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Sobre legitimidad y legalidad

Fuentes: Rebelión

Mucha confusión parece circular últimamente, en relación a los asuntos políticos, con las palabras «legalidad» y «legitimidad», pues a veces no se usan correctamente, o bien se intercambian en su significado, y pierden por tanto su correcta dimensión. Vamos a ver si somos capaces de arrojar un poco de luz sobre el alcance y uso […]

Mucha confusión parece circular últimamente, en relación a los asuntos políticos, con las palabras «legalidad» y «legitimidad», pues a veces no se usan correctamente, o bien se intercambian en su significado, y pierden por tanto su correcta dimensión. Vamos a ver si somos capaces de arrojar un poco de luz sobre el alcance y uso adecuado de las mismas (aplicándolo a los temas que nos ocupan), para situar las cosas en su justo término. Acudiendo en primer lugar al Diccionario de la Academia de la Lengua, no salimos muy satisfechos, pues nos dice que legitimar, en su acepción principal, viene a significar «probar o justificar la verdad de algo o la calidad de alguien o algo», mientras que legalidad viene a significar básicamente «prescrito por ley o conforme a ella», en su acepción más típica. Y si consultamos las múltiples acepciones de Ley, la que más nos puede interesar es la que dice que es el «precepto dictado por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados».

Parece de entrada, por tanto, y siendo fieles a las formales y limitadas definiciones de la RAE, que el concepto de legitimidad está a más alto nivel que el de legalidad. Efectivamente, mientras legitimidad es un concepto que podemos considerar absoluto, no cambiante entre culturas y tiempos, el concepto de legalidad (o en general, lo relativo a las Leyes) es algo mutable, adaptable y cambiante en el tiempo y en las diferentes civilizaciones y sociedades. Mientras «legitimidad» se acerca a «verdad», «legalidad» se acerca a «autoridad». Ambas se acercan de un modo u otro a «justicia», que en un auténtico sistema democrático, debe emanar del pueblo, y en ese sentido, si la «legalidad» no sirve a la «justicia», dejará de ser «legítima», es decir, se habrá adulterado, o prostituído, como lo queramos expresar.

Pongamos un ejemplo práctico para que se entienda mejor: la expropiación de algunos carros de alimentos básicos en algunas grandes superficies llevada a cabo por el Sindicato Andaluz de Trabajadores ha traído una gran polémica, pues desde el «establishment» se entiende como una violación de la legalidad. Sin embargo, la amnistía fiscal que se concede a los poderosos que evaden sus fortunas a los paraísos fiscales se entiende como una medida legal. Es evidente que ambas no sirven por igual a la justicia. Por tanto, aunque una sea legal y la otra no, la acción del SAT es completamente legítima, mientras que la amnistía fiscal a los ricos no lo es. Por tanto, legalidad y legitimidad no significan lo mismo, no se pueden aplicar por igual, cada una tiene su recorrido. Lo ideal es que legalidad y legitimidad expresen conceptos convergentes en la práctica, pero muy pocas sociedades lo consiguen. En última instancia, la legitimidad siempre está por encima de la legalidad.

Pues bien, esto es exactamente lo que está ocurriendo en nuestros días con el actual Gobierno, del que podemos afirmar que es «legal» (está elegido y formado conforme a las Leyes), pero no «legítimo» (su mandato no actúa según el principio de la verdad, o de la justicia). Sin embargo, se escucha frecuentemente en muchos medios de comunicación afines al régimen (la mayoría) que el Gobierno actúa «legítimamente» cuando aprueba tal o cual Ley (más bien diríamos Decreto-Ley), usando incorrectamente esta palabra, pues se debería decir que el Gobierno actúa «legalmente» (se adecua al marco normativo), pero de forma «ilegítima», pues se aleja del bien, de la justicia, de la verdad, de la autenticidad, de la calidad. ¿Cómo acaso podemos calificar el hecho de que el Gobierno use su mayoría absoluta (ya de por sí no legítima, pues nuestra Ley Electoral no concede el mismo valor a todos los votos) como rodillo para vetar todas las proposiciones que no le interesan?

¿Cómo podemos calificar el hecho de que el Presidente del Gobierno reconozca en una entrevista a varios periódicos europeos que no está cumpliendo ni una sola de las medidas de su Programa Electoral (ya de por sí ambigüo y oculto, para no mostrar sus auténticas intenciones), sino más bien las contrarias, porque se ve desbordado por la aplastante realidad? Un Gobierno así deja de ser legítimo, aunque siga siendo legal. El Programa Electoral es el contrato con los ciudadanos, y su cumplimiento es inexcusable, pues responde a una ideología, a un modelo de sociedad (para aquéllos partidos que la poseen, claro). Un Gobierno legítimo, ante una situación externa o interna que impida que su Programa Electoral sea cumplido, debe devolver el poder de decisión a los ciudadanos (dimitir), o bien, ante decisiones de extrema urgencia o necesidad, que supongan grandes cambios sociales o políticos, debe dar la voz al pueblo, para que sea éste quien se pronuncie en referéndum.

Esto es lo «legítimo». Cualquier otra actuación es ignorar la democracia y la soberanía popular, ignorar lo que significa de verdad un Programa Electoral, ignorar lo que significa el compromiso con sus ciudadanos (sean sus votantes o no), y por tanto, alejarse de la «legitimidad», que se acercaba, como decíamos al principio, a la verdad, a la autenticidad, a la calidad. Con esta actitud, lo único que el Gobierno demuestra es querer mantenerse en el poder a toda costa, para mantener sus privilegios y los de las clases a las que representan. Tenemos por tanto un Gobierno ilegítimo, un Gobierno en fraude de Ley.

¿Cuál debe ser la respuesta ante la falta de «legitimidad»? Pues sólo existe a todas luces una: la desobediencia civil, la insumisión ciudadana e institucional, la rebelión popular, el estallido social que sea capaz de derrocar a este Gobierno «ilegítimo», para volver a levantar un proceso donde el pueblo tome la voz. No existe otra alternativa, pues los caminos «legales» están cerrados. Sólo el empoderamiento y la contestación popular, la resistencia pacífica pero implacable, la desobediencia social, la respuesta unitaria de la inmensa mayoría de la sociedad civil es la que puede poner fin a una situación política de «ilegitimidad» como la que estamos viviendo.

El Gobierno no puede seguir actuando con este sentimiento de paternalismo hacia el pueblo, como un Salvador que guía a su tribu para rescatarla del precipicio. La legitimidad debe ser devuelta, y además, instalar en nuestra sociedad una serie de mecanismos y garantías, que obedezcan a una serie de principios éticos y morales, de obligado cumplimiento, que impidan en el futuro que se vuelvan a producir estas situaciones anómalas. Cualquier fuerza política que intente dirigir una nación ha de respetar escrupulosamente sus ideas, sus propuestas, su programa, y si entiende que no es posible, devolver de nuevo al pueblo su capacidad de decisión. Esto será siempre lo legítimo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.