Su denuncia de malos tratos en televisión en 1997, 13 días antes de ser asesinada por su marido, provocó una transformación social que abrió la puerta a las leyes para proteger a las mujeres de la violencia machista.
“Fotos de mi madre tenemos pocas, porque el asesino las quemaba”. Raquel explica por qué tienen tan pocas imágenes familiares tras subrayar “el orgullo y la admiración” que le produce la figura de su madre, Ana Orantes, la granadina que hace ahora 25 años le puso cara y voz a la violencia machista cuando parecía no existir para buena parte de la sociedad. Su asesinato generó un movimiento que obligó a cambiar las leyes para intentar proteger a las mujeres.
Cuando Raquel habla del asesino lo hace de su padre, José Parejo, el hombre que maltrató, vejó y dio palizas a Ana Orantes durante 40 años de matrimonio, y a la que (tras separarse en 1996) mató quemándola viva 13 días después de que ella denunciase sus cuatro décadas de sufrimiento en un programa de televisión. Y hoy la que subraya que su madre fue “un símbolo de valentía y rebeldía” es Raquel Orantes, porque ella y sus hermanos renegaron del apellido paterno, poniendo tierra de por medio con un hombre que fue condenado a 17 años de prisión y que en 2004 murió en encarcelado tras sufrir un infarto.
“El testimonio de mi madre le puso voz e imagen a algo que no lo tenía, hizo caer muchos velos”, y su caso “provocó una alarma social que llevó a la Ley contra la Violencia de Género”, la primera que en 2004 aprobó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Habían pasado siete años desde que el 17 de diciembre de 1997 Ana Orantes era asesinada con 60 años en Cúllar Vega (Granada). “Mi madre nunca fue consciente del impacto de lo que dijo en televisión”, para ella aquello fue como “poner punto y final a 40 años de martirio”. “Fue una confesión a los cuatro vientos, su forma de decir que la víctima era ella, porque a las víctimas entonces no se las reconocía y hoy, 25 años después, sigue ocurriendo. Fue una liberación, su forma de empezar una nueva vida, pero no se lo permitieron”.
“Yo le tenía pánico, le tenía miedo, le tenía horror”. Era el 4 de diciembre de 1997 cuando Ana Orantes metió el espanto de la violencia machista en horario de tarde en los hogares andaluces con su participación en el programa De tarde en tarde, que presentaba Irma Soriano. “Él venía borracho y me daba una paliza porque el vaso estaba boca abajo, o porque la silla tenía que estar en otro sitio ya tenía los palos encima”; cuatro décadas de infierno que empezaron con una primera bofetada a los tres meses de casarse.
“Este caso le puso rostro a la violencia machista”, apunta María Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género, y es que “ella fue la primera mujer víctima que contó su historia, su calvario, en una televisión, es decir, en un medio de comunicación con una gran capacidad de difusión”. “El impacto del caso de Ana Orantes en la sociedad fue enorme”, porque a la fuerza de su testimonio se unió que 13 días después “fue brutalmente asesinada por quien llevaba una vida maltratándola”. Aquello “removió conciencias y puso negro sobre blanco la situación que día a día vivían, y viven, muchas mujeres”.
“Hay que ponerse en la mentalidad de la sociedad de 1997”, prosigue Carmona. Entonces, “la violencia de género, tal y como hoy la entendemos, no existía. Los casos de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas se insertaban junto con las noticias de sucesos, el tratamiento informativo era el de ‘crimen pasional’ y cuando se producían, la responsabilidad sobre lo ocurrido recaía sobre la víctima, porque no era fiel o vestía de una determinada manera”. El caso de Ana Orantes impulsó un “cambio social” que desembocó en la aprobación de la ley en 2004 “que convertiría la violencia de género en una cuestión pública”. “Su asesinato abrió una ventana y arrojó un poco de luz sobre un fenómeno criminal que se toleraba y se silenciaba. Toda la sociedad fue evolucionando hasta llegar a lo que somos ahora”.
“Paliza sobre paliza”
En su participación en el programa de Canal Sur, Ana Orantes recordaba no sólo las agresiones, sino también las vejaciones. “Yo no sé hablar, no sé expresarme”, apuntaba con ironía sobre lo que le decía su ya por entonces exmarido, “y he estado 40 años que no podía acercarme a una ventana, los cuellos por aquí”, aseguraba al tiempo que se ponía una mano en la barbilla. “He sido chiquitilla pero no fea, era bonica, ahora no valgo un duro como dice él”, un hombre que “me pegaba y luego me decía que le perdonara, que eso no iba a pasar más, que no le hiciera caso a un borracho. Yo le creía porque tenía 11 hijos [tres de ellos fallecieron] y no tenía adónde irme, tenía que aguantarlo paliza sobre paliza y todo lo que me decía”. “Me pegaba y me dolía, pero más me duele lo que ha hecho con mis hijos”, confesó, al tiempo que le acusaba de haber abusado de dos de las niñas. Al hablar de sus hijos fue cuando la emoción afloró a sus ojos en un relato de más de media hora en el que se mostró firme y en el que no derramó ni una lágrima.
“Aquella entrevista fue un antes y un después”, subraya Miguel Lorente, forense, responsable en su momento de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género y profesor en la Universidad de Granada, quien recuerda que “no había una conciencia social” en relación con una violencia machista que sólo denunciaban unas asociaciones de mujeres que clamaban en el desierto. “El caso de Ana Orantes fue un aglutinante y un acelerante de un cambio social liderado por las mujeres, los hombres todavía tenemos mucho por hacer”, todo ello en un contexto en el que había una convivencia inasumible con la violencia en el que forense se encontraba casos de mujeres agredidas que decían que “mi marido me pega lo normal, lo que pasa es que hoy se ha pasado”.
Conexión con otras víctimas
Lorente apunta a tres factores que hicieron tan impactante el caso de Ana Orantes. El primero sería “un relato con una firme determinación del que no se podía decir que era el reflejo de una mujer despechada” y con el que conectaron muchas otras víctimas, “que sabían que pasaba eso”, mientras que el segundo fue la violencia del propio asesinato, que además trasladó una “imagen de conciencia del machismo”: aquello no fue porque su exmarido perdiera el control o actuara borracho o drogado, aquello fue “una violencia racional para castigar a su exmujer por ponerle en evidencia”. El tercero fue que la intervención de la víctima fue en un canal de televisión, lo que se tradujo en que los propios medios “se sintieron responsables y se empezó a hablar de la cuestión”.
“El discurso de Ana Orantes reflejó la parte humana, la de una persona que es consciente de que lo que le pasó no fue algo anecdótico”, de ahí su discurso de “justicia, igualdad y dignidad”, según Lorente. Raquel Orantes coincide en que su madre sacó lo que llevaba dentro, un acto “valiente”, pero que en ningún momento fue consciente “de la emoción que transmitió y las conciencias que removió”. “Si hubiera visto lo que pasó luego, su reacción habría sido de sorpresa”, porque su intención era pasar página y lo hizo a su manera porque era “feliz por naturaleza, siempre con una sonrisa en la boca”. “Cuando él aparecía, la anulaba, pero tenía mucha ansia de vivir”, apostilla.
“Ana Orantes le puso voz al relato de muchísimas mujeres que se identificaron con ella”, incide Carmen Ruiz Repullo, socióloga especializada en violencia de género y profesora de la Universidad de Jaén. “Lo contó con tranquilidad y veracidad” y su mensaje llegó a mucha gente, aunque en su momento “ni fue un símbolo feminista ni tuvo una repercusión más allá de la identificación de muchas mujeres”. Fue su asesinato, que aquella confesión “le costase la vida”, lo que la convirtió en un hito. “Me gusta más recordar el relato que el asesinato, porque fue el día que rompió su silencio”.
Un problema social que había que afrontar
“Con ella se pasó de hablar de crimen pasional a violencia machista”, y se empezaron a dejar atrás mitos –“algunos de los cuales todavía no nos hemos quitado de encima”– como que las agresiones eran una cuestión que el matrimonio tenía que arreglar de puertas para adentro. Su asesinato “aceleró los procesos y puso sobre la mesa que había un problema social que requería una respuesta política”, lo que propició una ley que “fue la más innovadora y avanzada en todo el mundo, y que en muchos aspectos sigue sin desarrollar”.
“El movimiento feminista venía denunciando los asesinatos de mujeres pero no tenía repercusión, no había ni estadísticas”, recuerda Teresa García, activista (“empecé a mediados de los 80 en Barcelona con el movimiento de autoinculpación por abortos”), sindicalista y hoy directora de Igualdad y Diversidad Sexual en el Ayuntamiento de Sevilla. “Fue a raíz de este caso cuando las administraciones y los partidos políticos tomaron conciencia de que a las mujeres las estaban asesinando por ser mujeres, hizo aterrizar un problema que era muy real”.
“Hace 25 años una mujer no podía ir a comisaría a denunciar a su marido porque le decían que algo habría hecho ella, el caso de Ana Orantes hizo ver que cualquiera de nosotras podía sufrir esa violencia”, recuerda García. “Cuando decimos que hay más mujeres asesinadas que víctimas de ETA nos dicen que es demagogia, pero es que es real; desde 2003 hasta ahora ha habido 1.171 mujeres asesinadas y eso es una brutalidad. ¿Te imaginas que fueran 1.171 futbolistas asesinados? Se paralizaría el país”. El Ayuntamiento de Sevilla, por cierto, fue el primero en España que le dedicó una calle a Ana Orantes. Fue en 2019, un gesto importante porque ayuda a que “los nombres no se borren de la historia, porque las mujeres tenemos nuestra propia memoria histórica”.
¿Y cómo se recuerda el caso Ana Orantes desde un colectivo como el Foro de Hombres por la Igualdad? El sociólogo Hilario Sáez entronca lo que ocurrió con “el derecho del patriarca a castigar a los miembros de la familia” que consagraba el Derecho Romano, aunque el asesinato fue tan “brutal” que se convirtió en “simbólico”, “parecía tener un mensaje a todas las mujeres de que te quemaré como a una bruja”. “Hubo un cambio en el sentido común impulsado por las mujeres”, y como colectivo masculino “fue el momento en el que decidimos salir por primera vez a la calle”. Ana Orantes, a la que el 17 de diciembre honrarán homenaje con un acto en Granada, “es un símbolo de las mujeres, pero también nos hizo tomar conciencia de que como hombres tenemos que hacer mucho más contra la violencia machista”.
Se acabó el guardar silencio
“Ahora sabemos perfectamente qué es la violencia de género, sabemos que es un fenómeno criminal con unas características propias”, resume María Ángeles Carmona, para quien “la sociedad ya no acepta el dominio de los hombres sobre las mujeres, que ya no guardan silencio”. En cuanto a lo que queda por hacer, “debemos seguir trabajando en la mejora de los mecanismos de prevención y protección de las víctimas y en la educación de nuestros jóvenes en valores alejados de los estereotipos de género”.
“No creo que haya retrocesos con la violencia de género, pero sí que hay una reacción beligerante”, señala por su parte Miguel Lorente, en la línea de que cada vez que ha habido un avance hay fuerzas que “si no pueden pararlo, intentan desviarlo”. Raquel Orantes, en cambio, sí considera que “estamos dando pasitos hacia atrás, una ley como la de 2004 por ejemplo no se podría aprobar hoy por unanimidad”. “No podemos pedir a las mujeres que denuncien si luego no tienen un respaldo”, lamenta en este sentido, y por eso reclama a jueces y fiscales que sean escrupulosos y que “no apliquen la ley a su antojo ideológico o religioso”. “Algo sigue fallando si más de 1.100 mujeres han sido asesinadas después de mi madre”, una Ana Orantes cuya imagen “está más viva que nunca” 25 años después y cuya historia no debe caer en el olvido “por si ayuda a alguna mujer a denunciar”.