La cuestión es como sigue: ¿qué plan económico puede hacerse Asturias de cara al futuro? Se habla de planes económico-sociales, esto es, de intervención política democrática, luego se entiende que formulamos cuestiones en el ámbito del socialismo. Escribimos sobre Asturias, luego damos por supuesto que ésta es (o debe ser) una unidad soberana de planificación […]
La cuestión es como sigue: ¿qué plan económico puede hacerse Asturias de cara al futuro? Se habla de planes económico-sociales, esto es, de intervención política democrática, luego se entiende que formulamos cuestiones en el ámbito del socialismo. Escribimos sobre Asturias, luego damos por supuesto que ésta es (o debe ser) una unidad soberana de planificación de la economía. También hay mención (redundante, pues ya va implícita al hablar de «planes») a un futuro. Para comprender cómo se ha de construir el futuro de Asturias, hemos de revisar su historia.
La historia (económica) de Asturias se puede resumir como un largo ciclo secular con dos tiempos o fases, con la peculiaridad de que sólo en los últimos 150 años ambas fases se yuxtapusieron. A partir de la revolución industrial asturiana, tardía en el contexto europeo, pero de vanguardia en el contexto del estado español, y pasada la segunda mitad del siglo XIX hasta el desmantelamiento industrial (léase también «cultural» e incluso «étnico») de hoy, estos dos tiempos -o modos de producción- deben centrar nuestros análisis.
1. Primera fase del ciclo asturiano. Esta es la propia de una economía agropecuaria de corte tradicional. El principio normativo básico de esta cultura tradicional en nuestro país fue la autosuficiencia: «tener de todo para que no falte de nada«. Los testimonios del pasado aluden a periodos de gran carestía de bienes de primera necesidad, hambrunas y epidemias en el medio rural asturiano a lo lardo de todo el Antiguo Régimen. La unidad productiva y convivencial, esto es, la unidad cultural en el más amplio sentido de la palabra, era la casería. Este modelo de habitación-producción hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Acaso, en la Edad de Hierro habría primitivas explotaciones rurales con no pocos elementos que perduraron hasta hoy, como saben los etnógrafos. Las aportaciones de la romanización y aquellas otras que vinieron tras la romanización-cristianización larga e infructuosa, continuada en la baja edad media, conforman la unidad política-cultural del reino astur (luego «leonés»), que tuvo su fundamento social y productivo en los ancestros de estas explotaciones familiares, de todo punto homólogas a las granjas campesinas que en Centro-Europa y en la ribera atlántica, hasta Escandinavia, van floreciendo a medida que cierta técnica y práctica racional de la romanidad mediterránea se va fundiendo con los usos indígenas previos, ya de por sí muy evolucionados por obra de la celtización. Esta simbiosis técnico-productiva iría elevando la productividad a lo largo de la edad media, al margen del influjo superestructural que las distintas regiones de Europa sufrieron.
La casería o quintana comparte rasgos homólogos con otras variedades de granja europea y de la zona nórdica de la península ibérica. En parte, ello se debe a una adaptación común a un clima templado y húmedo, pero quizá haya que tener e cuenta también un fundo étnico común, de tipo indoeuropeo o indogermánico, que hizo que los modos de subsistencia de los pueblos célticos y celtizados se adaptasen a las nuevas estrategias productivas que la cultura clásica, desde muy tempranos tiempos, impulsara al norte del Mediterráneo.
Asturias, desde sus más remotos orígenes étnicos, pertenece de lleno a este círculo de influencias, y está, mucho más cerca del mundo cultural celta y germano que de la «civilización» semita y mediterránea. Con todo, la morfología de la casería, tal y como la conocemos hasta ahora, es el resultado de una evolución secular y, al igual que acontece con la evolución biológica de las especies, aun más relevante que el fondo primigenio de su oscuro origen es aun más la secuencia de desarrollos y modificaciones que obedecen al impacto o presión de otras culturas, civilizaciones o avatares históricos. En este sentido, las superestructuras (formas políticas de dominación, formas jurídicas relativas a la propiedad, moldes y pautas de relación social) cobran todo su protagonismo y alteran sobremanera el material recibido. La proto-casería medieval, con todas sus características propias, autónomas, nos es desconocida en lo fundamental. Solo tenemos datos seguros en la edad moderna, donde esta unidad se expresa con todos sus rasgos morfológicos y etnográficos plenos, directamente vinculados a los que nuestros antepasados nos legaron hasta el día de hoy. Esa unidad que fue nuestra casería estaba inserta en otro contexto superestructural que hoy resulta lejano. Es el contexto del «Antiguo Régimen», en donde la distribución de la propiedad y el régimen jurídico de la tierra difería notablemente del de tiempos más recientes. Hasta el XIX, la propiedad señorial sobre la tierra era dominante. Asturias era un país donde la concentración de tierras en manos de los señoríos laicos y eclesiásticos era muy notable. Las desamortizaciones del estado liberal español en este siglo, sin embargo, no alteraron en lo fundamental el paisaje y las relaciones sociales rurales, como sí aconteciera en regiones meridionales. Ello se debe a varios factores diferenciales a tener en cuenta: a) los señores (nobles, Iglesia) siendo, como eran, grandes terratenientes, no era latifundistas sino más bien multifundistas, b) las unidades productivas, las caserías, eran también unidades convivenciales y etnológicas, de todo punto autónomas con respecto a quienes fueran sus propietarios; era unidades asturianas de índole cultural y, en términos marxistas, infraestructural, lo cual quiere decir que los aldeanos vivían y se reproducían básicamente en ellas, al margen de si eran propietarios de las tierras o -lo que era muy frecuente en el Antiguo Régimen- si eran arrendatarios, colonos, foreros. Valga decir, de paso, que el esquema marxista que consiste en distinguir como estratos relativamente autónomos la base y la superestructura de una formación social nos viene como anillo al dedo a la hora de entender la división de trabajo que se ha de dar entre un análisis morfológico (cultural, etnográfico) de esa forma de granja astur, y un análisis jurídico de las formas de propiedad de la tierra, inserto este en las relaciones sociales de producción y las ideologías propias de la Europa del Antiguo Régimen o del Capitalismo subsiguiente. Las desamortizaciones en Asturias afectaron sobremanera a la Iglesia, y no tanto sobre la nobleza, que además accedió, junto con la burguesía y los indianos, a las antiguas tierras comunales. Con respecto al campesinado, éste fue lentamente accediendo a la propiedad, y fueron completando aquellas caserías parciales que la desposesión anterior había engendrado, porque sí es cierto que una superestructura inadecuada mutila el desarrollo pleno de una cultura o de una forma cultural. Aquí, como en otros trabajos nuestros, se combina la distinción spengleriana entre cultura y civilización, con la marxista, que habla de base y superestructura. La primera tiene una naturaleza más histórico-dinámica y difusionista. La última, más económica, ecológica y estática. Una cultura es fundamentalmente un modo de vida en forma, una expresión plena de un modo de ser, que puede verse mutilada o impulsada por elementos ajenos, normalmente culturas hipertrofiadas y expansivas, viejas, que Spengler denominó civilizaciones. La influencia difundida por lo foráneo, se refracta en un análisis ecológico y económico, como determinación superestructural en el lenguaje marxista. Esta, no tuvo el poder absoluto de aniquilar la cultura afectada en el caso asturiano. En lo que hace a nuestro patrimonio rural y/o etnográfico básico, se ha traducido en un recorte económico de las posibilidades y del nivel de vida del campesinado asturiano, en comparación, pongamos por caso, con el de otras culturas de nuestro entorno geográfico, como el vasco. Por término medio, el tardío y difícil paso de la condición jurídica de colonos y foreros a la de propietarios, fue un obstáculo superestructural de mayor peso que otros factores comúnmente señalados en las explicaciones pseudonaturalistas (la «pobreza del suelo», la «terrible orografía»). La casería asturiana sólo experimentó los esplendores homologables al rico caserío vasco, en aquellas familias en las que el patrimonio heredado era notable, y la cantidad de tierras daba garantías para una autosuficiencia cómoda. Pero en nuestro país predominaba el minifundismo, y peor que la falta de buenas tierras abundantes, era la dispersión de las mismas restándole racionalidad en su aprovechamiento particular. También eran solventes las explotaciones bien situadas geográficamente en feraces valles o rasas costeras, en zonas dominadas por villas agraciadas por un cierto comercio y unas posibilidades de embarque o comercialización del excedente, cuando éste existía. Pero esta situación favorable fue minoritaria en nuestro país. El maíz y la patata americanas dieron buenas rachas a la sociedad rural asturiana, permitiendo a grandes masas humanas sostenerse sin hambrunas, pero la factura de esta buena coyuntura nutricional hubo de pagarse con la superpoblación y su efecto inmediato, la emigración ultramarina.
2. Transformaciones en la sociedad tradicional asturiana. Estas tienen su tiempo en el siglo XIX. El estado español liberal y centralista de aquella época ejerce un influjo que no puede ser considerado como positivo para la sociedad asturiana en un balance general. En términos de autogobierno, el centralismo liberal supone un atentado definitivo contra la realidad política de Asturias, como comunidad nacional diferenciada. El estado, en su afán de crear una burguesía española capitalizada, arranca las tierras comunales de manos de los concejos, del pueblo campesino. No deja de favorecer, además, a la nobleza acaudalada que abdica de sus responsabilidades como inversionistas en industria y actividad productiva y expande, en no pocos casos, su dominio como terratenientes. La burguesía nativa de los tiempos pre-industriales, e incluso después de ellos, no está a la altura de la misión histórica que debería tener asignada, y solo se afana por gozar de una posición de terrazgueros, imitando en todo el comportamiento la nobleza improductiva. Los primeros grandes capitales enviados por los indianos, pese a su colocación en obras benéfico-sociales y suntuarias, se coloca al margen de la productividad y también conoce una plasmación como capital paralizado en los terrazgos. Ante esta falta de capital productivo nativo, es lógico que la procedencia de éste proceda del extranjero, principalemente paises europeos, y en segundo lugar vendrá de Cataluña, Euskadi o Madrid, entre otras zonas del estado. Tal dato ilumina lo que habrá de ser una tónica general de la industrialización asturiana desde los orígenes hasta su reciente desmantelamiento. El capital productivo vino hasta nuestro país movido por unos recursos naturales y unas condiciones brutas que parecía adecuado valorizar. El comportamiento de la industria de nuestro país fue de siempre, y mayoritariamente, pasivo en lo que hace a la recepción de capital foráneo y, consiguientemente, en lo que se refiere a la expulsión de las plusvalías a resultas de la actividad productiva. Tal pasividad equivale punto por punto a la situación de una colonia. Tanto da que a nivel jurídico-formal la nación goce de soberanía, como en el caso de las jóvenes repúblicas sudamericanas, o que su autogobierno haya sido anulado por el estado liberal-centralista, como era el caso asturiano, si la realidad material o económica es la que se corresponde con una dependencia de capitales productivos foráneos y una plusvalía fugitiva en consecuencia. Esto hizo que el aumento subsiguiente de la clase obrera asturiana se correspondiera, de manera «colonial» con una persistencia de la burguesía a la manera del Antiguo Régimen, parasitaria en grado sumo, o clientelar con respecto a las grandes iniciativas empresariales y financieras foráneas. El curso de las décadas demostraría que esta manera de industrializar Asturias haría de ella una nación particularmente débil ante los manejos de quien detentara el control o la propiedad del capital. Si en un principio se trataba de capital de titularidad privada, el siglo XX conocerá la puesta en marcha de una política patronal a cargo del estado, ante la dejadez, huida o inoperancia del primero. La colonia de los grandes próceres de la hulla o la siderurgia, pasó a ser la colonia del estado español que, bajo criterios bien opacos, pero en todo caso criterios geoestratégicos y militares, persistió en hacer de Asturias una región poco diversificada en lo que hace a su tejido productivo industrial. El franquismo, con su política de inversiones marcadamente centralista, aprovechó la tradición industrial asturiana para mantener unos sectores productivos que en ningún caso estaban pensados para satisfacer las necesidades del país nuestro, sino las propias de una autarquía propia de una dictadura aislada del concierto internacional. Cuando el régimen dictatorial español pudo abrirse a los mercados mundiales, la competencia de sus estructuras productivas comenzó a ser evaluada a la baja, y solo la inercia y una cierta geoestrategia a nivel peninsular (intra-estatal), por ejemplo la ubicación de industrias similares en Euskadi, país que amenazaba con su emancipación respecto del Estado Español, pudo explicar la continuidad de una política estatalista ajena a la racionalidad capitalista en Asturias.
3. Sin embargo, que Asturias fuera un país industrializado en grado elevado con relación a otras regiones del estado, produjo en nuestra sociedad unas coyunturas revolucionarias cuyo peso es necesario valorar.
a) La creación de una clase obrera numerosa, y con el tiempo, fuerte, combativa, organizada.
Este pasado obrero es hoy aún un factor diferencial con respecto a buena parte de lo que se entiende por «España», especialmente ambas Castillas, Extremadura y extensas regiones del resto del estado que aún dormitan en una economía agraria subvencionada, rápidamente transformada ahora en agro-business esclavista, por mor del trabajo de emigrantes extranjeros, o en un sector servicios que, hasta ayer, era casi inexistente en la «Piel de Toro». Este pasado obrero es el que todavía explica sociológicamente la abundancia de movimientos sociales y respuestas sociales y culturales, aunque corre riesgo de dormirse para siempre tras el desmantelamiento que, manu militari, los gobiernos del PSOE (especialmente) nos trajeron. También explica el coto al que tradicionalmente ha estado sometida la ultraderecha más cavernícola y la Iglesia más ultramontana en tiempos de democracia formal, si bien tras nuestro desmantelamiento, estas fuerzas reaccionarias están volviendo bravuconamente a la palestra asturiana al sentirse menos obstaculizadas en este cementerio industrial.
b) La formación de una clase obrera no fue tarea fácil en nuestro país. Los primeros patronos se encontraron con un proletariado que no se ajustaba a los moldes clásicos, que tan bien describe Marx en El Capital. Lejos de encontrarse con una clase obrera absolutamente desposeída de sus medios de producción, tras una Acumulación Primitiva que diera nacimiento a los grandes capitales, por un lado, y a los poseedores de fuerza de trabajo lista para ser vendida, por otra, el encuentro que las dos clases encargadas de la producción tuvo lugar aquí fue bien distinto. Los primeros mineros, y secundariamente, obreros fabriles, eran con mucha frecuencia, propietarios agrícolas. Estos obreros-aldeanos constituían una fuerza de trabajo indeseable para los patronos bajo muchos puntos de vista. La facilidad con que se les podía disciplinar y explotar no era grande y la mina/fábrica era, en ciertas épocas del año, un complemento asalariado de una economía autárquica en el seno de la casería. La importación de obreros ajenos al país, p.e. andaluces, extremeños, etc., contribuyó a la creación de una clase obrera clásica, vale decir, desarraigada del medio rural y de cualesquiera medios de producción propios o autogestionados que pudiera darle fuerza a esta clase en su dialéctica con el capital. Solo avanzado el siglo XX puede darse ya esta clase trabajadora desarraigada de la aldea, proletariado clásico. Pero si exceptuamos Gijón, Avilés, y algunos otros núcleos urbanos cien por cien, el perfil de muchos pueblos mineros o minero-industriales, revela aún hoy su peculiar mixtura con la arquitectura y el urbanismo rural, señal inequívoca de la doble naturaleza trabajadora del pueblo asturiano contemporáneo, como campesino y como asalariado minero-fabril.
b) Esta clase obrera, con todas las peculiaridades que antes hemos señalado, ha sido protagonista histórica de unos procesos de lucha de clase y de reivindicación soberana ante el fascismo que se encuentran entre los más interesantes de la historia europea. A pesar de la censura educativa y académica que se impuso en la llamada «transición», se ha de reseñar que la afirmación nacional del pueblo trabajador asturiano en el Octubre de 1934 sigue aún presente en muchas conciencias, y exige una explicación histórica seria, que marcará, en todo caso, una divergencia con respecto a la dinámica de otras zonas del estado. ¿Por qué esta reacción organizada pese a su escasez de medios armados ante un ejército profesional? Como mínimo cabe decir que la evolución hacia una conciencia de clase (hacia la ideología revolucionaria) había sido rápida en los últimos 50 años. En 1934, Asturias, el pueblo trabajador de nuestro país estaba a la altura de las circunstancias ante las amenazas del fascismo europeo y del fascismo español. El diagnóstico de socialistas, comunistas y libertarios no pudo ser más certero, a la luz de lo que vendría después: el alzamiento reaccionario de 1936, la peligrosidad de los regímenes de Hitler y Mussolini, la segunda guerra mundial etc. El hecho de que las fuerzas obreras, y en especial, sus dirigentes, de fuera de Asturias, no estuvieran a la altura de las circunstancias y no siguieran a los trabajadores asturianos en su revolución, contribuyó de forma decisiva para que Franco y sus rebeldes se impusieran finalmente en los campos de batalla. En la República de España, durante la contienda de 1936-1939, no se volvió a alcanzar nunca esa unidad obrera y la visión de futuro revolucionarias de 1934, las del octubre asturiano.
c) Cualesquiera que fuesen las peculiaridades sociológicas e ideológicas del proletariado asturiano, desde sus inicios híbridos en el XIX (campesino-minero, por ejemplo), con su fuerte ligazón a la tierra y a una cultura tradicional que la burguesía capitalista le quería arrebatar, lo cierto es que éste se convirtió en vanguardia de las reivindicaciones sociales y laborales, de la conciencia de clase y del afán ilustrado por elevar el nivel de instrucción de sus miembros. Es de notar que, ante la dejadez con que el Estado Español cumplía sus deberes educacionales, ya fuere con monarquías borbónicas, ya fuere con la dictadura franquista, el pueblo trabajador asturiano, tomando como precedente la labor de algunos benefactores indianos, organizó ateneos, casinos y academias de raíz y cuestación popular, que lograron no poco difundir la cultura entre las masas, desligándolas de las elites burguesas y de los academicismos oficiales, separándose así buena parte del pueblo del caciquismo sempiterno que permitió la fácil gobernación de los pueblos España, pero no del pueblo asturiano.
d) La simbiosis entre aldea e industria es otro aspecto que merece análisis profundos. Nuestro país, a tenor de su industrialización a fines del siglo XIX, experimentó fuertes cambios en la sociedad rural tradicional que, sin dejar de serlo en cuanto a ciertos valores esenciales, optimizó ciertos recursos, especializó su producción y halló mercados de excedentes en la creciente población obrera de las barriadas urbanas, de las cuencas mineras, de los poblados fabriles. La especialización ganadera, en detrimento del policultivo, data de esta época y no hará sino profundizarse a lo largo de una centuria hasta la crisis de los 70 del siglo XX. Y dentro de una mayor extensión y productividad de la producción ganadera, fue la especialización del vacuno la que marcará el rumbo. Se abasteció a la población creciente con carne y leche en abundancia, e incluso se exportó en grandes cantidades hacia España. La casería asturiana, en ciertos sectores pujantes, y sin abandonar del todo su polifuncionalidad contó con grandes bazas a su favor con esta especialización.
Otro aspecto de la sinergia aldea-industria hace referencia a la interpenetración cultural. Cuando en España se habla de «campo», o de la «vida en el pueblo» estas ideas no están connotadas de la misma manera en que lo están en Asturias. En el área mediterránea y castellana, especialmente, se vive de manera secular un dualismo casi antagónico entre campo y ciudad. La «civilización» (en el sentido spengleriano) latina, y por ende, imperial, agotó hasta el máximo la autonomía cultural, el «fermento» antropológico de la vida rural en esas regiones. En la cornisa cantábrica, sin embargo, Asturias comparte con Euskadi la peculiar forma de simbiosis entre aldea y caserío rural disperso, por un lado, y el poblamiento urbano y semiurbano de distinto tamaño y con infinitas combinaciones de integración con la aldea tradicional. El tejido industrial deja, sin duda, cicatrices, pérdidas paisajísticas, disfunciones en el paisaje natural, pero a su vez se va creando con ello una segunda naturaleza- de índole netamente humana y nacional donde es (o más bien era hasta hace poco) perfectamente admisible, por ejemplo, ver hórreos, varas de hierba y caserías en activo, en verdes intersticios que las grandes instalaciones fabriles dejaban libres. Donde no es de extrañar que el acerado urbano y la carretera flanqueada de castilletes o chimeneas gigantes, la cual prolongaba la calle de una villa, se meta directamente en pocos metros, con las curvas y pendientes necesarias, en lo más profundo y telúrico de una aldea tradicional. Lo que revela el paisaje, también se refleja en la mentalidad de los habitantes (en especial de la Asturias Central). No hay «solución de continuidad» campo-ciudad entre muchos de nosotros, frente a lo que se observa en España, sobremanera en Castilla y Levante: allí la ciudad es la sede (la Roma en pequeño) de los rentistas y los funcionarios, una sede de «servicios», vale decir, improductiva, que en parte es parasitaria del campo circundante, explotado y discriminado al estilo «imperial» por estas capitales urbanas.
Ni qué decir tiene que el actual desmantelamiento industrial de Asturias y su forzada «reconversión» en «región» destinada a la economía del turismo y demás servicios hará que esta idiosincrasia (que algunos consideran estéticamente fea, pero que es real) se perderá, y al ya tradicional papel parasitario ejercido por Oviedo, como capital eclesiástico-administrativa, se le suman Gijón, Llanes y muchas otras villas, todas ellas en proceso de ruina urbanística, siguiendo la égida de Castilla y Levante, propia de una economía centralista y dirigida desde Madrid. De esta manera, la desconexión entre lo urbano y lo rural, que incluso con las revoluciones industriales del pasado, parecía un fenómeno imposible, anti-orgánico, podrá ser una realidad a la vuelta de la esquina si se mantienen estas tendencias. De esta manera, la historia nos parece la mejor guía, una vez más, para comprender el presente y barruntar el porvenir.
4. La economía asturiana a la luz de la composición orgánica del capital. Como es sabido, Marx representa en una sencilla fórmula la llamada «composición orgánica del capital» en su obra fundamental Das Kapital. La fórmula es: K (Capital)= c (capital constante) + v (capital variable) + p (plusvalía). La lectura adecuada de esta fórmula exige entenderla bajo los presupuestos del «análisis dialéctico» que inaugura Marx en la historia del pensamiento y de la ciencia social, y que el autor de estas líneas ha comentado en sucesivos trabajos publicados en la revista Nómadas. Revista de ciencias sociales y jurídicas. Aunque me remito a ellos para su inteligencia, se dirá al menos aquí que Marx trata de analizar las totalidades sociales partiendo de su presentación como tales totalidades, esto es, fenómenos globales y unitarios. Mas por otro lado, se practica un análisis no mecánico (como es uso en la ciencia natural) sino dialéctico, uno que parte de la consideración del todo de partida en cada momento en que se despliega la investigación, es el que este filosofo propone para los fenómenos complejos de la sociedad que, por supuesto, son fenómenos históricos. El encuentro entre un método analítico (no mecánico, sino que acude al todo, dialécticamente en cada fase), y un enfoque genético, que acude hasta la raíz histórica de un fenómeno y sus sucesivos momentos de despliegue, que también forman parte de la estructura explicativa del mismo, es la clave de bóveda de esta metodología. Y Marx la aplica al Capital en general.
En estas líneas, mantenemos por ahora un propósito muy modesto. Se trata de dar unas indicaciones someras sobre el peso relativo que los elementos de la fórmula han guardado en la historia reciente de nuestro país, tomando como elemento de partida una unidad morfológica-cultural llamada «casería» o «quintana», hasta desembocar en una sociedad capitalista-industrial, evolución de cuyas consecuencias todos los asturianos somos testigos e hijos. El proyecto de trazar ese decurso es inmenso. Ni siquiera un equipo amplio e interdisciplinar de estudiosos diversas ciencias sociales podría dar cuenta de esta secuencia, aun guiados por la transparente fórmula marxiana de K=c+v+p .
Tan solo un intento forzado -y por ende, errado- podría aplicar dicha fórmula al estudio de la casería tradicional pre-capitalista. Por definición, carece de sentido hablar de la creación de capital en una unidad productiva que carecía de dicha finalidad por ser autárquica. No existe trabajo asalariado (v), del que obtener plus-trabajo y, por consiguiente, plusvalor (p) y por tanto, no se crea capital (K) en ningún sentido. Pero es sabido que desde la baja edad media la casería está inserta parcialmente en una economía capitalista comercial incipiente, como muchas granjas europeas de esta época. La proximidad a villas y puertos de embarque, a rutas de largo recorrido, a ferias y cortes, son ejemplos de factores que mejoran la posibilidad de comercializar excedentes y acumular capital por medio de la autoexplotación familiar. Entendemos por tal la economía doméstica que se sale de los limites de la reproducción simple y de la reproducción ampliada con vistas a cubrir aumentos de natalidad, y que, en ausencia de jornaleros se expande gracias a una explotación interna de los miembros de una familia. Estos se explotan los unos a los otros, aunque el patriarcado, el mayorazgo y la mera minoría de edad suponen una concentración de autoridad y poder en algunas personas privilegiadas dentro de la explotación intra-familiar. Es notable consignar que en el antiguo régimen, la posibilidad de producir excedentes y por, ende, convertirlos algún día en capital que mejorara la unidad productiva, debía destinarse al pago de foros, rentas y tributos eclesiásticos, reales, señoriales, etc. de muy diversa naturaleza. La ausencia de privilegios de buena parte del campesinado asturiano hizo que muchas de sus caserías no adquiriesen una morfología completa y una seguridad económica suficientes. Ello hizo que su carácter mísero en no pocas comarcas y fases de la historia fuera una tónica secular. Pues siglos duró el hambre, la emigración, la falta de salud y de tiempo para la cultura en la mayoría de los lugares. Nuevamente invocamos aquí el perjuicio que una superestructura señorial y eclesiástica ejerció sobre el pueblo, autosuficiente y creador verdadero de la riqueza, dotado de unidades propias de convivencia y aprovechamiento de la tierra, por lo menos desde la edad del hierro.
Apenas en las caserías nobles y ricas se dio el trabajo asalariado en el campo, a diferencia de las regiones del centro y sur de España. Este tipo de empleo debió menguar aun más cuando la irrupción de la mina, y después la industria atrajo a las manos libres o desocupadas. Cuando se produjeron las desamortizaciones y todavía más cuando las primeras instalaciones industriales hicieron acto de presencia, el campesinado fue accediendo a la propiedad de la tierra, bien entrado el siglo XIX, hasta llegar a adquirir un carácter casi universal. Con todo, el minifundismo, la dispersión de las parcelas, la división de las caserías por mor de las herencias y el raquitismo creciente de la propiedad rural fueron lacras que sufrió el campo astur, bien distintas de la desposesión y el carácter jornalero de muchos brazos del sur.
En las relaciones capital-trabajo en el capitalismo incipiente de nuestro país, la ausencia de una verdadera clase proletaria, por un lado, y de una verdadera burguesía nativa, por el otro, fueron factores genéticamente determinantes, cuyas consecuencias casi se dejan sentir hasta hoy, para lo bueno y para lo malo. La inversión en la parte variable de capital «v» era alta, en ausencia de manos muertas de jornaleros desposeídos o campesinos indigentes que pudieran sentirse atraídos por el trabajo asalariado. La escasez de los jornales, y la inseguridad del puesto de trabajo, fueron mantenida de manera rutinaria u obstinada por los primeros patronos capitalistas, quienes sin duda no había aclimatado a Asturias sus métodos de explotación. Encontrarse con unos semiproletarios, altamente conservadores, en el sentido (no necesariamente negativo) de tener un pie puesto en la casería, encajaba mal en su cosmovisión capitalista, mucho más dada a la «estabulación» de los obreros en poblados diseñados artificialmente por ellos o para ellos, donde alojar a los más esquiroles, a los más productivos y a los más seguidistas de la política patronal. Sólo la emigración de trabajadores no asturianos, y la reproducción siempre creciente de una clase obrera cada vez más urbanizada y socializada al margen de la aldea, pudo crear un autentico proletariado. Un paupérrimo capital variable «v» no se correspondía con el hecho social de una clase trabajadora sólo parcialmente desposeída de sus medios de producción y reproducción.
En contra del «progresismo» casi endémico de buena parte de la izquierda y del marxismo, debemos sostener en estas líneas que el supuesto carácter «conservador» del pueblo asturiano, incluidas sus clases trabajadoras, no constituye un rasgo psicológico innato, racial o esencial de su comportamiento, sino un producto circunstanciado históricamente, que en sí mismo considerado no debe entrañar ninguna valoración negativa. En el siglo XIX, resistirse a abandonar unas menguadas pertenencias que permitían el sustento propio del trabajador y de la familia, frente a la arbitrariedad e inseguridad de los primeros jornales mineros y fabriles constituye un comportamiento plenamente racional desde los mismos puntos de vista del cálculo individual y del coste de oportunidad. La milenaria vinculación del pueblo astur con su tierra podría entenderse en los términos más fríos y economicistas, como vía segura de mantenimiento de una cultura ante el reto de su desaparición por inanición o destrucción por parte del enemigo. La fórmula de convivencia y explotación de la naturaleza que han empleado nuestros antepasados hasta ahora, esa que ahora se suele rubricar con el término «tradición», es racional por todos los costados, habida cuenta de los factores habidos y por haber (grado de desarrollo de las fuerzas productivas, clima, orografía, calidad del suelo, técnica acumulada) así como de las alternativas posibles y que, por motivos precisos que la ciencia ideológica de la historia habrá de esclarecer, no fueron tomadas en consideración y resultaron excluidas. ¿Quién habla de «tradición» en un sentido irracional, instintivo, patológico en lo que tiene de falta de adaptación a un medio? Sólo como sistemas de pautas aprendidas y exitosas, pautas asumidas racionalmente es posible hablar de tradiciones en el sentido etnológico o antropológico.
Teniendo estas consideraciones en cuenta, la unidad productiva y convivencia que llamamos «casería» en nuestro país, lejos de poder ser tratada como una suerte de «empresa» en la que se dan inversiones de capital, o adelantos del mismo para una obtención de plusvalía, etc., debe entenderse como un complejo sistema de producción y reproducción de valores de uso. En eso estriba toda la llamada economía autárquica, que lejos de todo prejuicio «progresista» no impone necesariamente unos niveles sórdidos e indignos de vida. Puede haber unidades autárquicas que, en ausencia de graves intromisiones de la economía capitalista del entorno lejano, reproduzca de forma solvente un buen nivel de vida (valores de uso). En Asturias, no fue frecuente tal cosa precisamente por factores superestructurales, ajenos a la funcionalidad misma de la unidad de la casería y ajenos igualmente a los factores humanos y naturales que le dieron su ser. Esos factores negativos de orden superestructural, vale decir, de tipo envolvente con respecto a un núcleo tradicional en sí mismo funcional y eficaz, fueron.
1. La gradual subordinación y rebajamiento del primitivo «Reino de Asturias», primero a Principado y luego incluso a simple provincia periférica y cuasi colonial de la administración cortesana de Madrid, que todavía hoy padecemos. La desaparición de la Junta del Principado y de todo resquicio de autogobierno y foro que protegiera nuestros usos y costumbres dio la última estocada a una secular marginación de nuestros intereses y modos de ser. El reino castellano, después el reino de España, evitó el normal despliegue de nuestra democracia concejil emanada desde el medievo y amparó la estructura señorial, altamente colaboradora con la Corte de Madrid, y enemiga de clase del pueblo asturiano, gravado por tributos, foros, diezmos y toda clase de sangrías que llevaban fuera de sus tierras el producto excedentario de sus esfuerzos.
2. A remolque de estas sangrías, hay que hablar de la dependencia forzada del país a tratar en términos de intercambio desigual con una Meseta que, tradicionalmente estaba mal comunicada con Asturias y un tráfico difícil que encarecía los productos. En medio de tanto jovellanista que, para desgracia de su buen nombre, prolifera tanto en nuestro país por mil y un foros, fundaciones y pesebres, hay que subrayar que los proyectos «progresistas» de comunicación rápida y eficaz con la Meseta, a punto de culminarse en el siglo XXI, no son sino las armas de doble filo del nacionalismo español y centralista. Pues, aunque no tiene sentido ya una marcha atrás ni es deseable un aislamiento geográfico en el mundo de hoy, detrás del nombre de Jovellanos y de la variante de Pajares o la Alta Velocidad, etc., está el proyecto desnaturalizador de convertir a Asturias en el brazo marino de Castilla, junto con Santander. Rincón donde Castilla se asoma al mar cantábrico, y donde también se asoman los turistas españoles en verano, al tiempo que unas buenas comunicaciones permiten la definitiva castellanización de nuestra sociedad y una bolsa de consumidores de productos foráneos.
3. Una planificación socialista del país asturiano, acorde con su base y fermento social que es la casería, y las demás supraorganizaciones (parroquia, conceyu), ha de pasar por una estrategia de desarrollo sostenible en el que el campo y la ciudad se complementen y se atiendan recíprocamente, garantizando mercados autóctonos e identitarios que, sin vivir necesariamente en aislamiento respecto a mercados externos, abastezcan de manera satisfactoria a los propios ciudadanos de Asturias, y eleven el nivel de vida de una población autoorganizada y que sabe poner diques a las influencias globalizadoras marcadas por el exterior. El adecuado «cierre» y protección de las mercancías autóctonas, aun dable en un principio dentro de un contexto de capitalismo planificado, es la condición indispensable para la corrección de los perversos efectos que el neoliberalismo y la globalización están colocando en nuestro país, en clara situación de dependencia colonial ante los poderosos agentes de decisión foráneos. Es imprescindible, desde un socialismo nacionalista, proteger y promover a las pequeña y mediana empresa, así como al cooperativismo y a la agricultura particular y familiar de la casería, con la mayor optimización tecnológica y gestora a cargo del poder público, con vistas a la reconstrucción de una amplia red de pequeños capitales constantes capaces de quedar adheridos a la fuerza laboral que aporten sus propietarios, familiares y empleados, especialmente jóvenes, tan proclives a la emigración. Como fase previa a un estado nacional planificado de forma socialista, es crucial partir de las tradicionales raíces y bases sociales de nuestra cultura, como plataforma para un relanzamiento de Asturias, para su reconstrucción nacional. No sólo nos estamos quedando sin gente (emigrando, envejeciendo, limitando la procreación), sino que nos estamos quedando sin un capital constante mínimo que pudiera servir de placa de adhesión para fijar esas unidades un capital variable, es decir, para volver a crear una clase trabajadora, esta vez no amparada en unas pocas grandes unidades productivas dirigidas y creadas por el estado español (cuyo fin desastroso estamos conociendo hoy), sino en un tejido de numerosas unidades minicapitalistas que, apoyadas por un poder público verdaderamente asturiano, que aportara los medios tecnológicos y científicos más inasequibles a los particulares, pudieran aumentar el nivel de autosuficiencia individual y social de los asturianos productores. En contra del socialismo trasnochado de quienes sólo pueden sentir nostalgia por una empresa pública ciclópea, y por una utópica funcionarización del obrero, la tarea revolucionaria para Asturias consiste hoy en la conquista de un poder político con sentido de estado, vale decir, con sentido de un estado nacional soberano de Asturias, que arranque de una vez por todas las telarañas de la mafia sindical y de la izquierda oficial anclada en la cultura del subsidio y del colonialismo ejercido desde Madrid.