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Tecnologías humanas y radiactividad natural (I)

Fuentes: Rebelión

Irrumpe en 1942 un fenómeno generado por la humanidad, por grupos específicos de la humanidad, cuyo análisis detallado nos podría llevar incluso a discutir sobre la epistemología de la ciencia en tiempos bélicos. El fenómeno: entra en funcionamiento en Chicago, en diciembre de ese año de 1942, el primer reactor nuclear ideado por Enrico Fermi, […]

Irrumpe en 1942 un fenómeno generado por la humanidad, por grupos específicos de la humanidad, cuyo análisis detallado nos podría llevar incluso a discutir sobre la epistemología de la ciencia en tiempos bélicos. El fenómeno: entra en funcionamiento en Chicago, en diciembre de ese año de 1942, el primer reactor nuclear ideado por Enrico Fermi, el gran físico italiano. Se le llamó la pila atómica. Fue el primer reactor que se fabricó para generar una reacción nuclear en cadena controlada y obtener plutonio con el fin de poder construir una bomba atómica. A partir de entonces, con la intervención humana, y en contra de lo que hasta entonces había sido la tendencia permanente, ha ido aumentado la radiactividad en nuestro planeta.

Recordemos que existe un fondo de radiactividad natural que se distribuye según la geografía y que depende, en proporciones diversas, de varios factores: de la radiación cósmica en un 40%; de la radiactividad terrestre de rocas, suelo y aire en otro 40%, y, finalmente, el 20% restante, de la radiactividad natural incorporada al organismo. Así pues, aproximadamente el 80% de la radiación natural que el ser humano recibe es externa a su organismo (En términos de medición física, alrededor de 0,00125 Sv al año por persona, entre 0,001 y 0,0015 según el territorio).

El sievert (Sv) es la denominación de la unidad estándar internacional de dosis de radiación eficaz o dosis equivalente [1]. Tiene en cuenta las características del tejido irradiado y la naturaleza de la radiación. Constituye la unidad paradigmática en protección contra las radiaciones ionizantes, pues, si bien con limitaciones, intenta expresar el riesgo de aparición de los efectos estocásticos -es decir, aleatorios- asociados al conjunto de las situaciones de exposición posibles. En la práctica el sievert es la dosis de energía absorbida ¾el gray [2]¾ multiplicada por un factor de ponderación propio de cada radiación y órgano o tejido [3].

El concepto inherente a esta unidad de medida es que la misma cantidad de energía absorbida puede determinar efectos muy distintos según el tipo de radiación y el órgano expuesto. De este modo, el factor de ponderación de los fotones gamma y de los electrones es uno, mientras que el de los protones es cinco y el de las partículas alfa es cuatro veces más, es de 20. El Sv es una magnitud muy elevada y usualmente se utilizan submúltiplos: el milisievert (mSv: milésima de sievert) y microsievert (mSv: millonésima de sievert). Conviene tener presente ¾pues frecuentemente se malinterpreta o se usa falazmente¾ que, por definición, el sievert sólo puede utilizarse para evaluar el riesgo de aparición de efectos estocásticos en los seres humanos pero no, cambio, sobre la fauna y la flora.

La radiactividad natural existente en el medio ambiente proviene de los radionúclidos contenidos en la corteza terrestre desde su origen y de los radionúclidos, con períodos de desintegración mucho más cortos, formados continuamente en las series radiactivas naturales del uranio, del torio y del actinio [4], o por la interacción de los rayos cósmicos con la atmósfera y la superficie del globo.

Los diversos radionúclidos naturales contribuyen muy desigualmente a la radiactividad global de la biosfera, debida fundamentalmente a una veintena de ellos. Dada su abundancia en la corteza terrestre y su ritmo de desintegración, tres de ellos, el torio 232, el uranio 238 y el potasio 40, son causa de alrededor del 90% de la radiactividad natural.

De los catorce radionúclidos generados por los rayos cósmicos, los más frecuentes son el carbono-14 (el más abundante), el tritio (el hidrógeno-3) y el berilio-10, que representan una ínfima proporción de la radiactividad del medio. Al atravesar la atmósfera, los rayos cósmicos, fundamentalmente, protones, partículas alfa y, en menor proporción, electrones y otras partículas, interaccionan especialmente con el hidrógeno y el nitrógeno produciendo, respectivamente, tritio y carbono-14. El nivel de radiación cósmica aumenta per se con la altura sobre el nivel del mar y con la latitud; en el Ecuador es mínima por tanto. Conviene tener presente que la cantidad de estos radionúclidos se encuentra en equilibrio entre una formación constante y una desintegración continua con vidas medias cortas [5].

¿La distribución de radionúclidos naturales en la biosfera es, pues, homogénea? No, no lo es. La distribución presenta una amplia variabilidad en función del medio y de procesos geoquímicos. En el medio acuático destaca el potasio-40 que representa prácticamente el 95% de la radiactividad natural total y que es también el componente mayoritario en la radiación interna debida a la incorporación de radionúclidos a los tejidos del organismo. Junto al potasio-40, pero con mucha menor importancia, están el carbono 14 y el radio, que se incorporan a través de las cadenas tróficas, y el radón 222. Este gas inerte, que proviene de la desintegración del uranio 238 contenido en las rocas y, por lo tanto, en los materiales de construcción, se difunde en la atmósfera, aumentando en lugares poco ventilados y penetrando en los pulmones.

Como cualquier otro contaminante, los radionúclidos introducidos en la biosfera no permanecen fijos sino que existen diversos factores meteorológicos, geoquímicos, acuáticos y biológicos que determinan su dispersión y circulación por el medio, recorriendo grandes distancias a partir del foco emisor. Estos factores, junto con las características singulares del radionúclido, provocan que la diseminación del contaminante no sea en ningún caso homogénea.

Toda esta radiactividad natural fue disminuyendo a lo largo del tiempo. Sin embargo, pero ha ido aumentando desde 1942. A través de los procesos tecnológicos, de los reactores nucleares, los seres humanos introducimos en la biosfera elementos radiactivos, algunos de ellos elementos muy similares a los que fisiológicamente, de forma natural, utilizan los organismos. El estroncio 90, por ejemplo, que es uno de los elementos más importantes de la contaminación de Chernóbil, o el cesio 137, hemos oído hablar de él en los medios tras la hecatombe de Fukushima, son radionúclidos que se incorporan al organismo. El primero actúa como el calcio y se incorpora a los huesos; el cesio 137 se incorpora a los músculos, como el potasio; el iodo radiactivo se incorpora al tiroides (recordemos las recomendaciones dadas por el gobierno nipón sobre el iodo tras las radiaciones de Fukushima).

Todos estos elementos consiguen incorporarse al cuerpo humano porque son equivalentes o iguales, como en el caso del iodo, a elementos no radiactivos que existen en la naturaleza y que son necesarios para la vida. El ininterrumpido aumento del uso industrial, militar, científico y médico de la energía atómica, de los radionúclidos y las ondas electromagnéticas de alta frecuencia, rayos X y gamma, está incrementando fuertemente, y de forma continua, el nivel de exposición que sufre la especie humana a las radiaciones ionizantes.

Esta exposición se suma al fondo radiactivo natural. A este fondo radiactivo de origen natural, gran parte de él acumulado en depósitos geológicos, se han venido a añadir, pues, una larga y diversa serie de fuentes artificiales: aparatos como los tubos de rayos X, los aceleradores, diseñados para emitir radiaciones cuando se ponen en marcha, pararrayos, detectores de humo, relojes, son artículos de consumo habitual que contienen -o contuvieron- radionúclidos. Sin olvidar, desde luego, la concentración de sustancias como el uranio o el radio durante el proceso de fabricación del combustible nuclear que antes se encontraban dispersas en depósitos minerales, la transformación de sustancias no radiactivas en radiactivas en las propias centrales y en los generadores de satélites y submarinos, el fondo radiactivo originado por las explosiones de armas nucleares y los accidentes de transportes militares, de los satélites espaciales, de las centrales nucleares y de las plantas de reprocesamiento así como los residuos derivados de todas las actividades anteriores.

En el ámbito de la medicina, en la que la mayor parte de la irradiación es de tipo externo (radiografías, tomografía computerizada, etc), la administración de radioisótopos para diagnóstico ha ido también en aumento en las últimas décadas.

La presencia a escala mundial de numerosas instalaciones y aplicaciones de la energía nuclear, conteniendo inmensas cantidades de radionúclidos tóxicos, altamente activos y de larga vida, constituye una gigantesca fuente potencial de contaminación radiactiva del medio y un riesgo de exposición a la radiación de creciente importancia para la salud pública. La entrada de estos radionúclidos en la biosfera ya se ha efectuado de forma significativa. Se conocen más de 400 elementos radiactivos artificiales, algunos de ellos detectados en cantidades importantes en la atmósfera, la hidrosfera y la litosfera. Bien mirado, y sin exageración, estamos generando una hipoteca para la vida de las futuras generaciones o, cuanto menos, la estamos haciendo algo o mucho más peligrosa.

Es, pues, en general, una hipoteca a largo plazo. No digamos ya cuando hablamos de radionúclidos de vidas enormemente largas. El estroncio 90 tiene una vida media de 30 años, lo que quiere decir que en ese período se ha reducido su masa a la mitad y que en los 30 años siguientes se habrá reducido otra mitad la mitad restante, lo que significa que dentro de 60 años, después de unas dos generaciones, aún quedará la cuarta parte del estroncio inicial. Pero la situación se agrava todavía más en casos como los del plutonio o los del americio, el elemento que se forma cuando desaparece el plutonio 239.

Esto último permite rechazar una de las falsas informaciones que se han dado en ocasiones sobre el accidente atómico de Palomares, seguramente de forma nada inocente: el plutonio que estaba en Palomares está disminuyendo, se ha afirmado a bombo y platillo, pero no se comenta en cambio que al mismo tiempo el plutonio se ha ido transformando en americio 241 y que este elemento es un isótopo altamente energético que también puede incorporarse al organismo humano.

Hay aquí además un asunto que tiene aspectos que permiten la ironía o el escepticismo. Es un poco absurdo pensar, o altamente arriesgado si se prefiere, que puede existir una institución humana que permanezca millares de años vigilando, controlando algo con eficacia. Las instituciones más antiguas que conocemos son la burocracia china y la Iglesia católica. La primera tiene algo más de 2.000 años de existencia y la segunda debe tener unos 17 siglos de antigüedad como poder con fuerte capacidad de control de las gentes. Pensar que dentro de 10.000 o 20.000 años puede haber algún organismo humano que siga vigilando el plutonio que se está generando ahora es totalmente ilusorio o, seamos bien pensados, muy ingenuamente optimista. En cualquier hipótesis, muy irresponsable.

En casos como éste suele afirmarse: tranquilidad, la ciencia y la tecnología, como está probado y casi demostrado, avanzan siempre, incluso en momentos de desesperación. Confiemos en ellas. Ya encontraremos alguna solución en el futuro y no muy tarde por lo demás. Siempre surge en este punto la respuesta tecnocrática: no nos preocupemos: como en otras ocasiones, ya se encontrará alguna manera efectiva de hacer bien las cosas y no muy tarde. Decir eso es equivalente a afirmar el recordado «después de mí, el diluvio». No tenemos actualmente ninguna tecnología previsible -vale la pena remarcar: ninguna- que pueda utilizarse de manera efectiva y segura en este tema.

Aparecen a veces partidarios de «la ciencia-ficción» que sostienen que esos elementos se pueden transmutar. Naturalmente que se pueden transmutar, es evidente que ya existe tecnología que permite transmutar los metales (o cualquier elemento por lo demás). Es el viejo sueño de los alquimistas. Se puede, qué duda cabe, transformar el plomo en oro, pero estos procesos son tan costosos que es mucho más barato el oro que existe en la naturaleza que el que se pueda obtener mediante estos procesos. Aparte estos nuevos elementos sólo se pueden conseguir en cantidades muy pequeñas, prácticamente ínfimas, en aceleradores de partículas de muy altas energías.

Sigue siendo, pues, un problema la hipoteca que representa la generación de residuos persistentes, sea con tecnología moderna, sea con tecnología más antigua, que en el fondo no son tan distintas como a veces se dice.

El argumento, usado desde atalayas defensoras de la energía nuclear, que señala que también existe radiactividad natural y que, por consiguiente, no deberíamos preocuparnos, es totalmente falaz, no se puede considerar seriamente. Por un lado, la vida, nuestra especie en concreto, ha aparecido en un fondo radiactivo determinado que ha ido disminuyendo desde el origen del planeta, pero nosotros, con nuestras actividades, con nuestra tecnología, estamos incrementado esa radiactividad. Esto es un hecho radiobiológico comprobado. Cuanto más antigua es una especie o un philum más resistente es.

Pero, además, por otro lado, la afirmación de que la radiactividad natural no tenga efectos negativos es una tesis muy discutible porque también hay estudios publicados que muestran que hay diferencias de efectos -cánceres, diversos tipos de mortalidad- cuando la radiactividad natural es más alta en una región que en otra. Daremos un ejemplo de esto último en nuestra próxima nota. Que algo sea natural no significa que se forzosamente bueno.

Nota:

[*] A partir de capítulo 4º de ERF y SLA, Casi todo lo que usted deseaba saber algún día sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente, El Viejo Topo, Barcelona, 2008. El capítulo se abría una cita de una entrevista de 1983 a Manuel Sacristán: «[…] No hay antagonismo entre tecnología (en el sentido de técnicas de base científico-teórica) y ecologismo, sino entre tecnologías destructoras de las condiciones de vida de nuestra especie y tecnologías favorables a largo plazo a ésta. Creo que así hay que plantear las cosas, no con una mala mística de la naturaleza. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que nosotros vivimos quizá gracias a que en un remoto pasado ciertos organismos que respiraban en una atmósfera cargada de CO2 polucionaron su ambiente con oxígeno. No se trata de adorar ignorantemente una naturaleza supuestamente inmutable y pura, buena en sí, sino de evitar que se vuelva invivible para nuestra especie. Ya como está es bastante dura. Y tampoco hay que olvidar que un cambio radical de tecnología es un cambio de modo de producción y, por lo tanto, de consumo, es decir, una revolución; y que por primera vez en la historia que conocemos hay que promover ese cambio tecnológico revolucionario consciente e intencionadamente».

[1] Su nombre toma pie en el físico sueco Rolf Sievert, pionero en la radioprotección.

[2] El gray mide la radiación absorbida. 1 Gray (1 Gy) es igual a 100 rads y equivale a la absorción de 1 julio de energía de radiación por un kilogramo de tejido irradiado (J/kg). Es una unidad de medida coherente recomendada por la Comisión Internacional de Unidades y Medidas de Radiación.

[3] Equivale a 100 rems, la antigua unidad de dosis equivalente (rem: roetgen equivalent man)

[4] Existe una cuarta serie artificial, la del neptunio.

[5] Tiempo medio de desintegración, el tiempo que tarda un elemento radiactivo en reducir su masa a la mitad.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.