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Aproximaciones a El siglo soviético de Moshe Lewin

Sobre Lenin y el bolchevismo (X)

Fuentes: Rebelión

Aquella innatural creación de campesinos y soldados desesperados, teorizada y dirigida por marxistas y populistas revolucionarios, que habían entendido a Marx mucho mejor que todos los profesores y académicos de la Europa occidental juntos, no pudo superar sus defectos de partida. Empezó a morir de falta de democracia, como previera Rosa Luxemburg; continuó muriendo de […]

Aquella innatural creación de campesinos y soldados desesperados, teorizada y dirigida por marxistas y populistas revolucionarios, que habían entendido a Marx mucho mejor que todos los profesores y académicos de la Europa occidental juntos, no pudo superar sus defectos de partida. Empezó a morir de falta de democracia, como previera Rosa Luxemburg; continuó muriendo de burocratismo, como pronosticó Trotski; acabó consumida por el exceso estatalista, como sospecharon los otros. Mientras tanto, la socialdemocracia había entrado ya en crisis mucho antes.

Era una muerte anunciada, desde luego. Otra más. Pero, como suele ocurrir, el paciente murió de lo que no se esperaba y cuando no se esperaba. Repasemos, por favor, lo que decíamos unos y otros, marxistas críticos, hace un par de años (…) De manera que la satisfacción por el relativo acierto en el pronóstico queda velada, ensombrecida, por la sospecha en unos casos, y por la comprobación en otros, de que la nueva fase histórica que empieza en 1990 va a hacer difícil a los hombres que sigan luchando por la emancipación conservar el nombre de comunistas. El fantasma vuelve a recorrer el mundo.

Francisco Fernández Buey (1990)

 

Volvamos al libro de Moshe Lewin. Perdón por el (¿interesante?) viaje antiestalinista de estas últimas entregas. Valía la pena en mi opinión.

Veamos ahora cuál es la caracterización de Moshe Lewin [ML] del bolchevismo. Nos situamos en las página 375-385 de su libro, los dos últimos apartados del capítulo XXI: «Atraso y recaída».

Para apreciar en toda su magnitud el alcance y la profundidad de este replanteamiento, el de Lenin respecto a Stalin como secretario general, señala ML, «debemos volver la vista a algo que ya hemos comentado en la primera parte en relación con el conflicto entre Lenin y Stalin sobre la creación de la URSS», el que supuso el enfrentamiento entre dos esferas políticas: «entre lo que aún era el «bolchevismo», una rama radical de la socialdemocracia rusa y europea, y una nueva corriente que nació del Partido Bolchevique y que recibiría el nombre de «estalinismo»». Para ML, fue una pugna decisiva en que estuvo en juego la naturaleza misma del nuevo Estado. La disyuntiva la plantea en estos crudos términos «o bien se optaba por una variante dictatorial que rechazaba la autocracia y se dirigía sin ambages a la sociedad, fundamentalmente campesina, y negociaba con ella sin menospreciarla, o bien se apostaba por una autocracia que priorizaba la violencia». En mi opinión, otras formulaciones son posibles. No es ahora el punto.

Las dos corrientes parecían ser dos caras de la misma moneda, sin embargo, matiza ML, «lo cierto es que eran antagónicas a más no poder, como lo demuestra el hecho de que el vencedor se lanzó a la destrucción deliberada y sistemática de sus oponentes». No hace falta indicar el nombre del vencedor ni los nombres de sus principales oponentes aniquilados.

La palabra «bolchevismo» no desapareció de la jerga del Partido, pero sí su contenido. ML se ocupa a continuación de esta organización política antes de que abandonara, propiamente, la escena pública. ¿Qué fue el bolchevismo?

Se puede responder brevemente a la pregunta, señala ML, «después de examinar sucintamente los bandazos políticos que dio el sistema y los mecanismos de acción que adoptó, incluida la capacidad para producir el programa del que hemos hablado». Dejando de lado la actividad clandestina que los bolcheviques llevaron a cabo antes de la revolución [por cuanto sé, comenta ML, «no existe una monografía reciente al respecto»], aunque, no obstante, «era por aquel entonces un partido político organizado y continuó trabajando como tal durante la guerra civil y con posterioridad». Es imposible entender su esencia, prosigue, «sin examinar atentamente cómo funcionaba». La comparación entre los textos de los primeros y los últimos congresos permite hacerse una idea de la profundidad de la metamorfosis que señala.

El leninismo era «una estrategia, o más bien un conjunto de estrategias, para transformar la sociedad». El bolchevismo era «una organización del Partido que contaba con diferentes estructuras que garantizaban su funcionamiento como tal». Su objetivo: «preservar el carácter popular del Estado incipiente y alejarlo de las afinidades conservadoras que pudiera tener con cualquier forma pretérita de despotismo». Las discusiones políticas, el punto es muy importante, «eran un procedimiento habitual, los intercambios solían ser encendidos y las decisiones se tomaban por mayoría». No regía el sistema de aceptarlo todo porque lo «ordenaba la dirección».

Prácticamente, recuerda de manera oportuna, «todas sus figuras principales, y también algunos personajes menores, habían discutido con Lenin, y en ocasiones airadamente, sobre la estrategia política». Airadamente y cuadros, no dirigentes consagrados, en ocasiones. Los debates ideológicos eran un rasgo normal de la manera de actuar de la dirección del Partido. No sólo en el restringido círculo del Politburó, «sino también durante las sesiones del Comité Central y, más genéricamente, en los congresos y en las conferencias del Partido». Incluso durante la guerra civil, recuerda ML, «cuando se movilizó a los cuadros del Partido», que debían desplazarse desde el frente «para asistir a las reuniones, los congresos y las conferencias que se celebraban con una periodicidad anual, como lo exigían los estatutos del Partido». Los estatutos, como ha ocurrido en tantas otras circunstancias en nuestras tradiciones, no eran papel mojado. Eran normas para todos, consensuadas entre otros.

Las actas que podemos leer, comenta ML, nos ofrecen una imagen clara del transcurso de esas reuniones: «la gente no sólo hablaba de política, sino que discutían de política, presentando informes y contra-informes, y la presidencia podía mandar callar a un orador de la facción mayoritaria» para que, retengamos la afirmación, «un representante del grupo minoritario pudiera ejercer su derecho a expresar sus opiniones o a refutar la postura mayoritaria». Remarco: la presidencia podía hacer callar a un representante del grupo mayoritario para que la minoría pudiera expresarse, refutando si era el caso la posición mayoritaria. ¿Alguna queja democrática?

Y hay más. Por muy respetado que fuera el máximo dirigente, «Lenin solía ser el blanco de ataques furibundos y reaccionaba en ocasiones encolerizado». ¡Ataques furibundos destacado! Pero, remarca ML, «la sangre no llegaba al río, porque esas eran las reglas del juego». La política como pasión razonada pero sin golpes bajos.

Sin embargo, unos años más tarde, no quedaba ni rastro de estos procedimientos. Ni rastro. Una verdadera ruptura político-epistemológica.

A la vista de cómo evolucionarían las cosas, otro punto importante, «no está de más repetir que Lenin no fue el objeto de un «culto», ni antes, ni después de la Revolución». Aun así, si pudiéramos usar la palabra «carisma», señala ML, «sin connotarla metafísicamente, podríamos afirmar que Lenin poseía carisma». Recuerda nuestro gran historiador que el embalsamamiento de su cuerpo, y el inadmisible proceso de «beatificación», «se produjo en una ceremonia especialmente preparada para la ocasión, a pesar de las protestas de su esposa y de su familia». Este hecho, en opinión de ML que es muy fácil compartir, «contribuyó a matarlo políticamente más que si hubiera sido enterrado en una ceremonia normal».

Más sobre Lenin. Fundador y líder del Partido y del Estado, «Lenin jamás se comportó con los suyos como un déspota o un dictador. Le gustaba la autoridad genuina, aunque tanto como a otros líderes que tuvieron más de un encontronazo con él y que no vieron su carrera perjudicada por esos choques». Un ejemplo destacado: «En el célebre episodio de 1917 en el que quiso expulsar a dos líderes, Zinoviev y Kamenev, del Comité Central, Yakov Sverdlov, el presidente de la sesión, le respondió sin inmutarse: «Camarada Lenin, nuestro partido no actúa así»». ¡No actúa así y a la cara de Lenin, plantando cara! Toda una revelación por supuesto. Pero hay más: «durante una reunión en la que estaba sobre la mesa quién asumía el poder, Lenin, exaltado y dejándose llevar por los sentimientos, fue llamado al orden por otro líder influyente que dirigía la sesión». ¡Llamado al orden el mismísimo Lenin!

No fue flor de un verano sobre el que podamos sentir justificada nostalgia. Este modus operandi, característico de la tradición bolchevique, son palabras ajustadas de ML, «siguió vigente después de la revolución. Lenin siempre actuaba ciñéndose a los procedimientos del Partido: discutía y protestaba acaloradamente, pero aceptaba que se votaran todas las decisiones importantes, como mandaban los estatutos del Partido, aunque no solía perder las votaciones. Era un líder, no un déspota». La diferencia es importante. Por si hubiera dudas. «Era el líder principal de su Partido, no su propietario». Por lo tanto, concluye ML, «no podemos tildarlo de «dictador de Rusia», y menos aún cuando, durante la guerra civil, compartió el liderazgo con Trotsky a ojos del mundo y de la propia Rusia, un fenómeno curioso dado que Lenin y sólo Lenin era el fundador del Partido». Pero Trotsky era el corresponsable de la revolución. Tanto Lenin como el partido bolchevique lo aceptaban. No podía ser de otra forma.

El bolchevismo era un partido, pero también -otro aspecto importante sobre el que suele insistir el activista, historiador, filólogo y filósofo marxista Joaquín Miras- era un ethos. Hablamos de ello a continuación.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.