es fascista por definición. El fascismo, desgraciadamente, es una moneda que se acuña en muchas comunidades humanas y, puestos en ello, no habría que olvidar, ni debería olvidarse, la heroicidad antifascista de millones y millones de ciudadanos que se consideraron o sintieron españoles, ciudadanos, muchos de ellos campesinos o trabajadores industriales, pero también médicos, poetas o profesores, que muchos que no nos sentimos españoles no podemos ni queremos dejar de admirar. Nos va lo esencial de nuestra vida en ello.

Por lo demás, y por apuntar a un asunto político que suele estar detrás de estas aproximaciones, algunos ciudadanos abogamos por el ejercicio del derecho de autodeterminación de las comunidades que así lo estimen, sin que se nos oculten los peligros de manipulación que su ejercicio práctico puede (insisto: puede) conllevar. Pero no queremos ocultar tampoco que en el ejercicio de ese derecho votaríamos en contra de la independencia, por ejemplo, de Catalunya, porque no acabamos de ver qué ganaría la causa de la emancipación de los pueblos con la construcción de un nuevo Estado alejado de otras comunidades humanas con tantos lazos e historia (trágica sin duda) en común, y porque pensamos, además, que es posible, que sigue siendo posible, un Estado republicano, la III República de Sefarad, federal, confederal o como quiera adjetivarse, que permita que convivan armoniosamente los diversos pueblos y culturas de esta tierra en la que nacieron o vivieron Ibárruri, Santi Brouard, Puig Antich, Durruti, Nin y Grimau.

¿No merece apostar por ella una finalidad que cuenta con ese bagaje de resistencia, solidaridad y lucha?

Nota:

[1] Mikel Arizaleta, «Bodas de plata de un asesinato». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=95475

Rebelión ha publicado este artículo con autorización del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.