Arrimarse por completo unos a otros en un rincón buscando inútilmente protección, y que el sistema nervioso parasimpático relaje los esfínteres favoreciendo la salida de heces y de orina, es una reacción fisiológica repetida en situaciones en las que seres humanos, aterrorizados y paralizados, se saben a merced de sus agresores sin que para ellos […]
Arrimarse por completo unos a otros en un rincón buscando inútilmente protección, y que el sistema nervioso parasimpático relaje los esfínteres favoreciendo la salida de heces y de orina, es una reacción fisiológica repetida en situaciones en las que seres humanos, aterrorizados y paralizados, se saben a merced de sus agresores sin que para ellos exista opción para la lucha o la huida, bien por ser inviable o por la propia naturaleza de los prisioneros. Esa imagen, dantesca y sobrecogedora, donde cobra nombre y forma el precio de los más ruines instintos de algunas mentes perversas y criminales, consigue que se clave en nuestros estómagos el miedo atroz de individuos indefensos e inocentes a punto de morir, así como la cobardía y la crueldad de sus verdugos inconmovibles ante el agudo pavor de las víctimas, de sus víctimas. Sólo puede provocar -excepto en aquellos de moral muy yerma o ambición desmedida- unas lágrimas que no logran diluir la rabia y la aflicción por la escena que la retina envía a nuestro cerebro y que nos desgarra razón y sentimiento.
Pero no siempre son mujeres, hombres y niños los que aprietan entre sí sus cuerpos descompuestos en un desesperado e infructuoso intento por escudarse y evitar tan espantoso final: la fotografía que nos ha llegado de siete toros -de esos que llaman «bravos»- y que al día siguiente serían toreados en Azpeitia por los matadores Fandiño, Mora y Gallo, es la mejor y más irrefutable prueba no sólo de cómo la especie humana comparte respuestas somáticas y psíquicas con otros animales, sino también de hasta qué punto esa pretendida fiereza y agresividad del toro de lidia, no es más que una miserable mentira, un bulo concebido como parte de una estrategia sobre un mamífero herbívoro y pacífico que en modo alguno siente deseo ni placer por el enfrentamiento físico, tal y como nos quieren hacer creer para justificar lo injustificable.
Los siete toros, de la Ganadería de los «Adolfos», aparecen en la imagen pegados de costillares y arrimados de nalgas a un muro blanco. En la piedra de esa tapia y a la altura de sus anos se observa una mancha longitudinal y continua: es la que dejan sus heces. Porque esas criaturas -cuya retirada más allá es físicamente imposible- derraman en esa salida cegada a la libertad todo el miedo e indefensión que entra por sus ojos y cuyo cerebro no alcanza a interpretar plenamente pero sí a intuir como real, extremo e ineludible.
La cultura de la violencia, de la dominación, de la tortura, de la sangre, de la impiedad, del dolor y de la muerte. La cultura, en definitiva, de las heces. Esa es la que aplauden desde el ámbito taurino y la que el Gobierno les ha brindado a los amantes y negociantes de «la Fiesta Nacional», con la aceptación de su demanda de transferir buena parte de las competencias sobre tauromaquia del Ministerio del Interior al de Cultura, haciendo posible con esa medida que, entre otras ventajas, gocen de descuentos fiscales -que se sumarán a sus ya habituales subvenciones millonarias- y disfruten de mayor fomento y protección, en una campaña incesante de blindaje económico y ético como respuesta al permanente descenso en el número de aficionados y a la creciente sensibilidad en contra de una tradición que alimenta la ferocidad y el ensañamiento con seres vivos.
A esta decisión viene a sumarse el que en varias localidades españolas las corridas de toros hayan sido ya declaradas «Bien de Interés Cultural». Y como último objetivo del sector de la tauromaquia está el que la UNESCO proclame la lidia como «Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad». No deja de resultar amargamente irónica la alusión a la «inmaterialidad» en esta denominación, cuando en las heridas del toro se podría meter un puño, cuando el sayón habrá de lavar sus manos para eliminar la sangre derramada por el animal, y cuando se pueden escuchar los estertores de su agonía. Los veinte minutos de cada toro en la arena, son tan «inmateriales» como veinte minutos de torturas de la DINA a presos en Chile o veinte minutos del tormento de Schnauzi, el cachorro de perro al que no hace mucho un malnacido martirizó durante once horas hasta matarlo y después colgó el vídeo y la descripción de su «faena» en internet.
Al igual que no es necesario colaborar en una ONG de auxilio a refugiados de guerra o de ayuda a víctimas de la represión para sentir angustia ante la imagen de seres apiñados y aterrorizados frente a sus ejecutores, además de un asco infinito por estos últimos, no tendría que ser condición indispensable formar parte del activismo por los derechos de los animales para conmoverse ante la estampa de siete toros atrapados, asustados e incapaces de contener sus esfínteres por saberse abocados a un destino fatídico que no podrán describir ni concretar, pero sí presentir.
Vivimos en una sociedad que transige con semejantes vulneraciones de los derechos más fundamentales de seres vivos, y en la que buena parte de los responsables políticos estampan su firma para autorizar las ayudas a esta legitimación de la violencia, con consecuencias físicas letales para las víctimas no humanas pero también con efectos graves e indeseables para nuestra especie, y sobre todo para los niños, que crecen recibiendo el mensaje de que es lícita la tortura y que el sufrimiento puede ser catalogado como arte. Una comunidad como la descrita, o lo que es lo mismo, una comunidad como la nuestra, está dejando en el muro de la historia la huella de su paso con las heces de un comportamiento tan indigno y primitivo.
Los excrementos fecales de esos desventurados toros hieden mucho menos que las deyecciones morales de una especie, la nuestras, que utiliza su pretendida superioridad para regular a un tiempo el daño que inflige a otras criaturas y su impunidad por causarlo.
Mercedes Cano Herrera. Profesora titular de Antropología Social en la Universidad de Valladolid.
Julio Ortega Fraile. Delegado de LIBERA! en Pontevedra
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