El estudio detallado de la historia de las ideas es como el cajón de las sorpresas. Estamos tan acostumbrados a que nos cuenten su historia los vencedores de la Historia que pocas muy veces nos damos cuenta de que de las historias de la historia la más interesante es aquella que un día se contó […]
El estudio detallado de la historia de las ideas es como el cajón de las sorpresas. Estamos tan acostumbrados a que nos cuenten su historia los vencedores de la Historia que pocas muy veces nos damos cuenta de que de las historias de la historia la más interesante es aquella que un día se contó y luego se perdió para la mayoría, que son los perdedores de la Historia. Esto lo intuyó muy bien Walter Benjamin en sus tesis sobre el concepto de historia, redactadas – y no es casualidad – en un momento malo para todos aquellos, socialistas y comunistas, que pensaban que desde el siglo XIX venían navegando a favor de la corriente.
La sugerencia principal de esta reconsideración benjaminiana de la historia es que no hay corriente. O, por mejor decir, que si alguna corriente hubiera, ésta es subterránea y sólo la descubriremos investigando sobre los cabos sueltos del ovillo, sobre las ideas y actuaciones que en el momento en que se propusieron no fueron suficientemente comprendidas.
La cosa viene a cuento a propósito del socialismo, la pena de muerte y los últimos acontecimientos de Cuba.
La otra historia, la que debe interesar a los de abajo, la ha contando uno de los historiadores más sensibles del siglo XX: Franco Venturi. Resulta que el primer autor que fue acusado a la vez de utópico y de socialista no era, según la caracterizaciones habituales de los libros de texto que luego se escribieron, ni utópico ni socialista. Se llamaba Cesare Beccaria y escribió un libro, de gran repercusión en su época, titulado De los delitos y las penas. El libro se publicó en 1764. Por entonces, en pleno auge de lo que solemos llamar Ilustración, había ya en Europa algunas especulaciones notables en favor del ideario socialista y comunista. Como, por ejemplo, la de Morelly, quien, además de criticar «el horror y la locura de nuestro estado policíaco» y de pretender, alternativamente, una sociedad en la que los bienes estuvieran en común, aspiraba nada menos que a la abolición de la idea misma de bien y mal. Así empezaba a nacer la idea moderna social-comunista, predicando al mismo tiempo la abolición de la propiedad privada y la abolición de toda moral tradicional.
Pero Beccaria no era Morelly.
Beccaria compartía con los ilustrados de su época, y sobre todo con los utilitaristas, la voluntad de crear una sociedad fundada en la razón y en el cálculo, haciendo a un lado oscurantismos y prejuicios heredados del pasado. Sólo que él se planteó un asunto sobre el que muy pocos habían reflexionado por entonces: el del derecho de la sociedad a castigar los delitos. Beccaria distinguió radicalmente entre pecado y delito, entre crimen y culpa. A diferencia de los primeros socialistas y comunistas modernos que querían dar voz a aquellos a quienes casi nunca se escucha, a los de abajo, entendiendo por tales, trabajadores y artesanos, pobres pero honrados, Beccaria tuvo la ocurrencia de dar voz a quien por definición no puede tener ya voz: el delincuente condenado. Y esa voz clama contra la injusticia de lo que los de arriba (y a veces también los trabajadores honrados) llaman justicia.
Beccaria dejó hablar al delincuente, al condenado, para poner de manifiesto la relación que hay entre la injusta justicia realmente existente y la desigualdad social. No por identificación simpatética con el delincuente, sino por sensibilidad ante los sufrimientos del condenado y porque establecer esa relación permite captar el vínculo entre las abstracciones jurídicas y los crudos hechos económicos. Con esa sensibilidad, y desde ese vínculo, puede uno preguntarse sobre el derecho a castigar en una sociedad injusta y desigual.
Lo mas apreciable y nuevo de la argumentación de Beccaria es que ponía en el centro del discurso algo sobre lo cual los primeros socialistas habían pasado como si del fuego se tratara: la violencia contra el reo, la tortura y la pena de muerte en el derecho penal. En un dibujo que Beccaria hizo para ilustrar la tercera edición de su obra imaginaba una justicia con los rasgos de Minerva en la que se funden ley y sabiduría. La Justicia-Minerva aleja de sí, con gesto de espanto, las cabezas cortadas que le tiende el verdugo, mientras vuelve, en cambio, sus ojos benévolos y sonrientes hacia los instrumentos del trabajo de los hombres de la época.
A diferencia de los utópicos ilustrados que se orientaban hacia el socialismo o el comunismo, Beccaria no propuso abolir de una vez por todas la diferencia entre bien y mal establecida por las morales tradicionales. Su idea de la sociedad de libres e iguales era, por así decirlo, autocontenida. Él no creía que el día de mañana la expresión de la libertad y la igualdad tuviera que pasar por la negación del derecho, de todo derecho. Beccaria era más modesto y también más realista: sólo proponía reformar el derecho a castigar los delitos, aboliendo la pena de muerte y la tortura. Y argumentaba ambas cosas con razones de utilidad, basándose en el principio de «máxima felicidad dividida entre el mayor número». Su humanitarismo utilitarista le llevó a proponer sustituir la pena de muerte, vigente entonces en todos los estados, por trabajos forzados.
Por todo ello fue acusado de utópico y de socialista. Se da la circunstancia, interesantísima, de que este es justamente el contexto en que aparece por primera vez en una lengua europea moderna el término «socialista» (para acusar, para condenar; no para proponer). El principal acusador de Beccaria, el que le llama «socialista», fue un fraile veneciano llamado Ferdinando Facchinei, el cual, además de defender a la Inquisición y de justificar la tortura y la pena de muerte como expresiones cabales de la autoridad, contrargumentaba algo que los de arriba siempre han pensado (y que cuando han dejado de pensarlo siguen poniendo en práctica a la hora de la aplicación del derecho penal), a saber: que el delito cometido contra un general no puede ser castigado de la misma manera que el delito cometido contra un mozo de carga.
Ya esto último remite a una clave para entender por qué tampoco los ilustrados contemporáneos ni los socialistas que vinieron después de la revolución francesa apreciaron como se debía aquella «utopía socialista» de Beccaria. Porque la cuestión social pasó tan a primer plano, y se vivió con tanta intensidad, que la sensibilidad moral frente a la práctica de la tortura y la aplicación de la pena de muerte se consideró mero reformismo. O, en el mejor de los casos, como algo que llegaría por sí solo, como caído del cielo etéreo del socialismo, cuando hubiera sido abolida la propiedad privada y el derecho penal mismo. Mientras haya clases, mientras exista la opulencia miserable, mientras haya opresores y oprimidos, la abolición de la tortura y de la pena de muerte será – se dijo – humanitarismo prematuro. O sea: mala utopía incluso para aquellos que postulaban igualmente la sociedad de libres e iguales. Pronto la guillotina se convertiría en Europa en el instrumento revolucionario por excelencia. Tanto que hasta la primera declaración de feminismo (Olimpia de Gouges) se hizo en base al hecho de que también las mujeres pasaban por la guillotina: «Si la mujer tiene derecho a subir al cadalso, también lo tiene a subir a la tribuna».
Así, Beccaria, el «utópico socialista» que no fue ni utópico ni socialista, quedó olvidado tanto por los socialistas utópicos como por los socialistas científicos, con alguna excepción notable, como la de Rosa Luxemburg. Y así se perdió, durante décadas, la posibilidad de un diálogo fructífero entre partidarios del socialismo y defensores de la abolición de la pena de muerte, un diálogo que tal vez habría ahorrado mucha sangre a la humanidad sufriente que, al decir de los socialistas, tenía que juntarse con la humanidad pensante.
En 1853, en un texto también olvidado, Karl Marx escribió un pequeño homenaje a Beccaria: «Para defender la pena de muerte se suele presentar ésta como un medio de corrección e intimidación. Pero la historia y la estadística prueban plenamente que desde Caín el mundo jamás se ha corregido o intimidado por el castigo ¡Miserable sociedad ésta que no ha encontrado otro medio de defenderse que el verdugo y que proclama su propia brutalidad como una ley eterna».
Puestos a prolongar las viejas utopías y los cabos sueltos de la historia, he ahí un buen paso para aproximar la sensibilidad social del socialismo y del comunismo del siglo XXI a lo que nos viene enseñando, con otra sensibilidad y desde hace décadas, Amnistía Internacional. Se me ocurre que una forma de contribuir a esa aproximación es reflexionar acerca de las concomitancias del dibujo de Cesare Beccaria sobre Justicia-Minerva y del cuadro de Paul Klee, «Angelus Novus», del que Walter Benjamin arrancó para su reconsideración del concepto de historia. Pues hay algo más que proximidad entre aquella Justicia- Minerva que mira con horror las cabezas cortadas que el verdugo le ofrece y el benjaminiano ángel de la historia que ve una catástrofe única, que amontona a sus pies ruina sobre ruina y que reflexiona sobre ese huracán que supuestamente sopla desde el paraíso al que nosotros llamamos progreso.
Quiénes somos «nosotros» ahora no está muy claro. Lo que está claro es que todavía en estos tiempos una parte sustancial de la humanidad que se dice civilizada y hasta socialista sigue, como dijo el otro, proclamando su propia brutalidad como ley eterna.
Francisco Fernández Buey é professor da Universidade Pompeu Fabra, em Barcelona.