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Vínculos entre ecologismo y feminismo

Tejer la vida en verde y violeta

Fuentes: Rebelion

«Entre matar y morir existe una tercera vía: la vida» Pancarta de Mujeres de Negro «Las Madres y Abuelas de Mayo demostraron a los que desprecian las tareas domésticas que preparar croquetas y zurcir calcetines para los hijos durante años y años es también una buena manera de entrenarse para combatir contra una dictadura feroz. […]

«Entre matar y morir

existe una tercera vía: la vida»

Pancarta de Mujeres de Negro

«Las Madres y Abuelas de Mayo demostraron a los que desprecian las tareas domésticas que preparar croquetas y zurcir calcetines para los hijos durante años y años es también una buena manera de entrenarse para combatir contra una dictadura feroz. La ampliación del ámbito de su lucha desde las cocinas de sus hogares y la expansión de su conciencia social y su actividad militante más allá de las fronteras de su país confirma el paso natural del cuidado de los cuerpos al cuidado del mundo que llamamos política.»

Santiago Alba Rico

En la década de los 70 un grupo de mujeres se abrazaron a los árboles de los bosques de Garhwal en los Himalayas indios. Intentaban defenderlos de las modernas prácticas forestales de una empresa privada. Las mujeres sabían que la defensa de los bosques comunales de robles y rododendros de Garhwal era imprescindible para resistir a las multinacionales extranjeras que amenazaban su forma de vida. Para ellas, el bosque era mucho más que miles de metros cúbicos de madera. El bosque era la leña para calentarse y cocinar, el forraje para sus animales, el material para las camas del ganado, la sombra… El abrazo de las mujeres Chipko a los árboles (chipko significa abrazo en su lengua) era el abrazo a la vida.

En esta misma década, en 1977, un grupo de unas 14 mujeres se organizaba en Buenos Aires. Madres de personas desaparecidas convirtieron en público su dolor privado. Durante décadas, las Madres de la Plaza de Mayo representaron un ritual semanal de resistencia basado en el papel que la ideología patriarcal, tan funcional a la dictadura militar, había asignado a las mujeres. Ellas asumieron este discurso para darle la vuelta y convertirlo en arma política. Desde su papel de madres convirtieron su pérdida personal en política y resistieron, invirtiendo las formas tradicionales de activismo social y político, frente a la durísima represión y violencia militar. El eje central de las políticas de las Madres era la defensa de la vida y el derecho al amor.

El movimiento Chipko y las Madres de Mayo son dos de los muchos ejemplos de la actividad social y política de las mujeres centrada en el mantenimiento de la vida. Esta centralidad en la vida crea un espacio de encuentro y de diálogo entre el ecologismo y el feminismo que alumbra interesantes propuestas para la transformación social.

Por ello, en este cuaderno vamos a analizar los paralelismos que existen entre el origen de la subordinación de mujeres y de naturaleza en la cultura occidental, los problemas que ha generado esta situación de dominación y la propuesta de transformación social que supone la sinergia y el diálogo entre el feminismo y el ecologismo.

El pensamiento occidental subordina a las mujeres y a la naturaleza

El modo de comprender lo que nos rodea tiene fuertes implicaciones en las formas de intervenir sobre esa realidad. La filosofía que alimenta nuestra cultura es una herramienta que sustenta la supremacía del hombre y la subordinación de las mujeres y de la naturaleza.

La génesis del modelo de pensamiento occidental, hunde sus raíces en la Modernidad, un periodo largo y complejo que abarca varios siglos. La Modernidad no tiene una fecha clara de inicio, aunque muchas personas señalan 1637, año en el que Descartes publicó el Discurso del Método, como momento de arranque. Se trata de una época plagada de avances, en la que se consigue desvincular el desarrollo del pensamiento del poder religioso, o en la que el concepto de ciudadanía (masculina) se abre paso, etc. Pero durante este período también se sentaron las bases de los actuales modelos de pensamiento que han conducido a vivir de espaldas a la naturaleza. Se crearon las concepciones sobre el mundo y el progreso que aún hoy se mantienen, se estableció el modo de relación entre los seres humanos y su entorno, y se creo un sistema tecnocientífico que creció sin considerar límites y a unas velocidades incompatibles con los procesos de la Biosfera que sostienen la vida.

La revolución científica e ideológica que instaura la Modernidad se consolida en el período ilustrado que culmina en la segunda mitad del siglo XVIII. En este momento se afianza la cultura occidental como visión generalizada del mundo y se da la concurrencia de dos fenómenos muy significativos: por un lado, la aparición de los ideales de la Ilustración, basados en la libertad intelectual y el conocimiento emancipado de la Iglesia; y por otro el surgimiento del mercantilismo y de la revolución industrial. Tristemente en los siglos que vendrían después, el mercantilismo y las consecuencias de la revolución industrial han primado, haciendo de la libertad intelectual y de una gran parte del conocimiento desarrollado, instrumentos a su servicio.

El sistema de pensamiento patriarcal presenta tres rasgos esenciales: su estructura binaria, su carácter jerárquico y su pretensión de universalidad. En efecto, la estructura de pensamiento se basa en una serie de dualismos que dividen la realidad en pares de opuestos (cultura/naturaleza, mente/cuerpo, razón/emoción, conocimiento científico/saber tradicional, público/privado, hombre/mujer, autonomía/dependencia, etc.). La relación entre estos pretendidos opuestos no considera espacios intermedios, interacciones mutuas o dobles causalidades. Por tanto, en esta forma de pensamiento, la afirmación siempre requiere de la negación de lo diferente. En segundo lugar, tal y como decíamos, se sostiene que esta estructura binaria tiene carácter jerárquico y, en cada par, un término encarna la normatividad y normalidad frente al opuesto que representa la anormalidad o «lo otro».

Por último, el término que usurpa la normatividad o la normalidad se erige en universal, se convierte en «lo único». Así, se invisibiliza la existencia de «lo otro» que deja de constituir una parte de la realidad para pasar a ser una excepción o ausencia de lo normativo. Cada par de pretendidos opuestos, en los que la relación es jerárquica y el término normativo encarna la universalidad, se denomina dicotomía. Unas con otras se encabalgan estableciendo paralelismos entre ellas. Así pues, en las dicotomías mencionadas anteriormente, las mujeres quedarían del lado de la naturaleza, del cuerpo, de la materia, de las emociones, del saber tradicional, de la experiencia, del objeto, de lo dependiente, de lo privado… rasgos considerados femeninos frente a sus opuestos considerados masculinos. En Occidente, después de la Ilustración, esto ha significado que el hombre blanco, burgués, heterosexual, sin discapacidades, etc. ha asumido el papel de sujeto universal con respecto al cual, el resto de grupos sociales aparecen como desviaciones.

La cultura del occidente ilustrado ha construido el concepto de progreso sobre la base de la superación y progresivo alejamiento de la naturaleza y de la adquisición de la capacidad de los seres humanos para ser independientes de ella a través de la ciencia y la tecnología.

En modo de pensamiento patriarcal que subyace a la ciencia moderna, el par cultura/naturaleza se encabalga de forma clave con el par masculino/femenino. Naturaleza y mujer se asocian con lo irracional y por tanto, con aquello que necesita ser domesticado y controlado. A partir de ahí, se justifica ideológicamente el dominio y la explotación de la naturaleza y de las mujeres a favor del hombre y los valores masculinos y, más aún la invisibilidad de ambas en el relato que los hombres hacen de la realidad.

La invisibilidad se intensifica a causa del mercado

El modelo de pensamiento científico que se gesta durante la Modernidad y la Ilustración y que sirve de base para la revolución industrial se concreta en el terreno económico en la consolidación de la economía de mercado. El capitalismo y su modo de producción se perciben como un estadio de civilización superior porque emancipa a las sociedades de los intercambios inmediatos y orgánicos con la naturaleza y promete un crecimiento y, por tanto desde su óptica, un progreso que no tiene límites.

La economía de mercado sitúa precisamente el mercado como epicentro de la realidad, como patrón que define lo valioso, lo importante, lo central. Por tanto, todo aquello que no entre al juego del mercado no forma parte del mundo de lo económico y, por eso, en un mundo centrado en los mercados, se convierte en secundario, intrascendente y en el límite invisible.

Una vez que se ha asumido el dinero como única medida del valor, la cultura capitalista valora los objetos en función de su traducción monetaria. Un claro ejemplo lo tenemos en el indicador por excelencia de la riqueza: el Producto Interior Bruto, que contabiliza los intercambios monetarios como riqueza provengan de donde provengan. Así, por ejemplo, podemos observar cómo la catástrofe del Prestige, o la guerra de Iraq, hicieron subir el Producto Interior Bruto de algunos países y los indicadores de los mercados bursátiles. En efecto, la contratación de barcos de limpieza, la compra de mascarillas o la venta de armas, produce intercambios monetarios que son contabilizados para calcular el PIB.

Sin embargo, la paz, el aire limpio, los trabajos asociados a los cuidados de las personas mayores y de los niños y niñas que desempeñan las mujeres, el callado trabajo de la fotosíntesis que realizan las plantas o los servicios del regulación del clima que realiza la Naturaleza, siendo imprescindibles para el mantenimiento la vida, son gratis y no cuentan en ningún balance de resultados de nuestro modelo económico.

Este criterio de asignación del valor ha influido en la consideración de lo que es o no es trabajo, y constituye, por tanto, un elemento básico en la construcción de los roles de género en Occidente, y también en el resto del mundo en el marco de la globalización económica y cultural.

El trabajo escondido

Tal y como planteaba Adam Smith, uno de los padres de la economía capitalista, si en el mercado operaban los agentes económicos racionales libremente, sin restricciones, a partir de la suma de los egoísmos e individualidades de estos agentes económicos, se conseguía el bien común. La famosa mano invisible del mercado conseguía transformar los millones de egoísmos individuales en el máximo bienestar común. La fuerza de trabajo de las personas se convierte en una mercancía que se compra y se vende en el mercado de trabajo. Se consideraba que el verdadero trabajo, la verdadera producción, era el trabajo asalariado de los hombres.

Por el contrario, muchos de los trabajos que históricamente han venido desarrollando las mujeres y la naturaleza no tienen valor monetario ni pueden tenerlo. Muchos trabajos imprescindibles para la vida (parir, alimentar, cuidar, sanar, mejorar semillas y plantas, buscar leña, conseguir agua, mantener la limpieza, enseñar el lenguaje, apoyar emocionalmente, atender, escuchar y animar a personas ancianas, asistir a personas con discapacidad o diversidad funcional, gestionar el presupuesto y los recursos de la casa en el corto y largo plazo, etc.) no son pagados y por tanto no figuran en ninguna cuenta de resultados, son invisibles.

La mitad de la humanidad, las mujeres, han venido realizando históricamente las labores asociadas a la reproducción y los cuidados de los seres humanos, pero para el capital, el valor de los cuidados, de la armonía vital, de la reproducción y de la alimentación, del cuidado de las personas mayores o dependientes, es algo pasivo, que no cuenta en el mercado porque no produce valor en términos económicos. La propia definición de población activa explica ésta como aquella parte de la población que trabaja para el mercado y no incluye a estudiantes, amas de casa u otros colectivos que no realizan trabajo remunerado. Según esta definición, por ejemplo una persona en edad legal de trabajar que lleva a cabo tareas domésticas, cuida de dos hijos en su casa y no recibe remuneración salarial, está inactiva.

Algo similar sucede con los trabajos que realiza la Naturaleza. La fotosíntesis, el ciclo del carbono, el ciclo del agua, la regeneración de la capa de ozono, la regulación del clima, la creación de biomasa, los vientos o los rayos del sol son gratis y, aunque son imprescindibles para vivir, no pueden ser contabilizados y al no traducirse en dinero, también son invisibles para el mercado.

La vida, y la actividad económica como parte de ella, no es posible sin los bienes y servicios que presta el planeta (bienes limitados y en progresivo deterioro) y sin los trabajos de las mujeres, a las que se delega la responsabilidad de traer cada día al mercado a los agentes económicos alimentados, limpios y descansados. La organización social se ha estructurado en torno a los mercados como epicentro, mientras la cotidiana, crucial y difícil responsabilidad de mantener la vida reside en la esfera de lo gratuito, de lo invisible, en el espacio de las mujeres y de la naturaleza. La lucha por la visibilidad de ambas puede reforzarse mutuamente en una lucha común.

La acumulación contra la sostenibilidad

El dinero como medida del valor permite la acumulación. En los mercados capitalistas, la obligación de acumular determina las decisiones que se toman sobre cómo estructurar los tiempos, los espacios, las instituciones legales, el qué se produce y cuánto se produce. En la sociedad capitalista no se produce lo que necesitan las personas, sino lo que da beneficios y, si es necesario, se crea la necesidad previamente a través de la poderosa maquinaria del marketing y los medios de difusión. Por ello, en nuestra sociedad da igual producir cebollas o armamento con tal de que den beneficios.

Desde el punto de vista de la sostenibilidad, la economía debe ser el proceso de satisfacción de las necesidades, de mantenimiento de la vida. Si prima la lógica de la acumulación y la obtención de beneficios monetarios, mantener la vida y cuidar a las personas no son la prioridad de la economía. El cuidado de la vida humana pasa a ser una responsabilidad que se delega a los hogares y, dado el orden de cosas, mayoritariamente en las mujeres. Ni los mercados, ni el estado, ni los hombres como colectivo se sienten responsables del mantenimiento último de la vida. Son la mujeres, organizadas en torno a redes femeninas en los hogares más o menos extensos (abuelas, madres, tías, hermanas, etc.), las que responden y las que finalmente actúan como reajuste del sistema. Ellas son el colchón del sistema económico, frente a todos los cambios en el sector público o privado, ellas reajustan los trabajos no remunerados para seguir garantizando la satisfacción de las necesidades y la supervivencia de la especie. Incluso en muchas culturas rurales llevan el peso central en los trabajos de abastecimiento.

Las consecuencias de la invisibilidad: crisis ambiental y crisis de los cuidados

Cuando algo es invisible, no puede verse su destrucción. La invisibilidad de la dependencia de las sociedades humanas de las producciones de las mujeres y de la naturaleza, claramente funcional a los mercados, ha conducido a lo que son los dos mayores problemas que afrontan los seres humanos: la crisis ambiental y la crisis de los cuidados.

La crisis ambiental

El planeta Tierra es un sistema cerrado. Eso significa que la única aportación externa es la energía solar (y algún material proporcionado por los meteoritos, tan escaso, que se puede considerar despreciable).

Hace ya más de 30 años, el conocido informe Meadows, publicado por el Club de Roma, constataba la evidente inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos. Alertaba de que si no se revertía la tendencia al crecimiento en el uso de bienes naturales, en la contaminación de aguas, tierra y aire, en la degradación de los ecosistemas y en el incremento demográfico, se incurría en el riesgo de llegar a superar los límites del planeta, ya que el crecimiento continuado y exponencial sólo podía darse en el mundo físico de modo transitorio.

Más de 30 años después, la humanidad no se encuentra en riesgo de superar los límites, sino que los ha sobrepasado y se estima que aproximadamente las dos terceras partes de los servicios de la naturaleza se están destruyendo ya.

El fin de la era del petróleo barato está a la vista. Cada vez se va agrandando más la brecha entre una demanda creciente y unas reservas que se agotan y cuya dificultad de extracción aumenta. Hoy día, no existen alternativas energéticas que puedan mantener la demanda actual y mucho menos su tendencia al crecimiento. Las guerras por el petróleo y las fuentes de energía fósil no han hecho más que comenzar.

El cambio climático, provocado por el aumento descontrolado de la emisión de gases de efecto invernadero, incrementa las alteraciones y perturbaciones catastróficas. Estos gases son vertidos a la atmósfera sobre todo por los diversos artefactos creados para el transporte de personas y mercancías, así como por la desregulada actividad industrial de empresas. Las inundaciones, sequías, alteraciones en los ritmos de las cosechas, en la polinización, en la reproducción de multitud de especies vegetales y animales, el derretimiento de los casquetes polares, el aumento de huracanes, tempestades y alteración de los vientos del planeta son parte de los efectos de haber lanzado a la atmósfera en las últimas décadas una gran parte del carbono que el planeta almacenó durante cientos de miles de años.

El ciclo del agua se ha roto y el sistema de renovación hídrica que ha funcionado durante miles de años, no da abasto para renovar agua al ritmo que se consume. La sequía en muchos lugares ha pasado a ser un problema estructural y no una coyuntura de un año de escasas precipitaciones. El control de los recursos hídricos se perfila como una de las futuras fuentes de conflictos bélicos, si no lo es ya.

El panorama de deterioro se completa si añadimos los riesgos que suponen la proliferación de la industria nuclear, la comercialización de miles de nuevos productos químicos no testados cada año, sin que se apliquen las más mínimas normas de precaución, la liberación de organismos genéticamente modificados cuyos efectos son absolutamente imprevisibles, o la experimentación sin control social en biotecnología y nanotecnología que nadie sabe dónde puede llevar.

Los efectos de la crisis ambiental afectan en mayor medida a los países empobrecidos. De no actuar radicalmente, la degradación de los servicios de la Naturaleza empeorará durante la primera mitad del presente siglo haciendo imposible la reducción de la pobreza, la mejora de la salud y el acceso a los servicios básicos para una buena parte de la humanidad.

El hecho cada vez más consciente de que la actual sociedad de sobreconsumo es incompatible con la posibilidad de mantener las condiciones que posibilitan la vida a los seres humanos es lo que se ha dado en llamar crisis ambiental.

La crisis de los cuidados

Una vez conquistados los derechos (hablamos de los países ricos) de acceder a los mercados de trabajo remunerados, las mujeres se introducen masivamente en el mercado laboral. La posibilidad de que las mujeres sean sujetos políticos de derecho se percibe como algo vinculado no sólo a la consecución de la igualdad ante la ley, sino también a la consecución de independencia económica a través del empleo. El trabajo doméstico pasa a verse como una atadura del pasado de la que hay que huir lo más rápidamente posible. Sin embargo no es un trabajo que pueda dejar de hacerse: comer, habitar con una mínima higiene, vestirnos, cuidar a los niños, a los enfermos, a las personas dependientes, mayores o no mayores, hablar con los profesores, hacer la compra, llevar la contabilidad de la casa, continúa siendo una tarea imprescindible cargada de emociones, de sentimientos, cuya falta de atención lastra a las mujeres con un fuerte sentimiento de culpa.

Lo que sucede, es que una vez dentro de la rueda del empleo remunerado, las mujeres mayoritariamente asumen una doble tarea. La construcción de la identidad política y pública de las mujeres se realiza a partir de la copia del modelo de los hombres, sin que estos asuman equitativamente su parte del trabajo de cuidar. De este modo, una mujer que quiere mantener un empleo tiene que tener una mínima infraestructura que la sustituya en sus tareas del hogar durante su jornada, además de la parte de estas tareas que ella misma realizará después de su jornada laboral.

La dedicación de los tiempos al mercado ha supuesto una quiebra de la antigua estructura de los cuidados, de la reciprocidad que garantizaba que las personas cuidadas en la infancia eran cuidadoras de la ancianidad. Hasta hace poco, la mujer, en sus diferentes roles de hija-esposa-madre era cuidada o cuidadora en los diferentes momentos del ciclo vital. No así el hombre, que participando del mercado laboral recibía cuidados a lo largo de toda la vida (infancia, edad adulta, vejez, etc.) sin considerarse responsable de cuidar.

Ahora los tiempos son para el mercado y las personas dependientes cada vez tienen más dificultades para que sus necesidades sean atendidas. Esta situación se produce, además, en un momento de crisis del estado de bienestar de los países enriquecidos, en el que se desmantelan o privatizan los servicios públicos que daban cierto apoyo a esas tareas de los cuidados.

En el marco de la globalización, cada vez se precarizan más los empleos asociados a los cuidados, cuyo negocio sigue la misma lógica del beneficio del resto de negocios. Se generan así mercados de servicios para las mujeres que pueden pagarlos y mercados de empleos precarios para mujeres más desfavorecidas.

Se crea así una cadena global de cuidados en la que las mujeres inmigrantes asumen como empleo el cuidado de la infancia, de las personas mayores y discapacitadas o la limpieza, alimentación y compañía, dejando al descubierto estas mismas funciones (nos referimos a cuidados tanto materiales como emocionales) en sus lugares de origen, en donde otras mujeres, abuelas, hermanas, etc. las asumen como pueden.

De este modo, de la misma forma que los países ricos se apropian de las materia primas, de la fuerza de trabajo remunerado y de los territorios de todo el mundo, ahora también sustraen sus afectos.

La quiebra del sistema que cada comunidad había adoptado para cuidarse o ser cuidados es lo que se denomina crisis de los cuidados. De nuevo se cumple la misma regla que en la crisis ambiental: los países empobrecidos pagan las carencias de los países ricos a pesar de que en los primeros las estructuras tradicionales de cuidados se mantienen en mayor medida.

Deuda ecológica y deuda de los cuidados

Como vemos, desde una perspectiva de género, se pueden establecer paralelismos interesantes entre las problemáticas y propuestas feministas y las ecologistas.

La huella ecológica es un indicador que traduce a unidades de superficie lo que un estado, una comunidad o una persona consume y los residuos que genera. Según este indicador, si todos los habitantes del planeta tuviesen el estilo de vida similar a la media de la ciudadanía española, se necesitarían tres planetas para sostener ese nivel de consumo.

Paralelamente, cabría hablar de la huella de los cuidados de las mujeres como indicador que evidencia el desigual impacto que tiene la división sexual del trabajo sobre el mantenimiento y calidad de vida humana. La huella de los cuidados es la relación entre el tiempo, el afecto y la energía amorosa que las personas necesitan para atender a sus necesidades humanas reales (cuidados, seguridad emocional, preparación de los alimentos, tareas asociadas a la reproducción, etc.) y las que aportan para garantizar la continuidad de vida humana. En este sentido, el balance para los hombres sería negativo pues consumen más energías amorosas y cuidadoras para sostener su forma de vida que las que aportan. Por ello, desde el feminismo, puede hablarse de deuda de los cuidados, como la deuda que los hombres han contraído con las mujeres de todo el mundo por el trabajo que realizan gratuitamente. Esta deuda es paralela a la deuda ecológica que los países ricos tienen con los países empobrecidos debido al desigual uso de los recursos y bienes naturales, así como la desigual responsabilidad en el deterioro y destrucción del medio físico.

Cambiar las gafas con las que vemos el mundo… para cambiar las manos con las que lo hacemos

Durante mucho tiempo el feminismo ha luchado por alcanzar niveles de igualdad de derechos con los hombres en diferentes sociedades. Siendo obvia la necesidad de alcanzar la igualdad para que las mujeres sean miradas y sus relatos sobre la vida y la historia cuenten, también es evidente que asumir y defender el modo de vida masculino dictado por las necesidades del mercado y su lógica de la acumulación, no va a resolver ninguna de las dos profundas crisis que amenazan la vida tal y como la conocemos. Para sobrevivir con equidad necesitamos cambiar la mirada sobre una buena parte de los aspectos que vertebran las sociedades actuales y buscar otras formas de organización.

Los arcaicos dualismos que dividen la realidad en pares de opuestos y la jerarquía que implican deben ser superados. Es preciso provocar cambios que generen un tránsito desde la cosmovisión en Occidente hacia una nuevo pensamiento integrador y superador de dicotomías. En este sentido, las propuestas que emanan de la sinergia entre ecologismo y feminismo ofrecen un espacio a explorar para alcanzar un modo de vida en paz con el planeta y con todas las personas.

El concepto de desarrollo y progreso que configuró nuestra cultura y que ha impuesto en el resto del mundo, va asociado a un crecimiento económico ilimitado y al aumento constante de la productividad. El crecimiento se basa en la extracción de materiales y deterioro de los ecosistemas, en la explotación de la mujer y en el expolio de los territorios de los pueblos indígenas. La productividad y crecimiento ilimitado, presentados como positivos en sí mismos, progresistas y universales, son en realidad patriarcales, destruyen el medio ambiente, generan enormes desigualdades sociales y, además, no se pueden mantener durante mucho tiempo, ya que la base material sobre la que se sostienen, el planeta, es limitada. Por tanto, hay que relacionar el deterioro ecológico con el crecimiento económico, nombrar al desarrollo como destrucción y poner las bases de la riqueza de la vida en el territorio y su capacidad para mantener la vida, y no en los indicadores monetarios que tanta distorsión perceptiva producen.

En este sentido, el ecofeminismo, sobre todo en los países del Sur cuestiona la categoría occidental de pobreza. De acuerdo con lo que plantea Vandana Shiva (2005), el modelo de desarrollo basado en la economía de mercado, considera que las personas son pobres si comen cereales producidos localmente por las mujeres en lugar de comida basura procesada, transformada y distribuida por las multinacionales del agrobusiness. Se considera pobreza a vivir en casas fabricadas por uno mismo con materiales ecológicos como el bambú y el barro en lugar de hacerlo en casas de cemento y PVC.

Mientras tanto, las sociedades occidentales, a pesar de tener un mayor acceso a bienes superfluos, hemos aumentado la pobreza ambiental y social. Vivimos en un entorno más contaminado, aumentan las alergias de extraño origen, respiramos un aire más sucio, comemos alimentos regados con aguas contaminadas, abonados con productos químicos, producidos por animales enfermos y torturados, no tenemos tiempo para dedicar a las personas que queremos, trabajamos en cosas que no nos gustan, viajamos cada día mucho tiempo para llegar a nuestro empleo, nos vemos obligados a pagar hasta para que los niños jueguen y la mayor parte de la población vive endeudada con los bancos, si es que no formamos parte de la población que carece de vivienda o de acceso a recursos básicos.

Como hemos visto, la organización social debe dejar de tener los mercados como epicentro y centrar la atención en las personas y en los procesos que sostienen la vida, buscando nuevos caminos en la intersección de la economía, el feminismo y la ecología.

El mercado capitalista, central en la organización social de nuestra cultura, es una estructura pensada para quien no tenga que ocuparse de nadie y que además cuente con alguien que le cuide (al igual que ocurre con muchos ámbitos de participación social o de activismo). No tener que ocuparse de nadie es lo que se considera normalidad y las políticas de conciliación son parches para adaptar la excepción de tener que cuidar de los otros. Por ello, es preciso cambiar la concepción del trabajo e introducir matices como trabajo monetarizado y no monetarizado, trabajo dentro de casa y trabajo fuera de casa, trabajo útil y trabajo inútil, trabajo para la sostenibilidad y trabajo contra la sostenibilidad, de modo que seamos capaces de distinguir entre el trabajo que produce vida y el que ha declarado la guerra a la naturaleza y a las personas. Debemos construir unos modos de supervivencia respetuosos con la tierra y con las necesidades humanas, en los que mujeres y hombres compartan las cargas y los beneficios de todas las actividades que nos permiten vivir.

Frente al ciclo trabajo-ocio regulado por la producción y el consumo, la sostenibilidad supone tiempos de trabajo que respeten los ciclos de la vida, tanto los ciclos de regeneración del medio natural como los ciclos vitales humanos (procreación, infancia, vejez) o los ciclos diarios de actividad y descanso.

El cambio de mirada también implica realizar una reflexión y debate profundo sobre las necesidades humanas y las consecuencias que tiene para la sostenibilidad ecológica y social las diferentes estrategias escogidas para resolverlas. No es sostenible supeditar los cuerpos, las emociones, el sexo o el cariño a la acumulación de objetos y deudas que engrosan las empresas a costa, por ejemplo, de la capa vegetal o del cuidado de las personas. Las necesidades emanan de la interrelación entre la persona, el medio y el resto de personas y no de las multinacionales que fabrican objetos y servicios y los imponen para satisfacer supuestas necesidades. No se puede pensar en un proceso de definición y satisfacción de necesidades en el cual las personas no sean protagonistas.

Las personas no pueden ser divididas en independientes o dependientes, sino que somos inter y ecodependientes. Todos los seres humanos pasamos indefectiblemente por períodos de fuerte dependencia. Si bien es cierto que la infancia, los mayores o las personas con alguna discapacidad dependen para subsistir de los cuidados que otras personas les dan, no lo es menos que los trabajadores sobreocupados en el mercado y aquellos hombres que por el rol de género que adoptan no son capaces de resolver muchas de sus necesidades básicas son grandes consumidores de energías cuidadoras y por tanto enormemente dependientes.

La necesidad de lo femenino para el cambio

La sostenibilidad ecológica se basa en la consideración de los límites, en los modelos de cercanía, en la descentralización, la complejidad y la autoorganización de los ecosistemas que buscan incesantemente un equilibrio dinámico. Las sociedades humanas sostenibles no son ajenas a esta estrategia. Para alcanzar la sostenibilidad resulta ineludible superar la solución individualizada o fragmentaria de los problemas y necesidades, por lo que sostenibilidad y salud comunitaria van de la mano. En este contexto, la inteligencia colectiva es una estrategia capaz de generar alternativas y construir un nuevo espacio de supervivencia. Los procesos de reflexión y actuación que involucran al conjunto de la sociedad proporcionan una ventana para soñar e inventar un modelo de organización social y económica que encare la crisis que ha causado vivir de espaldas a la Naturaleza y al resto de las personas.

La puesta en valor de algunos modos tradicionalmente asociados a lo femenino puede trascender los cimientos patriarcales del mal desarrollo y transformarlos. Permite redefinir la verdadera productividad como algo vinculado a la producción y mantenimiento de la vida y no como un tótem de la actividad económica capitalista que la destruye.

Los trabajos de las mujeres están orientados a la satisfacción de necesidades sin que estén mediados por ningún objetivo intermedio, mientras que en el mercado de trabajo, lo central es que se produzcan beneficios monetarios. El trabajo en el mercado está orientado a la obtención de resultados económicos, pero la satisfacción de necesidades para mantenerse vivo es una tarea que no tiene fin. La vida es un proceso continuo de autogeneración, en el que la necesidad de nutrición, higiene, caricias y cuidados no termina nunca. Por ello, en los trabajos de la naturaleza y de las mujeres los procesos son tan importantes como los resultados y este hecho constituye una característica diferenciadora respecto al trabajo en el mercado como venta de tiempo de vida al servicio de la generación de beneficios.

El trabajo que las mujeres han realizado históricamente les ha obligado a anteponer los intereses familiares colectivos a sus intereses personales, al contrario del Homo economicus, que compite con el resto de individuos para obtener lo que necesita. El sujeto protagonista del trabajo femenino no es individual sino colectivo. No es la suma de mujeres individuales, sino mujeres integradas en redes de cuidados. Las mujeres han adquirido una gran capacidad de trabajo en red con otras mujeres de la familia, del vecindario o amigas que se han apoyado mutuamente para cuidar, atender la casa, recibir consejo, prestarse dinero, objetos o alimentos, etc. Esa capacidad de generar trabajo en red y para satisfacer necesidades colectivas es central para construir una sociedad basada en la vida.

Las mujeres, además, tienen una gran capacidad para simultanear y diversificar actividades frente al criterio masculino de la especialización. Su trabajo, además de la componente afectiva y emocional, se caracteriza por la realización de múltiples tareas al mismo tiempo, una gestión constante de los tiempos y los espacios y por la polivalencia de los conocimientos necesarios. Ante un hipotético colapso estas habilidades serían esenciales, mientras que quizás la sobreespecialización pudiera resultar inútil.

Librarse del mal desarrollo: el ecofeminismo, una propuesta de cambio

El ecofeminismo es un proyecto político, ecológico y feminista a la vez, que legitima la vida y la diversidad, y que quita legitimidad a la práctica de una cultura de la muerte que sirve de base solamente a la acumulación de capital.

El camino hacia la sostenibilidad implica librarse de un modelo de desarrollo que lleva a la destrucción. Por ello el ecofeminismo es un movimiento activo y solidario en las luchas de resistencia mundiales al supuesto modelo de progreso y desarrollo que impone la globalización y que se basa en la maximización de beneficios monetarios a corto plazo, aunque sea a costa de la salud de las comunidades humanas y de los ecosistemas.

El proyecto ecofeminista se centra en la organización económica y política de la vida y el trabajo de las mujeres y plantea alternativas viables que pasan por la mejora de las condiciones de vida de las mujeres y de los pobres. La actividad de las mujeres como tejedoras de la vida se ha manifestado en múltiples ámbitos. Las mujeres Chipko, las madres palestinas que son escudos humanos y no bombas humanas, las mujeres europeas que no meten productos transgénicos en sus cazuelas, la recomposición del hogar el día después de un bombardeo en Iraq, el mantenimiento de la cohesión familiar en un campo de refugiados, son ejemplo de la ampliación de su ámbito de lucha desde lo doméstico.

Los hombres «han hecho la historia». Ahora, son las formas de hacer de la naturaleza y los valores femeninos los que tienen que encargarse de corregirla y enderezarla. Toca que los hombres los asuman y se involucren haciéndose corresponsables en el mantenimiento de la vida y de los cuidados.

Bibliografía

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