A mí, si he de decir la verdad, nunca me ha gustado el artículo 2 de la Constitución de 1978, con su dogma de «la indisoluble unidad de la Nación española» (el subrayado es mío, obviamente). Tampoco la primera cláusula del artículo 8, donde, entre las misiones de las Fuerzas Armadas, se consigna la de […]
A mí, si he de decir la verdad, nunca me ha gustado el artículo 2 de la Constitución de 1978, con su dogma de «la indisoluble unidad de la Nación española» (el subrayado es mío, obviamente). Tampoco la primera cláusula del artículo 8, donde, entre las misiones de las Fuerzas Armadas, se consigna la de defender la «integridad territorial» de España.
El mensaje subyacente era, y sigue siendo, el de siempre: la unidad nacional española es sagrada -en la Magna Carta no se podía utilizar este adjetivo, por supuesto, tratándose del establecimiento de un Estado aconfesional, pero se da por sobreentendido- y cualquier conato independentista por parte de díscolos vascos, catalanes o gallegos constituye, en consecuencia, un atentado contra la voluntad divina. Exagero un poco, ya lo sé, pero me parece difícil encontrar una diferencia radical entre «la indisoluble unidad de la Nación española», en la formulación constitucional que está hoy vigente, y las definiciones franquistas-joseantonianas de las esencias nacionales, con la obligada nostalgia imperialista (hacia Dios, si no había otra posibilidad).
Tanta obsesión secular con la unidad territorial sugiere que, en el fondo, se trata de una imposición artificial mantenida por la fuerza. Richard Ford, cuyo Manual para viajeros en España y lectores en casa (1845) es uno de los libros más agudos jamás escritos sobre este país por un extranjero -tal vez sobre cualquier país por un extranjero-, insistió mucho sobre ello. Por todos lados, pese a la tan cacareada unidad nacional, el inglés creía observar una tendencia innata hacia la disolución de la misma. España, en realidad, era a su juicio esencialmente unamalgamating -renuente a amalgamarse– , y apuntó con satisfacción un refrán oído en Jaén y que, en su estimación, le daba la razón: «Baeza quiere pares y no quiere Linares».
A Richard Ford no le gustó Cataluña, que le recordaba la Inglaterra industrial. Había llegado a la península en busca de la España profunda, con sus reminiscencias árabes, sus bandidos, sus corridas, y sus guitarras. El catalán le pareció feo y no estaba dispuesto a adquirir ni sus rudimentos, él que era un considerable lingüista. Si no me equivoco, vio, apuntó, preguntó, indagó… y volvió cuanto antes al Sur.
Reflexioné mucho sobre Richard Ford durante el debate sobre el Estatut: sobre su incapacidad, fruto de arraigados prejuicios, para reaccionar inteligentemente ante el fet diferencial de Cataluña.
El debate ha puesto al aire las raíces del problema que supone Cataluña para el Partido Popular, tal vez el único partido político del mundo que vota en contra de absolutamente todo. No lo pueden decir, pero a mí me parece evidente que, en el fondo, más que odiar a Cataluña -algo que nunca admitirán- la temen. Y la temen porque saben que tiene capacidad para organizarse sola. ¿Y Portugal? No he oído ni leído a nadie, ni al facha más redomado, poner nunca en tela de juicio su derecho a ser Portugal. Y eso que Portugal, ¡si no recuerdo mal!, formaba parte un día de España.
Los dogmas existen, entre otras razones, para aplastar la heterodoxia. Cataluña es la heterodoxia de España, más que el País Vasco, más que Galicia. Y hace muy bien. El meollo del asunto está, naturalmente, en el idioma. Permítanme una pequeña comparación. Los británicos les quitaron a los irlandeses su idioma -y sus costumbres nativas- a punta de bayoneta y a cañonazo limpio. Aquello se pareció mucho a lo que se hizo en la España de los llamados Reyes Católicos con los «moriscos». Bien es verdad que el celta subyacente ha conformado en inglés que se habla en Irlanda, con lo cual tenemos Ulises y otras cumbres de la literatura mundial, pero el hecho sigue siendo que el país quedó huérfano de su principal seña de identidad, que es la lengua materna. Esto no se olvida, no se olvidará nunca. Se trató de hacer lo mismo con el catalán. Las circunstancias no eran las mismas, pero el desprecio hacia otra cultura, hacia otra manera de ser, sí. ¿Se imaginan ustedes lo que habría pasado si, en una coyuntura histórica diferente, Cataluña, dueña de los destinos patrios, hubiera impuesto, o procurado imponer, su idioma al resto del territorio? ¿La que se habría armado?
Me impresionaron la magnanimidad, el buen hacer y el seny de los catalanes participantes en el debate de presentación y defensa del Estatut en el Congreso de los Diputados (soberbia y sabia lección la de Durán Lleida).
No noté en ninguno de ellos odio y resentimiento ni rencor. Pude constatar con satisfacción su pleno reconocimiento de la contribución de los inmigrantes de otras regiones españolas al fortalecimiento de Cataluña. Y celebrar, como no, su tremenda voluntad de construir una Cataluña más libre, por el momento dentro del Estado actual, Estado que muchos esperan -yo también- que vaya evolucionando hacia una configuración plenamente federal.
¿Apocalypse now? ¿Mañana? Si Cataluña consiguiera ser mañana un Estado «independiente» dentro de la nueva estructura de Europa, convirtiéndose en el Portugal del litoral este de la península, ¿sería el fin del mundo? No lo creo. Tampoco el fin de España.
Pero no teman los dueños inmemoriales (por la gracia de Dios) de la finca nacional. La gran mayoría de los catalanes no plantea así la cuestión. En el fondo, sólo pide, me parece, que ustedes asuman, de verdad, que Cataluña es, legítimamente una «altra cosa«. ¿Tanto trabajo les cuesta?