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Súbditos o ciudadanos

Fuentes: Rebelión

El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo. Spinoza; Ética, IV, LXXIII Aunque en ocasiones lo parezca, no es cierto que los llamados políticos profesionales -las castas dirigentes de los […]

El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado,
donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad,
donde sólo se obedece a sí mismo.

Spinoza; Ética, IV, LXXIII

Aunque en ocasiones lo parezca, no es cierto que los llamados políticos profesionales -las castas dirigentes de los partidos mayoritarios- nos tomen por imbéciles. Antes al contrario, y de la misma forma que repiten sus conocidas palabras hasta el hartazgo como si estuvieran recitando versos de Muñoz Seca o Antonio Machado (son equivalentes funcionales en su boca), siempre han considerado que nuestra opinión, nuestro punto de vista sobre el mundo -expresada en las urnas con regularidad democrática o mediante el arbitrario sistema del referéndum- es fruto de una madura y sosegada reflexión. Piensan, y así lo manifiestan a la menor ocasión, en cualquier boda, banquete o bautizo mediático, que albergamos -aunque a veces no lo sepamos expresar dado nuestro escaso criterio y nuestra nula capacidad para la oratoria- nobles ideas acordes con profundas convicciones, hijas de la justicia social y de la deseosa y equilibrada redistribución de la renta. Sospechan que tenemos, bajo la fina capa del cinismo social y la almibarada propaganda que habitamos, un corazón monárquico respetuoso con las formas que constituyen nuestra riqueza institucional, sin importarles que esta devoción regia sea juancarlista o hereditaria copia coloreada felipeletizista. Somos -según parece- como ellos. Y así lo manifiestan y refrendan las encuestas que encargan.

Saben o intuyen -en su caso es lo mismo ya que el poder permite ciertas licencias semánticas- que florecemos tan honestos y limpios de espíritu como nuestros referentes políticos inmediatos y que al descuido -si no nos viera nadie, con alevosía, ensañamiento y nocturnidad- no cogeríamos de la imaginaria caja registradora unos encintados fajos de billetes para una juerga con final feliz en las Bahamas o en una vistosa doble página de Interviú. Si pudiéramos -aunque ignoremos que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento como estipula su inmaculado Código Civil- no engañaríamos ni falsearíamos documentos oficiales para conseguir un descapotable rojo (todavía es un objeto de alto valor simbólico como la propaganda del éxito se empreña en recordar), ni haríamos uso de bienes públicos para fines privados, ni disfrutaríamos de días de asueto y sofisticado vino en parques naturales y, llegado el caso, tampoco asesinaríamos utilizando los recursos del estado y sus cloacas de fango y recortadas por un control ilimitado de la situación (para obtener ventaja en una difícil negociación) o por unas regalías sociales, políticas o culturales indefinidas. En esto también nos igualamos. Representantes y representados, asumiendo los valores ideológicos propios de cada escala de mando, condición y clase social, actuamos como gentes de ley y orden hasta aparecer ante nosotros mismos -ante el espejo de nuestro desconcierto cotidiano- como demócratas de toda la vida, que se decía tiempo atrás. Ciudadanos cabales. Súbditos orgullosos de la grandeza y el campechano donaire de su monarquía parlamentaria y constitucional.

Cuando las eternas figuras de los partidos mayoritarios -se pueden localizar sujetos de esta naturaleza (casi vestigios arqueológicos) en el PP, PSOE e IU, por no seguir enumerando- son atrapados por la mandíbula de la prensa y aparecen sus vergüenzas al aire de la plaza pública -tras complot y posterior filtración de sus colegas de dirección- en indecorosa acción punible, es decir, haciendo uso de la res publica en cualquiera de sus variantes imaginables o traficando con influencias como si fueran toallas portuguesas, tenemos -el plural obedece al sentimiento colectivo- una intrínseca tendencia (natural) al perdón, a mirar hacia otro lado, (pues fuerte es nuestra impronta católica y honda la huella, grabada a fuego, de la tradición picaresca patriótica), y solemos dulcificar, con solemne deje paternalista, la condena moral. Justo es aclarar que damos por sentado -faltaría más- que a la cárcel no va nadie de esta naturaleza ya que tan violenta y definitiva reprobación penal cuestionaría la esencia misma del servicio público y el ímprobo esfuerzo que conlleva su sacrificio en beneficio de la democracia de mercado. Al fin y al cabo, y sin remontarse a la dictadura franquista ni enumerar en exceso, todos recordamos el despacho adjunto del hermanísimo del agudo memorialista (de cervantino proceder) y los fondos de la Iglesia Católica desparramados por Gescartera (modelo cuello blanco), la Expo de Sevilla (desarrollo último de la sonrisa del régimen) y la horchatera Terra Mítica, la especulación campogolfista que conlleva el conocido trasvase del Ebro y el GAL. Como se observa, una broma macabra de calcificados muertos y escurridizos millones: el aquelarre de la libertad democrática. Este es el precio que pagamos -sin duda algo elevado- por poder elegir entre Coca-Cola o Pepsi, entre el PP y el PSOE (con IU travestida de conciencia crítica en el definitivo papel estelar de cancerbero -un cameo en realidad- de la pureza de la izquierda). Una dilema crucial para el futuro de la macroeconomía y el mundo del trabajo (sic), como el personal reconoce en momentos de lucidez.

No nos toman por imbéciles, ya que saben -con certeza de obispo- que pensamos igual. Que aunque neguemos la mayor con falsa dignidad de artista en gira diciendo aquello de «esto no lo soporto, con este camerino con goteras no trabajo», pasaríamos -salvo contadas excepciones- por el aro de la prebenda y el avión privado como pasaron las tropas africanas del caudillo camino del largo verano de la victoria. Si no fuera así, si fuéramos diferentes, impediríamos con violencia que nos gobernara semejante tropa. Pese a todo, es incierto que los pueblos tengan los responsables políticos que se merecen. La engrasada maquinaria ideológica del capital es poderosa y cualquier combate, por pequeño que parezca, se convierte en una gesta heroica digna de los anónimos héroes de la Comuna de París. Si fuera fácil, ya habríamos instalado -a cargo de los presupuestos generales del estado- la guillotina eléctrica en la Puerta del Sol.