La razón crítica frente a la razón populista, a propósito del artículo de Íñigo Errejón ‘Podemos a mitad de camino‘ El tema que nos ocupa revela algo de su pertinencia en el hecho de que no pocos protagonistas de los principales partidos que van a confluir el 26J (Errejón, Monedero, Monereo, Garzón) han publicado estos […]
La razón crítica frente a la razón populista, a propósito del artículo de Íñigo Errejón ‘Podemos a mitad de camino‘
El tema que nos ocupa revela algo de su pertinencia en el hecho de que no pocos protagonistas de los principales partidos que van a confluir el 26J (Errejón, Monedero, Monereo, Garzón) han publicado estos días lo que bien pueden considerarse declaraciones de principios sobre cómo abordar el camino que ya comparten. Incluso se ha emitido un nuevo programa de Fort Apache dedicado al populismo de izquierdas (más tendencioso que el de hace año y medio; quizá por la razón que acabo de sugerir).
Agradezco esta segunda oportunidad que me concede CTXT, y coincido con los miembros de Podemos cuando presuponen una «reflexión en común»: dinamitar puentes sería irresponsable, pero también lo sería renunciar al análisis de las premisas; sobre todo cuando éstas, en función de las posiciones respectivas, condicionarán el futuro de Unidos Podemos. Asumo que esto no debería convertirse en un nicho filosófico, pero para no emprenderla con «hombres de paja», hay que intentar entrar al trapo sin enredarse ni perder precisión. Empiezo con un teórico que me parece más sólido que Laclau.
Enrique Dussel ha conjugado en su obra tanto la necesidad del realismo político como la necesidad de la crítica. En una ocasión, dejó dicho que uno tampoco tiene que ser muy original: hay que leer, sí, pero también hay que partir -decía él en su contexto latinoamericano– «de nuestra magnífica experiencia, de la cual Álvaro García Linera es una expresión». Estas palabras sirvieron de epílogo a la intervención del vicepresidente boliviano en el acto inaugural del VI Foro Internacional de Filosofía de Venezuela, en 2011.
El filósofo crítico, según Dussel, va siempre en «la retaguardia» de los procesos políticos. Pero el análisis de esos procesos no puede ser afirmativo, es decir, no ha de consistir en hacer de la necesidad (de sus defectos) una virtud que se repite a sí misma (en sus propios defectos): hay que ir siempre más allá para que la crítica no se estanque y se devalúe. En términos de historia de las ideas, el que «afirma» es un epígono; el que critica, puede llegar a ser o un discípulo o un contradictor solvente.
Si me he permitido el excurso es para indicar dos cosas:
1.- Los autores de Discurso, política y transversalidad… siguen dando una visión economicista y ortodoxa de Marx (cuando no impostada: «Para el [marxismo], un conflicto se da cuando dos bandos, con una identidad plenamente constituida, defienden sus intereses a ultranza»); critican, con razón, a Althusser, pero ni éste ni la izquierda dogmática son Marx (el mismo que, viendo cómo sus análisis críticos se pervertían en un credo teleológico, dijo aquello de «yo no soy marxista»). No digo que en Marx esté todo; llamo la atención sobre algo que escribió Francisco Fernández Buey en Marx (sin ismos): a Marx, en España, no se lo puede «releer», «porque para releer de verdad a un clásico hay que partir de una cierta tradición en la lectura. Y en el caso de Marx, aquí, entre nosotros, no hay apenas tradición. Sólo hubo un bosquejo, el que produjo Manuel Sacristán hace ahora [1998] veintitantos años. Y ese bosquejo de tradición quedó truncado».
Si los partidarios de Laclau en Podemos han leído a Marx, sorprende (insisto) la obsesión con la economía entendida como «última instancia» que lo determina todo. (Si lo han hecho y siguen entendiendo esto, han leído a Marx «al revés», diría Buey; o lo han leído como epígonos de Laclau). Que Marx está lejos de ello puede verse trazando un hilo que va, nada menos, de 1843 a 1882; lo que algunos llamarían el «joven» y el «último» Marx. Hay muchas cosas en medio de esta (falsa) división académica, pero para dar, aquí y ahora, la réplica no conviene detenerse en ellas. Baste con el siguiente pasaje de 1843:
«Nosotros no anticipamos dogmáticamente el mundo, sino que queremos encontrar el mundo nuevo a partir de la crítica del viejo. Hasta ahora los filósofos habían tenido lista en sus pupitres la solución de todos los enigmas, y el estúpido mundo exotérico no tenía más que abrir su morro para que le volasen a la boca las palomas ya guisadas de la Ciencia absoluta. Ahora la filosofía se ha mundanizado. […] No es cosa nuestra la construcción de futuro o de un resultado definitivo para todos los tiempos; pero tanto más claro está, en mi opinión, lo que nos toca hacer actualmente: criticar sin contemplaciones todo lo existente; sin contemplaciones en el sentido de que la crítica no se asuste ni de sus consecuencias ni de entrar en conflicto con los poderes establecidos. De ahí que no esté a favor de plantar una bandera dogmática; al contrario: tenemos que tratar de ayudar a los dogmáticos para que se den cuenta del sentido de sus tesis».
Después de digerirlo, conectémoslo con los Escritos sobre Rusia, por ejemplo con lo que dice en su carta a Vera Zasulich (con sus cuatro borradores), de 1881: «El análisis presentado en El capital no da, pues, razones, en pro ni en contra, de la vitalidad de la comuna rural […] Todo depende del medio histórico donde se encuentre colocada […] Nunca se alcanzará el éxito con la llave maestra de una teoría histórico-filosófica general». Esto, más el prólogo de 1882 al Manifiesto, da al traste con toda doctrina «marxista» que incite al desarrollo necesario del capitalismo (sus fuerzas productivo-destructivas, apostilló Sacristán) como precondición para una «nueva evolución comunista». Es normal que un conservador como Popper pinte un Marx metafísico y profético, pero es desafortunado hacerlo desde la izquierda.
2.- Laclau no sólo es cómplice de esta lectura sesgada. También «afirma» los prejuicios vertidos sobre el populismo para luego, haciendo de la necesidad una virtud contradictoria, acabar sosteniendo (en La razón populista) que el populismo es, «en algunas situaciones», consecuencia «de la vaguedad e indeterminación de la misma realidad social»: como no hay verdades objetivas (ésta es su presunta necesidad), lo político tampoco pasa de lo impreciso (ésta es su pretendida virtud). Luego podrán ir agregándose contenidos a los distintos «significantes vacíos», pero es el discurso, dice, el que constituye una suerte de «verdad consensual» o «coherente» con el resto de elementos relacionados de la sociedad. Al mismo tiempo, se defiende «la primacía de lo político» en un plano ontológico (plano que es siempre definidor de esencias y que suele tener como consecuencia teórica la inviabilidad de la crítica y aún de la historia). Y se pretende que dicho plano no es «autónomo» ni separado de la marcha del conjunto (aquí empieza a chirriar una contradicción que, más que dialéctica, es una gran confusión producto de un notable eclecticismo).
Para no seguir comiéndome espacio, intentaré aclarar lo anterior con algunos fogonazos. A) Ocurre con el constructivismo político (Errejón y su «construir pueblo») lo que Nietzsche decía de Kant: se enorgullece de encontrar la piedra detrás del árbol después de haberla escondido allí mismo. B) Sostener que «no hay forma de conocer la realidad que no esté mediada por el lenguaje» es pasar por encima de la crítica de Marx al idealismo alemán y de una disputa epistemológica no resuelta. Lo aclaro con una cita de Sacristán a propósito del texto de Habermas (Trabajo e interacción) que inauguró semejante metafísica del discurso: «Separa el orden del trabajo del orden de la comunicación, con la característica capacidad que tiene el filósofo tradicional de ignorar los hechos más visibles: no hay trabajo sin comunicación y quizá la comunicación más característica de la especie humana, el lenguaje articulado, haya nacido precisamente en el trabajo, como sugirió, por cierto, Marx en La ideología alemana». (La interpretación que dan los miembros de Podemos de la carta de Marx a Annenkov es un despropósito.) C) Sugerir que si no hay demanda, no hay dolor que pueda ser articulado, es sucumbir en la cárcel del lenguaje, «afirmarla» gustosamente (con nocivas implicaciones políticas). D) En sentido opuesto, el político o el medio informativo pueden creer que deciden lo que es, o no, conflicto: tendrá impacto innegable en la agenda, pero no tiene nada que ver con «la realidad social» (y sobre todo no hace falta armar una ontología para «afirmarlo»). E) Lo que la crítica desvela o descubre no son identidades metafísicas, sino precisamente «relaciones sociales de dolor» que ya estaban ahí: la explotación del asalariado era ya una realidad (histórica) antes de que Marx escribiera El capital. (Como aún podríamos decir: la PAH lleva a la «esfera pública» una violencia del sistema; pero si no hubiera tenido éxito en su puesta en escena, la violencia habría existido igual, aunque silenciada; muy à la Wittgenstein, por cierto).
El plano institucional es otra cuestión: ahí el populismo (el de todos) es dema-gogia (conducción del «pueblo»), y ése es un resabio paternalista (como el «fundacional We the people» que repite Errejón como si no hubiera sido redactado por las élites en las constituciones y declaraciones universales; nada que ver con el consenso crítico de las víctimas) del que no pueden escapar las instituciones, liberales o republicanas (no se «patea el tablero» para jugar con las mismas reglas, sino para inventar otras). Luego están los límites de la práctica (Errejón afirmando que sus políticas económicas se adaptan «a lo que se puede hacer en un Estado de la periferia si tienes el Gobierno, que es poquita cosa»), pero la crítica está para «ayudar a los dogmáticos a darse cuenta del sentido de sus tesis».
Concluyo apresuradamente. Pretender que la «teoría discursiva» es desconocida en España es de una gran osadía: tanto la filosofía del lenguaje como la hermenéutica son archiconocidas en un mundo universitario monopolizado durante décadas por la filosofía analítica. Si el destinatario de esta pátina de vanidad eran «los medios de comunicación», entonces el debate tenía algo de deshonesto. En cualquier caso, mi posición no es fruto de un malentendido (como repiten desde Podemos) ni de algo llamado «suficiencia intelectual» (como parece sugerir Eduardo Maura, quien, se diría, ha descuidado que comprender los límites de lo posible no tiene nada que ver con cepillar la historia a contrapelo), sino de una crítica que, de nuevo, no puede asustarse ni de sus consecuencias ni de los poderes establecidos. Como diría Dussel, hay que leer, sí, pero haciendo uso de una razón crítica, no populista.
Javier García Garriga. Licenciado en Filosofía y doctorando en Filosofía Política y Derecho Internacional en la Universidad de Barcelona.
Fuente: http://ctxt.es/es/20160525/Firmas/6240/
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