Lo «normal» está construido sobre una multitud de omisiones. Garantizar la normalidad, tal como claman los profetas del miedo, no significa nada más que hacer cumplir de forma violenta la reproducción de un capitalismo indiferente a la catástrofe diaria que produce. Cuando lo patológico se instala como patrón social normalizado, nuestro camino debería apostar por […]
Lo «normal» está construido sobre una multitud de omisiones. Garantizar la normalidad, tal como claman los profetas del miedo, no significa nada más que hacer cumplir de forma violenta la reproducción de un capitalismo indiferente a la catástrofe diaria que produce. Cuando lo patológico se instala como patrón social normalizado, nuestro camino debería apostar por la interrupción de todo aquello que resulta habitual. ¿Qué significa, en efecto, la «normalidad» en una sociedad que expulsa a sus márgenes a un número creciente e indefinido de «ciudadanos» considerados de segunda mano? Si el discurso hegemónico representa otras alternativas políticas como conducentes al «caos», ¿no deberíamos insistir en que el actual «orden» se sostiene sobre el hundimiento de las mayorías sociales? ¿Qué clase de orden es éste que requiere dosis incrementales de violencia institucional y policial para sostener el desastre planificado?
En un país como España lo único «normal» es el arrase de las clases subalternas. Más de 400.000 desahucios, casi 6.000.000 de parados, más del 25% de la población por debajo de la línea de pobreza, la desarticulación de un estado de bienestar de por sí trunco, el evidente retroceso de derechos sociales, económicos y culturales fundamentales -desde el acceso gratuito a la salud o la educación superior hasta el derecho a reunión y manifestación, sin olvidar la reforma laboral y de las pensiones-, la gravación regresiva sobre las rentas de trabajo y la amnistía fiscal a los grandes capitales evasores, los aranceles a las tramitaciones judiciales y la judicialización represiva de las protestas sociales, la corrupción estructural del sistema político y económico, las transferencias públicas millonarias a un sistema financiero que lucra con la adquisición de bonos de deuda, el expolio de las estructuras del estado y el endeudamiento social generalizado, por mencionar algunos ejemplos, son síntomas de esta normalidad de lo siniestro en la que (mal) vivimos. Claro que este cuadro podría ampliarse a otras dimensiones de la vida social: detenerse en la situación que hace que diez personas se suiciden a diario en España, en la escalada del racismo y la xenofobia a nivel europeo, en la imparable violencia de género que unas estructuras patriarcales producen de modo sistemático, en la incidencia retrógrada de la curia católica en las políticas de estado, en el aumento del tráfico y trata de personas, en la desfinanciación de una política cultural democrática y popular, en el anquilosamiento de una monarquía decadente, en la diáspora de miles de jóvenes hacia el exterior en busca de la «oportunidad perdida» y sería sencillo seguir hurgando en otros signos de deterioro.
No se trata de ser exhaustivos: la magnitud del daño tiene ramificaciones por doquier. Garantizar la normalidad significa, sencillamente, que todo siga igual. Lo normalizado no es nada distinto al sufrimiento colectivo en plena implosión, mientras los beneficiarios de esta estafa sistémica siguen arremetiendo contra todo lo que represente la esfera pública, sea estatal o societal. Como dice el ministro de la banca De Guindos, todavía hay un trecho que recorrer en el sector público. Leáse: tras a sangría en las empresas privadas, ahora «toca» el negocio millonario y fraudulento de las privatizaciones a los servicios públicos en nombre de la sacrosanta «reducción del déficits» (a pesar de las evidencias en sentido contrario de empresas públicas sostenibles y de los beneficios sociales de prestaciones públicas universales), despidos escalonados a funcionarios del estado, mayor presión fiscal sobre sectores medios y populares, reducción drástica de las ayudas sociales y prestaciones ligadas al desempleo, reducción salarial, mayor precarización de las condiciones laborales, etc.
En la normalidad de una existencia social opresiva, una huelga general representa una interrupción momentánea de los rigores de la fábrica o del espacio de trabajo. Sin embargo, esta interrupción sólo constituye un acto de desobediencia civil en la medida en que hace imposible que «las cosas sigan su curso habitual». En suma, sólo si cambia la estructura patológica que sostiene los síntomas adquiere un sentido político transformador, que rebase los rituales instituidos del malestar. Para decirlo de forma positiva: la única forma de paralizar esta escalada de signo autoritario, al servicio del capital concentrado trasnacional, es la movilización permanente y la huelga general indefinida. Más en general, la apuesta es multiplicar los frentes de lucha, diversificar sus medios de producción, en suma, subvertir la normalidad del expolio. Las huelgas de consumo periódicas y los boicots a las empresas que incumplen sus deberes y penalizan a quienes ejercen sus derechos, la extensión de jornadas de lucha, las manifestaciones sociales ligadas a demandas colectivas de largo alcance, la retirada de ahorros de la banca privada, por mencionar algunas posibilidades relativamente inmediatas, debe complementarse con una huelga general indefinida que haga imposible el retorno al actual orden de cosas. Forzar un movimiento, no obstante, no podría bastar si no es tomado como un puntapié inicial para producir un cambio social radical, que exige intervenciones en diferentes dimensiones, incluyendo el despliegue de una política cultural y educativa que apueste a la formación de sujetos críticos o una transformación institucional profunda (1).
En síntesis, si por un lado podría evaluarse la capacidad actual de esta convocatoria para generar adhesiones colectivas, por otra parte, sus posibles efectos de ruptura están fuera de duda. El llamamiento a una huelga general indefinida -ligada a la construcción social de alianzas intersectoriales, a la inclusión horizontal de sujetos heterogéneos y a una internacionalización de las luchas populares- no es una panacea política. Más bien, constituye un eslabón central de una cadena de luchas emancipatorias que necesitamos seguir articulando en común. Sumarnos a ese llamamiento es una forma de apostar por la ruptura con una normalidad que está arrasando nuestras vidas. Si hay una memoria de las luchas, nada está perdido definitivamente. Incluso el fracaso de ese llamado nos informa sobre el nivel de fragmentación que sostiene nuestra sociedad del malestar.
La retirada indefinida de nuestra energía de la producción económica no tiene nada que ver con la tontería de suponer que esta actividad política podría prolongarse al infinito. Se trata de una negativa rotunda a la globalización de la penuria que propicia el capitalismo. Suponer que están dadas las condiciones para un acontecimiento de esa magnitud sería ilusorio. Sin embargo, que hoy vuelva a resonar ese llamamiento con un mínimo de verosimilitud, esto es, que sea otra vez formulable a nivel público por parte del sindicalismo alternativo y de movimientos sociales como el 15-M, es indicio de una brecha política que sólo excepcionalmente se produce en la historia. Forma parte de nuestras luchas ensanchar esas brechas, no sólo para que la «restauración de la normalidad» ya no sea posible sino, fundamentalmente, para que su ruptura sea una opción colectiva deseable.
Nota:
(1) Podríamos seguir debatiendo acerca de si la «huelga general indefinida» constituye una «fórmula revolucionaria», un «mito movilizador» o una «mistificación popular», por poner tres posibilidades contrapuestas aunque no necesariamente excluyentes entre sí. Sin embargo, ese debate no debería hacernos perder de vista que se trata, ante todo, de una «situación ideal». Además de determinar en términos tácticos si esta opción resulta factible en un momento dado, lo central es analizar sus potenciales de ruptura, planteando la posibilidad de un cortocircuito radical con el modo de producción dominante. En otras palabras, lo que se plantea en torno a una huelga semejante es una auténtica «politización de la economía» que, de llevarse a cabo, nos enfrenta a lo inédito. Que lo inédito sea interpretado como «caos» por parte de las clases dominantes es previsible: supone una alteración radical de una estructura productiva sustentada en relaciones sociales de explotación. Eso no debería ser un impedimento para reflexionar sobre la relevancia de la intervención de sujetos colectivos que no participan de forma directa en el aparato productivo ni pueden ser identificados a secas con la «clase obrera» tradicional. La posibilidad misma de que otros grupos e individuos puedan reconocerse en ese llamado depende de un trabajo discursivo que articule esas diferencias en un mismo horizonte: la particularidad de la «huelga general» puede funcionar, de este modo, como punto nodal de unas demandas sociales más vastas (capaces de integrar en un mismo discurso a parados, jóvenes, inmigrantes, trabajadores, estudiantes, jubilados, autónomos, movimientos altermundistas, feministas, entre otros). Cualquier apuesta «inmanentista» -«nosotros los trabajadores somos los que tenemos la responsabilidad fundamental», «la clase obrera es la protagonista», etc.- corre el riesgo de ser asimilada y replicada con algunas concesiones sectoriales más o menos irrelevantes.
Blog del autor: http://arturoborra.blogspot.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.