Desde la ventana del departamento de Estela, a pocas cuadras de la estación de trenes de San Andrés, atisbamos la fachada del Hospital Eva Perón, más conocido como el policlínico de San Martín. Inmediatamente, entonces, con la compañera que filma esta entrevista, recordamos los fusilamientos de León Suárez de los cuales se cumplía el 50º […]
Desde la ventana del departamento de Estela, a pocas cuadras de la estación de trenes de San Andrés, atisbamos la fachada del Hospital Eva Perón, más conocido como el policlínico de San Martín. Inmediatamente, entonces, con la compañera que filma esta entrevista, recordamos los fusilamientos de León Suárez de los cuales se cumplía el 50º aniversario. Estela escucha atentamente nuestra conversación ensimismada. Ella no sabía nada de aquellos fusilamientos cometidos durante la dictadura de Pedro Aramburu, de los que hubo un sobreviviente. Este «fusilado», a quien dieron por muerto, se arrastró sangrando hasta la ruta y, aún no sabe cómo, llegó hasta este hospital, donde volvieron a secuestrarlo las fuerzas represivas para mantenerlo detenido-desaparecido durante varias semanas. Desde la ventana de la cocina se ve mejor. Estela prende la hornalla para calentar el agua y tomarnos unos mates. Escucha atentamente la historia que le contamos de los fusilamientos ocurridos aquí cerca, hace tantos años.
El episodio del «fusilado que vive» trascendió con la obra del periodista Rodolfo Walsh, también asesinado -pero por otra dictadura que vino después, más sangrienta aún que las anteriores y que dejó treinta mil desaparecidos. Pero para Estela, paradójicamente, la historia es algo nuevo. Antes «vivía en una burbuja», confiesa. Y sólo desde hace muy poco, se hizo conciente de tantas historias de represión e impunidad, como la que contó Rodolfo. El «fusilado que vive», mientras tanto, radica en Estados Unidos, el mismo país de donde vino la empresa que se ha ganado, en Estela, una acérrima enemiga.
Ahora, Estela considera que integra una nueva generación de luchadoras y luchadores obreros. Y si bien no hay militares usurpando el poder, bien sabe que para la clase trabajadora, siempre hay dictadura patronal. Claro que esto lo sabe ahora. Antes, cuando era pequeña, iba a un colegio del barrio, bastante humilde y era una buena alumna. «Me portaba bien porque mi papá me decía que los perjudicados íbamos a ser nosotros. Yo era bastante responsable.» Y afirma: «Soy bastante responsable.» Cuando le preguntamos qué imaginaba que sería de grande, responde: «Y… la verdad, no me imaginaba mucho. Pensaba estudiar alguna carrera, incluso hice el intento; pero después se enfermó mi mamá y decidí que en vez de estudiar iba a estar cuidando a mi mamá porque estuvo muy enferma, ella tenía cáncer y falleció en el ’96.»
Con la enfermedad de la madre, también terminaron el entrenamiento y las exhibiciones de patinaje artístico. Los sueños se trocaron por la asunción de inesperadas responsabilidades. «En ese momento tenía las riendas yo de mi casa. Tenía dieciocho años cuando ella falleció y mi hermano, veintitrés.» Él trabajaba en un taller metalúrgico y, en el mismo ramo, empezó a desempeñarse Estela. «Mi primer trabajo fue en una metalúrgica también. Una autopartista que hacía los cableados para General Motors, Peugeot y alguna más. Era una fábrica de Lanús que se había mudado a Loma Hermosa. Pero duró poco, porque al año y dos meses se fueron a Córdoba. Estuve un mes sin trabajo y entré en otro lugar, en TSU Cosméticos, pero no me gustaba el trabajo ahí. Trabajaba en la parte de armado de pedidos. No me gustaba porque había gente que te trataba muy mal y te gritaban para que te apures, que se yo… como soy medio rebelde, no me gustaba.»
Casi de casualidad, entonces, llegó a Pepsico Snacks, la multinacional que tiene uno de sus establecimientos en la zona norte del Gran Buenos Aires. «Salí a buscar trabajo, como todo laburante, y me llamaron un par de veces de Pepsico. Pero no conocía bien la zona. En ese momento yo estaba viviendo en Villa Bosch y decía ‘¿Dónde será esto? ¡Es muy lejos! ¡Hay que viajar mucho!’ Y como no salían otras cosas, después de dos o tres llamados que me hicieron para ir a Pepsico, empecé a trabajar. Probé, estuve seis meses trabajando por agencia. Después me dieron la baja. Estuve como un mes afuera y después me llamaron para efectivizarme.»
Estela no había visitado nunca el sitio que Pepsico tiene en internet y que anuncia «¿Estás interesado en trabajar en una compañía líder en la Argentina y en el mundo? Si te interesa sumarte a un equipo ganador y poder desarrollarte tanto en la faz profesional como humana, contactanos haciendo click aquí.» Sin embargo, tenía el presentimiento de que se trataba de un equipo ganador, de una compañía líder y, quizás, hasta se atrevió a pensar que le auguraba un buen futuro.
Según las propias palabras de la empresa, sus inicios se remontan a 1932, cuando Elmer Doolin funda Frito Company en la ciudad de San Antonio, en los Estados Unidos. En 1938, Herman Lay funda, en Atlanta, Lay & Company y más de veinte años después, ambas compañías se fusionaron para formar Frito-Lay, con su casa central en la sureña Texas. En 1965, Pepsi Cola y Frito -Lay se fusionan en Pepsico, dedicándose al negocio de los refrescos, los snacks y los restaurantes en ciento sesenta países. Evidentemente, un negocio muy redituable, porque ya para 1997 -cuando Estela tenía que salir a trabajar y hacerse cargo de su casa, con sólo dieciocho años- Pepsico facturaba veintinueve billones de dólares y contaba con ciento cuarenta mil empleados en todo el planeta.
Lejos de estos números siderales, Estela recuerda las tareas cotidianas dentro de la fábrica, cuando los paquetes de papas fritas traían pequeños juguetes, llaveros o figuritas para el deleite de los consumidores: «Vos llevabas las cajas y se las acomodabas a otra compañera, para que la compañera las tirara en la máquina cuando caía el producto, para que en cada bolsita haya uno dentro de las papas fritas.» Además, hacía limpieza en la línea de producción, porque las papas se caen y se rompen permanentemente. «Hay dos o tres líneas que tienen máquinas de la prehistoria que despiden grasa por todos lados.» Pero mientras la empresa no cumple con las normas de higiene, las que sí deben cumplirlas a rajatabla son las trabajadoras: «El pelo tiene que estar adentro de la cofia, no te podés maquillar, no te podés pintar, no podés tener uñas largas. En la época en que entré yo no te daban la ropa, entonces vos tenías que ir con tu ropa y gastabas tu ropa, y en ese momento el piso que había era horrible, se llenaba de aceite. Porrazos… cada dos por tres, porque con las zapatillas no tenés la misma seguridad cuando caminás. Aparte de que rompías zapatillas, al mes se te hacían bolsa.»
A las condiciones laborales, hay que sumar extenuantes jornadas que, en ocasiones, se prolongaron por más de veinte horas continuadas: «Mientras estuve por agencia, los fines de semana, es como que ya te acostumbrás a estar todo el tiempo en el laburo. Primero porque la guita no te alcanza; segundo, porque te re-presionaban para hacer horas extras. Entonces te ves obligado a hacer horas extras. La modalidad que habíamos tomado era la de salir los días de semana. A bailar, los miércoles.» Las horas extras eran necesarias para llegar a un salario que alcanzara para vivir: «Porque querías comprarte algo y si no hacías las horas extras, no te lo podías comprar. Entonces, bueno, se te daba la posibilidad, por ahí, de que en una quincena te entraban más horas y qué se yo… En ese momento, el cuerpo… yo tenía veinte años. ¡Estando de agencia, además! Vos sabés que estás un tiempo y después no estás. No sabés cuánto tiempo vas a tardar en volver a buscar trabajo. Por lo general, te ves obligado a auto explotarte, porque sino después te quedás sin un mango y tenés otro tipo de problemas. Lamentablemente, la plata para vivir es necesaria, entonces tenés que tratar de conseguir sacarle lo más que puedas a cada laburo que tenés.»
El trabajo obtenido a través de una agencia de empleo es pan para hoy y hambre para mañana. Pepsico tiene la costumbre de emplear al personal con esta metodología, por eso es común encontrarse con avisos clasificados que solicitan operarios todos los fines de semana para «importante fábrica alimenticia». Pero lejos de estar creando nuevos puestos de trabajo, de lo que se trata es de una rotación permanente del personal, contratado en condiciones precarias, despedido después de algunas semanas y sin derecho a indemnización. La empresa que tiene a cargo este moderno y legal tráfico de esclavos es otra empresa norteamericana, que factura dieciséis mil millones de dólares al año. En nuestro país tiene el mérito de haber insertado laboralmente a más de cincuenta mil personas durante el año pasado, en empleos tercerizados, temporarios, flexibilizados. Con sólo un llamado telefónico, disponen de un ejército de mujeres y hombres desocupados obligados a someterse a las condiciones de un contrato precario.
La conversación con Estela, de pronto, cambia de rumbo. «Cuando entré a Pepsico estaba en pareja con un chico que había conocido antes. Pero era muy obsesivo, muy celoso y me hacía mal ¿viste? Porque me estaba transformando mi personalidad, también. ¡Dudaba tanto de mí! Por ahí se me aparecía en la puerta del laburo para ver si salía con alguien y qué se yo… dije ‘esto no está bien, no es una relación normal, es enfermizo ya’. Y un día me cansé y dije basta.» Estela confiesa que, hasta ese momento, ella era muy dependiente de la pareja, pero que su vida cambió y dio un giro que define como «muy importante.»
El cambio importante vino precedido de una relación con alguien con quien tuvo una hija y la defraudó. Sin embargo, esa niña -en la que se plasman diversas contradicciones- es un remanso para la vida de Estela. Le preguntamos cómo se sintió cuando se enteró de que estaba embarazada. «Y, mirá, fue una mezcla de sentimientos, porque al principio me puse contenta, después me puse triste, porque no sabía qué era lo que iba a pasar. Y decía ‘uh, hasta acá llegó…’ tenía ganas de tener un hijo, obviamente, pero hasta que no lo tenés no te das cuenta cómo es. Y lo difícil y a la vez hermoso, que es. Porque yo no me arrepiento de haberla tenido a Iara, haber decidido seguir con el embarazo a pesar de todas las cosas que pasaron en el medio. Estoy feliz de tenerla a Iara porque si estás triste, la mirás y se te pasa todo. Pero a veces también pienso qué hubiera sido si no… porque te limita un poco, bastante te limita tener un hijo. Te limita porque, por ahí, tenés un montón de proyectos que querés llevar adelante y te entra un poco la culpa de estar muchas horas afuera… De todas formas, yo me convertí en una persona muy conciente y en realidad creo que lo que es hoy mi vida sé que es para que mejore la vida de mi hija, también. Entonces, la culpa es como que va siendo cada vez menor.»
Aunque no lo dice, intuimos que el cambio al que hace referencia está vinculado a aquellas palabras que nos dijo cuando llegamos sobre su vida «en una burbuja». Pero, además del desengaño ¿qué otras circunstancias le permitieron romper la burbuja y acceder al mundo real?
«Pasó de todo adentro de la fábrica. Ha pasado que una compañera perdió el brazo. Hace poco un compañero perdió la mano. Otro perdió la vista de un ojo. Y hay muchos otros a los que la máquina les rebana las yemas de los dedos. Pero la gente ya lo tiene como naturalizado el accidente. Y por lo general, tienden a culpar al mismo trabajador ¿entendés?» Me aclara que eso sucede con los trabajadores que no son concientes. «Pero los que somos concientes sabemos que es producto del ritmo que nos imponen. Llega un momento en que no pensás lo que hacés, sos como un robot. Los ritmos fueron aumentando cada vez más, la exigencia cada vez es mayor y llega un momento en que no pensás en lo que hacés.» La limpieza de la línea, que antes se hacía en un día y medio, ahora se realiza en catorce horas. Como consecuencia, trabajadoras y trabajadores se electrocutan, se queman, se mutilan, se enferman.
Las papas fritas de Pepsico llegaron hasta Irak en el 2003: una donación de la empresa para que las tropas norteamericanas pudieran disfrutar de un sabor que les recordara su hogar, mientras con sus bombardeos arrancaban vidas, piernas y brazos de mujeres y niños iraquíes. El brazo de una obrera, mientras tanto, era despedazado por una máquina en la planta que Pepsico tiene en esta zona norte del Gran Buenos Aires. «Habíamos entrado a trabajar a la noche y a la hora nos estaban apurando para que limpiemos. Encima de que tenés un montón de cosas en la cabeza, las condiciones están dadas también para que te accidentes. La compañera perdió el brazo y yo me acuerdo de escuchar los gritos desgarradores que pegaba y yo, sinceramente, al escuchar los gritos no me pude acercar, porque pensaba ‘y yo qué voy a hacer, cómo voy a ayudar’. Aparte, había un montón de gente tratando de romper todo para sacarla de ahí. Y cuando me dijeron ‘perdió el brazo’, no podía creerlo. Decía ‘no puede ser, no puede ser. No puede ser que vengas a laburar y te pase algo así.’ Aparte ella tenía varios chicos. Tuve una semana en la que no podía dormir. ‘Cómo nos puede pasar esto?’, pensaba. Yo quedé re traumada con eso.»
La actitud de la empresa fue contundente: «nos decían que teníamos que seguir trabajando. Nos decían que no pensemos.» Pero la respuesta obrera tuvo el mismo tenor. «Obviamente, algunos de nosotros dijimos: ‘No, nosotros no vamos a mover un pelo. Y acá, nadie va a hacer nada hasta que venga un perito.» Inmediatamente, una guardia obrera controló que nadie limpiara las pruebas del crimen cometido por la empresa. A la falta de equipo adecuado, a las condiciones destinadas a que el accidente fuera inevitable, se sumaban otras negligencias de la empresa: la obrera, con su brazo desgarrado, no pudo recibir los primeros auxilios en la enfermería de la fábrica porque no había médico y la enfermera entró en estado de shock ante la espantosa escena. Tampoco había ambulancia, y la mujer herida tuvo que ser trasladada al hospital en un patrullero policial.
Las papas fritas de la guerra presenciaban otra batalla. La de una guerra realmente justa. Quizás la única guerra que vale la pena pelear: obreros contra patronal. «Cuando vieron que nos pusimos todos firmes, que no íbamos a seguir trabajando, dijeron ‘vamos a mandar a algunos a la casa.’ Estábamos impactados. Se los llevaban a la enfermería, les daban pastillitas y los mandaban en remise a la casa.» Pero las «armas químicas» de patronal y la deserción de algunos soldados no hicieron mella. «Después, cuando volvió mi turno, hicimos una asamblea, reclamamos una comisión de seguridad e higiene.» Una asamblea, en Pepsico, es un delito. La patronal las tenía prohibidas. Pero la comisión de seguridad, en manos de las víctimas, cobró vida rápidamente: a la semana siguiente, cada línea de producción tenía redactados sus reclamos a la empresa y se negaron a iniciar las tareas hasta tanto no se resolvieran sus demandas.
En ese momento, Estela no pensó que alguna vez la damnificada iba a ser ella. Después de siete años dedicados a engrandecer las abultadas ganancias de Pepsico, empezó a sentir dolores en la mano izquierda. Los estudios médicos dictaminaron tenosinovitis, que según la Arthritis Foundation es el «engrosamiento del recubrimiento alrededor de los tendones de los dedos. Se pueden formar protuberancias en la envoltura tendinosa debido al uso excesivo. Se siente dolor, inflamación o pequeñas bolitas en la palma de la mano y dolor en la coyuntura media del dedo afectado.»
Las estadísticas hablan por sí solas: los que sufren de esta enfermedad son quienes practican deportes y las mujeres obreras condenadas a movimientos repetitivos. ¿Cómo se explica que las mujeres tengan más problemas? El sindicato internacional de los trabajadores de la industria alimenticia explica que esto sucede por las tareas asignadas a las mujeres en las fábricas. El trabajo de la mujer suele demandar movimientos repetitivos de los miembros superiores a un ritmo muy rápido; agudeza visual para percibir los detalles; una postura estática, sentada o de pie sin posibilidad de movilidad. Las mujeres se encuentran, más frecuentemente que los varones, en empleos precarios. Pero uno de los factores que aumentan el riesgo es la falta de reposo. Las mujeres, a la jornada de trabajo asalariado, le suman la agotadora jornada de trabajo doméstico. «Con el problema que yo tengo en la mano, por ahí Iara a veces se me pone rebelde y me hace doler terriblemente la mano. Y yo digo ‘Basta, basta, quedáte quieta’. Pero después pienso ‘no, la culpa no la tiene mi hija, la culpa la tienen todos estos hijos de puta que nos viven explotando y presionando.»
Los «expertos» de la aseguradora de riesgos del trabajo, consultados por Estela, le dijeron que no tenía nada, que volviera a su empleo, porque el dolor iba a desaparecer trabajando. Lo que parece increíble, sin embargo, es bastante habitual. Quienes se preocupan por la salud en el trabajo, saben que es común hablar de neurosis y de histeria para explicar los problemas músculo-esqueléticos. A las mujeres que se quejan de dolores en el cuerpo, se les cree muy poco, sobre todo porque sus actividades laborales no parecen demasiado difíciles ni peores que otras.
Pero gracias a la insistencia de Estela, dispusieron darle el alta con recalificación de tareas: Pepsico tenía la obligación de buscarle un puesto de trabajo diferente, adecuado a su estado, dentro de la fábrica. Pero, por el contrario, la empresa se desliga de su tratamiento médico y de la relación laboral, alegando que no encontraban un puesto alternativo para Estela.
Si la explotación le enfermó el brazo, no logró torcérselo. Estela rechazó el telegrama de despido e inició una campaña por su reincorporación, alegando discriminación por parte de la empresa. Para esta campaña, consiguió la firma y el apoyo de innumerables diputados, organismos de Derechos Humanos, organizaciones sociales y estudiantiles. Su caso apareció en los diarios en innumerables ocasiones. Y hasta se organizó un festival para conseguir el necesario apoyo económico que le permite seguir adelante con esta lucha, en el que participaron dos mil jóvenes. Los músicos de rock entonaban, desde el escenario: «Debe trabajar el hombre para conseguir pan/ pero se lo pagan en rodajas, no es justo ni social./ San Cayetano ayuda sin saber que ahora somos esclavos/ que son utilizados exprimidos y después descartados./ Reforma Laboral, te digo no es/ ni justa ni social y vos lo sabes.»
El caso de Estela no es el único que enfrenta Pepsico. La planta de snacks ubicada en las inmediaciones de Varsovia, en Polonia, empleaba en el horario nocturno a más de cien mujeres que empaquetaban la producción del día. Los tres supervisores eran varones, que acostumbraban a acosar sexualmente a las trabajadoras, bajo la amenaza de despidos. Hechas las denuncias, la empresa obligó a ocho trabajadoras a firmar una renuncia «voluntaria», para no sufrir un despido disciplinario que les habría impedido obtener otro empleo. Mientras tanto, la empresa distribuye entre sus empleados el Código Mundial de Conducta, donde se compromete a «proporcionar un lugar de trabajo libre de todas las formas de discriminación, incluido el acoso, ya sea sexual o de otro tipo». Su subsidiaria Sabritas, de México, gastó cerca de un millón y medio de dólares llamando a votar «por las manos limpias», en las recientes elecciones mexicanas: un eslogan que acompañó a Felipe Calderón, hoy acusado por su rival de haber ganado con fraude.
Y mientras Pepsico es acusada, en la India, porque sus productos contienen niveles peligrosamente altos de plaguicidas, los periódicos financieros de todo el mundo saludan el nombramiento de Indra Nooyi como consejera delegada de Pepsico, la «primera dama» de esta gigantesca corporación. Una mujer que, según la revista Forbes, ocupa el undécimo lugar entre las mujeres más influyentes en el mundo empresarial. Según los economistas, Indra «se ha convertido en la primera mujer, y de color, en dirigir el destino del coloso norteamericano Pepsico.» Como Condoleeza Rice, se podría decir que otra mujer más atravesó las barreras que imponen el sexismo y el racismo. Es que las barreras se levantan fácilmente si una está dispuesta a ser cómplice de la explotación y el imperialismo.
En pocos días más, Indra asumirá su cargo. Imaginamos que, acariciando ese sueño, hoy bebe un café humeante en su despacho lujoso, mientras sus compatriotas se intoxican con los productos que fabrica Pepsico. Pero en el gran Buenos Aires, a pocas cuadras del hospital policlínico que recibió al fusilado, hace cincuenta años, hoy hay otra «fusilada que vive». Las balas de la negligencia patronal, de la precarización laboral y la explotación lastimaron su mano izquierda, pero todavía puede apretar el puño y levantarlo en alto para seguir el combate.
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El presente artículo está basado en una entrevista registrada en video, que integra un proyecto, aún en curso. La filmación estuvo a cargo de Gabriela Jaime.