I «Camaradas, si no he percibido mal, en la intervención del camarada Luis había un elemento de sorpresa que yo también comparto, y es que en bastante de nosotros se nota bastante inquietud ante el problema nacional. Uno puede sentirse sorprendido, sin querer ignorar las dificultades, por el hecho de que nuestra doctrina de las […]
I
«Camaradas, si no he percibido mal, en la intervención del camarada Luis había un elemento de sorpresa que yo también comparto, y es que en bastante de nosotros se nota bastante inquietud ante el problema nacional. Uno puede sentirse sorprendido, sin querer ignorar las dificultades, por el hecho de que nuestra doctrina de las nacionalidades es una doctrina clara y realmente sin problema de concepto alguno. Es uno de los principios más claros y radicales, explícitamente expuesto por la camarada Dolores [Ibárruri] en su trabajo, el principio de autodeterminación (…) Yo creo por tanto que, por inmaduro que esté el tema, entre vosotros no lo sé -y me sorprende un poco, porque entre nosotros en el PSU no lo está-, no hay motivo para tener inhibiciones al respecto».
Estas palabras corresponden a un fragmento de la última intervención que el filósofo y militante del PSUC Manuel Sacristán pronunció en 1970 en una sesión del Comité Central del Partido Comunista de España, del que aún formaba parte. Y vienen al pelo para iniciar una reflexión acerca del debate sobre el derecho a la autodeterminación y la independencia que se está produciendo en Cataluña y, más en concreto, en la izquierda catalana. Pero vayamos por partes.
La afirmación de Sacristán era correcta. En el PSUC, el derecho a la autodeterminación de Cataluña en tanto que nación nunca fue motivo de discordia: quien ingresaba en él podía constatar que era expresamente mencionado en sus estatutos y reconocido en su prensa y documentos políticos. Lo mismo valía para los demás partidos revolucionarios y no independentistas que aparecieron a partir de los años setenta: desde Convergència Socialista, la LCR y la OIC hasta el MC y PT. ¿Cómo concebían estos partidos el derecho a decidir de Cataluña sobre su futuro? Desde luego, no como un tema desligado de lo que ocurriría en el resto de España. En realidad, el entonces llamado «problema catalán» formaba parte de otro problema más amplio que afectaba a todo el Estado y que tenía que ver con el régimen y la cultura política que asumirían los españoles para fundamentar la futura democracia: la republicana o la monárquica. Aún con sus diferencias terminológicas y matices conceptuales, todas estas organizaciones coincidían en un punto: que, para realizar un auténtico ejercicio de autodeterminación política, no bastaba con preguntar a la ciudadanía si quería separarse o permanecer en España, sino asegurarse de que supiera de qué España se separaría o en qué España permanecería. No era una detalle baladí: conocer los contornos del destino final ayuda a tomar una decisión más concienzuda acerca del viaje que se quiere emprender como colectividad nacional. De modo que las autodeterminaciones políticas que realizaran un manchego, un aragonés o un cántabro eran unos factores nada secundarios en el proceso de autodeterminación final de un catalán. Esta visión más amplia y general del derecho a decidir era lo que diferenciaba a la izquierda catalana no independentista de un Partit Socialista d’Alliberament Nacional (PSAN), para el cual la autodeterminación exclusiva de Cataluña (es decir, al margen de las decisiones que se pudieran tomar sobre el modelo de régimen y la cultura política del Estado) se justificaba en base a una interpretación de España como plurisecular Estado colonial. Para los demás partidos, en cambio, primaba una lectura de la historia de España basada sobre todo en la positiva experiencia de la Segunda República (en la que Cataluña empezó a desarrollar su autogobierno), acosada y derribada por una derecha reaccionaria de la que también formaron parte vastos sectores de la burguesía catalana lligaire. Aquella República fue aniquilada de forma militar y la izquierda catalana pensaba y comunicaba en sus escritos que, como punto inicial desde el que levantar una democracia digna de tal nombre, los españoles tenían el derecho a opinar sobre su restauración. Y como mínimo hasta la celebración en diciembre de 1976 del Referéndum de Reforma Política, que marcaría un claro punto de inflexión en la consolidación de Juan Carlos de Borbón como rey de España, la izquierda catalana afirmaba tener como objetivo ideal una Cataluña autónoma que se adheriría libremente a una futura República española federal y plurinacional. Éste era el federalismo republicano en el que creyó en los años del tardofranquismo.
Como es sabido, las cosas no fueron después según los planes imaginados por la izquierda. Durante el bienio 1977-1978, Juan Carlos I y el heterogéneo bloque de poder ensamblado en torno a Adolfo Suárez supieron encauzar una transición a la democracia que no permitió a los españoles expresarse sobre el tipo de régimen político que deseaban y que, a través del artículo 8 de la Constitución de 1978, sancionaba la indisolubilidad territorial del Reino. Además, la misma izquierda catalana se dividió sobre la línea a seguir en la Transición: los partidos mayoritarios, PSC y PSUC, optaron por aceptar la Monarquía como mal menor y participar en la elaboración de la Carta Magna, mientras que la extrema izquierda boicoteó el proceso constituyente por considerarlo continuista con el régimen franquista y propugnó el «no» y la abstención en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Se entiende, pues, porque en los años ochenta y noventa ésta fuera algo más beligerante que el PSUC/IC a la hora de reclamar el derecho a decidir de los catalanes sobre su futuro (en la práctica, el PSC apenas habló de él).
Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo el puente. Ya no existe aquel PSUC tan arraigado en la sociedad catalana de los años setenta ni las siglas de la extrema izquierda antes mencionadas. La izquierda social cambió de nombres, hombres y, en parte, de enfoques a través de los cuales analizar la realidad. El caso que concierne al derecho a la autodeterminación y la relación entre España y Cataluña es uno de ellos. La izquierda transformadora catalana actual parece haber perdido, o estar perdiendo, interés en cultivar un proyecto español republicano, federal, plurinacional y solidario. Cunde la idea de que «otra España no es posible», de que no hay aliados con quienes construir el federalismo y de que la actual España monárquica y bipartidista sea la que refleje las pulsaciones íntimas de la gran mayoría de los españoles. Éste es el motivo de fondo que empuja al secretario general de Iniciativa per Catalunya Verds, Joan Herrera, a «reivindicar un Estado propio para que Cataluña pueda encarar los retos nacionales y sociales y defenderse de las amenazas recentralizadoras que llegan desde España» [1]. O que varios dirigentes y militantes de la coalición ICV-EUiA se declaren ahora, y casi a pesar suyo, independentistas.
II
Sin duda, es cierto que los dos grandes partidos estatales no facilitaron (PSOE) o impidieron (PP) el desarrollo federal del sistema constitucional español. Sólo Izquierda Unida apoyó sinceramente la demanda de mayor autogobierno que presentaron los partidos catalanes a partir del 2003. Aún así, tampoco parece que la izquierda transformadora catalana con representación parlamentaria hiciera gran cosa para fomentar ese federalismo del que tanto hacía gala y que -tengámoslo presente- tenía poco que ver con el federalismo republicano de la izquierda catalana de los setenta. Me explico. Por un lado, en Cataluña el debate político de la última década pivotó alrededor de la reforma de un Estatuto de Autonomía que la coalición ICV-EUiA también encauzó en términos de bilateralidad entre España y Cataluña y sin cuestionar en ningún momento el régimen monárquico vigente. Nunca se produjo en su seno un auténtico debate intelectual-político con vista a trazar una línea de acción para una posible transición republicana en España. Y las jornadas de estudio y las iniciativas que llevaron a cabo las revistas independientes de izquierdas y las pequeñas plataformas republicanas esparcidas por el territorio catalán, jamás contaron con un real interés por parte de las cúpulas de las dos organizaciones. Todo lo contrario: en la izquierda catalana, la cuestión de cómo dar vida a un nuevo republicanismo federal en España brilló por su ausencia y la tónica de sus discursos apuntó a un accidentalismo político oficioso y encubierto. Más claro todavía: creyó que, independientemente del régimen y de la cultura política del Estado, lo importante era apuntalar el autogobierno de Cataluña, sin caer en el hecho de que era imposible hacerlo como quería sin una segunda transición (difícilmente realizar en un cuadro monárquico) que modificara las bases constitucionales de España, tal y como reconoció el mismo Pasqual Maragall en 2006. Tal vez, el ejemplo más claro de esta manera de concebir el federalismo la expresaron Pere Almeda, Carme Valls y Miquel Caminal en un artículo publicado en Público en septiembre de 2010, es decir, poco después de que el Tribunal Constitucional anulara o modificara algunos de los artículos del Estatuto de Autonomía aprobado por el pueblo catalán cuatro años antes. Después de criticar, con razón, el furibundo anticatalanismo practicado por el PP y la renuencia del PSOE a la hora de aceptar un despliegue plurinacional y asimétrico de la Constitución, y de lamentar la irresponsable decisión del TC, los tres autores terminaban su reflexión con las siguientes palabras: «Si la Constitución y la política española persisten en no tratar equitativamente ni de manera justa los distintos hechos nacionales existentes en España y no se respetan las demandas de mayor autogobierno, nuestro marco constitucional acabará debilitándose de tal manera que será considerado ilegítimo por una parte considerable de la sociedad y resultará inviable e ineficaz como marco institucional, generando mayores incertidumbres y una creciente inestabilidad […] Si la cerrazón hace fracasar la federalización de España, no queda otro camino que explorar otras vías democráticas para expresar las voluntades de la ciudadanía y ejercer el derecho de las naciones a la autodeterminación para decidir libremente su futuro colectivo» [2].
Ciertamente, la sentencia del TC y la miopía del PP y PSOE han acabado produciendo en Cataluña un sentimiento de frustración que ha menoscabado el amplio consenso del que aún gozaba el marco constitucional. Pero lo que quiero resaltar aquí de este artículo es que el derecho a decidir de Cataluña era considerado como algo aplicable sólo en caso de que «Madrid» se cerrara a cal y canto ante sus reivindicaciones nacionales. En esencia, venían a decir los autores, si clase política española hubiese sido más lista e inteligente, habría accedido a las demandas de las fuerzas políticas catalanas para que éstas se instalaran, ahora ya más cómodamente, en la España monárquica. De lo contrario, la nación catalana tendría que haber ejercido de mala gana («no queda otro camino») el derecho a la autodeterminación. Un derecho que, por cierto, de ninguna manera estaba previsto para todos los ciudadanos del Estado sobre su manera de concebir a España. Pues bien, este federalismo implícitamente monárquico (o, si se prefiere, explícitamente juancarlista) y preocupado sólo por la situación nacional de Cataluña ha sido el único federalismo practicado por la izquierda transformadora catalana en los últimos dos lustros. Y como no funcionó (¿podía realmente funcionar?), he aquí que se esté adhiriendo a la causa independentista.
III
Sólo si tenemos en cuenta esta concepción estrictamente constitucionalista del federalismo, podremos entender el «desencanto federalista» que ahora afecta a una parte importante de los rojos de Cataluña y que busca una justificación en la frase «no hay aliados con quien dialogar fuera de Cataluña y construir una España federal». Porque si por un momento pensáramos en la idea de federalismo republicano que defendió la izquierda catalana hasta 1977, esta afirmación resultaría sorprendente. Nunca han sido tan cuestionados el proceso de Transición a la democracia y la Monarquía como en la actualidad. La devastadora crisis económica que padecemos está sacudiendo los cimientos sociopolíticos sobre los que se construyó la España actual, y la gran mayoría de las personas activas en los movimientos sociales y cívicos coinciden en la necesidad de activar un proceso constituyente que refunde la cultura política que ha de vertebrar el Estado. Porque la vieja cultura de la Transición no ha sabido cumplir los objetivos que se prefijó en su momento: construir un país justo, realmente laico, social y culturalmente incluyente y atento a fomentar la participación de los ciudadanos en el juego democrático. Hoy en día vemos cómo se cuestiona el bipartidismo y se protesta por la pérdida de derechos sociales sancionados en la Carta Magna, el enorme poder que acumulan los lobbies económicos, religiosos y monárquicos a la hora de condicionar la actividad parlamentaria de la mayoría de los partidos, la pérdida de soberanía política dentro de una Unión Europea tecnocrática, etc. Se protesta, en fin, contra todo un modelo político, acaudillado por el PP y el PSOE, que fue calificado de modélico y que se está hundiendo por su incapacidad de revertir la situación de hundimiento moral y material en que se halla nuestra sociedad. En definitiva, avanza y coge fuerza la propuesta de dar vida a un amplio proceso de autodeterminación política que implique a todos los españoles sobre la forma de Estado y la cultura política que regirán la vida del país, y que permita a los ciudadanos de las naciones históricas decidir libremente sobre su futuro. Semejante idea no fue posible en los años de la Transición. Hoy, en cambio, sería cuando menos incauto (o políticamente intencionado) negar la posibilidad de que se pueda llevar a cabo, por lo que merecería una segunda oportunidad.
IV
Con todo, aun suponiendo que la opción independentista se hiciera mayoritaria en Cataluña y el proceso de separación tuviera éxito, conviene tener presente que sería un proceso hegemonizado y capitalizado por Convergència i Unió. De hecho, ya lo está siendo en la medida en que, gracias a su nuevo independentismo (oportunamente amplificado por TV3 y el Grupo Godó), esta coalición ha sabido desviar la atención de la sociedad del espinoso tema de los recortes sociales y privatización de los servicios públicos. Artur Mas y los suyos son conscientes de que, con su giro soberanista, se lo juegan todo a una carta y no se involucrarán en una independencia que no dé plenas garantías a la parte más significativa de su electorado, el empresariado catalán, acerca de que el nuevo Estado se construya sobre bases claramente neoliberales. Para ello, no necesitarán enzarzarse en enojosas discusiones con las distintas sensibilidades políticas que operan en el país, sino que les bastará con pedir el ingreso de la nueva Cataluña independiente en la zona euro -y por ende, aceptar los parámetros del Tratado de Maastricht- para codificar jurídicamente el monetarismo como única política económica posible para el nuevo Estado. En una palabra, para ilegalizar cualquier política social y económica de tipo progresista. Detrás de la pancarta «Catalunya, nou Estat d’Europa» que encabezó la gran manifestación del pasado 11 de septiembre, no hay ninguna independencia real ni, como dijo Mas en el Parlament el 26 de septiembre, «interdependencia» entre los Estados europeos; sólo hay dependencia político-económica de un Directorio supranacional orientado por Alemania y gestionado por tecnócratas con la ayuda de un Banco Central Europeo cuyos credo y actuación hunden sus raíces en las teorías de Friedrich Hayek. Si de verdad opta por hacer bandera del independentismo, la izquierda catalana ya no podrá repetir el error de propugnar -como hicieron muchos de sus dirigentes en los años noventa sobre la base de un europeísmo más emocional que racional- «sí críticos» a favor de Maastricht so pena de suicidarse políticamente. Es por eso por lo que tendría que analizar en profundidad el experimento de la moneda única y el funcionamiento opaco y ademocrático de la Unión Europea. Para una izquierda consciente de su papel político, la construcción de un Estado no significa nada si no va acompañada de una idea socialmente avanzada de la sociedad que vivirá en él. Como solía decir Franklin D. Roosevelt, «los hombres necesitados no libres». Ni independientes, por supuesto.
V
La izquierda transformadora catalana tiene el deber de defender e impulsar el derecho a la autodeterminación política de Cataluña como derecho democrático e inalienable de sus ciudadanos. Pero también tiene la obligación de organizar un franco debate sobre la posición a adoptar en caso de que se celebre un referéndum. Una izquierda que no quiere ser subalterna a sus adversarios políticos ha de tener una posición nítida y unívoca sobre una cuestión de tan hondo calado y como fruto de una discusión que se centre en el estudio de las realidades sociológica y económica de Cataluña, en propuestas sobre cómo mejorar la cohesión social y nuestro Estado del Bienestar y en evaluar los cambios políticos que se están produciendo tanto en España como en la Unión Europea. Sea cual fuere la decisión que tome al respecto, pocas dudas pueden caber acerca de que sería errada si no contribuyera a crear un país más democrático que el actual y en el que las condiciones materiales de existencia estén garantizadas para todos sus habitantes. Un país, en suma, en manos del 99% de la población.
Giaime Pala es historiador
Notas
[1] «Herrera reclama un Estat català per encarar els reptes socials i nacionals», Vilaweb, 07/09/2012. Consultable en: http://www.vilaweb.cat/noticia/4038795/20120907/herrera-reclama-catala-encarar-reptes-socials-nacionals.html
[2] Pere Almeda, Miquel Caminal y Carme Valls, «El debate federalista», Público, 13/9/2010.