En la época se comenzaba de muy joven en la militancia política. La escritora Teresa Pámies (Balaguer, Lleida 1919-Granada, 2002) no resultó una excepción. Como otras tantas muchachas politizadas, fue una autodidacta que a los diez años ya vendía la revista del Bloc Obrer y Camperol (BOC), «La Batalla», a los 16 años se enrola […]
En la época se comenzaba de muy joven en la militancia política. La escritora Teresa Pámies (Balaguer, Lleida 1919-Granada, 2002) no resultó una excepción. Como otras tantas muchachas politizadas, fue una autodidacta que a los diez años ya vendía la revista del Bloc Obrer y Camperol (BOC), «La Batalla», a los 16 años se enrola en el Partido Socialista y con 17 interviene en un mitin en la Plaza de Toros Monumental de Barcelona. Recuerda estos orígenes la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana. Pero se trata de los antecedentes, porque tal vez el paso decisivo lo diera un año después, al convertirse en dirigente de las Joventuts Socialistes Unificades de Catalunya (JSUC), organización juvenil del PSUC; además fue una de las fundadoras de la Aliança Nacional de la Dona Jove (1937-1939). Una parte de la obra literaria de Teresa Pàmies corresponde al exilio -durante la dictadura pasó por Francia, Checoslovaquia, Yugoslavia, la Unión Soviética o América Latina-; de la memoria del exilio forma parte el libro «Quan érem refugiats», publicado por primera vez en 1975 y que en febrero de 2017 recupera la editorial Sembra Llibres.
Fue una entre los cerca de medio millón de republicanos españoles que atravesó los Pirineos, con 19 años, en el ocaso de la guerra española. A Teresa Pàmies le esperaban tiempos muy duros en el campo de refugiados francés de Magnac-Laval, periodo en el que empieza el texto de Sembra Llibres. Y también tiempos de lucha antifascista: colaboró en la resistencia francesa durante la II Guerra Mundial. Más de 25 años exiliada, pasó por la República Dominicana, Cuba y México, donde comenzó sus estudios de periodismo. En el exterior colabora con las revistas «Serra d’Or» y «Oriflama». El retorno a Europa no se produce hasta 1947, cuando se asienta en Praga durante más de una década; en la radio de la capital checoslovaca trabajará de redactora en lengua catalana y castellana. Se casó con el secretario general del PSUC, Gregorio López Raimundo. La vuelta a casa llegó en 1971, año en que publica «Testament a Praga», galardonada con los premios Josep Pla y Crítica Serra d’Or. Escrito en colaboración con su padre, se trata de un libro muy valorado por el público y la crítica que continúa el hilo de «La filla del pres» (1967), y avanza otros como «Va ploure tot el dia» (1974), «Quan érem capitans» (1974), «Quan érem refugiats» (1975), «Dona de pres» (1975) o «Memòria dels morts» (1981).
Los recuerdos de la guerra de 1936 y del exilio pueden contarse desde diferentes puntos de vista. El catedrático de Lingüística General de la Universidad de Granada, Antonio Pàmies, escribe en el prólogo de «Quan èrem refugiats» que este libro parte de la distancia, la sabiduría y la madurez de la autora, mientras que el alumbrado un año antes -«Quan érem capitans»- revela «la embriaguez juvenil de quienes soñaron cambiar el mundo por las armas y despertaron -en el mejor de los casos- en las prisiones o los campos de concentración franceses, de los que no siempre se salía con vida». Una de las primeras cosas que hicieron en el campo de Magnac-Laval, recordaba Teresa Pàmies, fue reunir un grupo de las JSU.
La militante comunista era responsable de las «juventudes» en el centro de internamiento. Entre los cometidos de la organización juvenil figuraba elevar la moral de los refugiados: que a nadie le paralizara la nostalgia de la tierra y la familia. Francia todavía tenía un gobierno del Frente Popular, y los camaradas franceses les llevaban periódicos y hacían de enlace con sus organizaciones. Pero dentro del campo de Magnac-Laval se reproducían las luchas intestinas de la izquierda durante la guerra de 1936. La entrega de víveres, ropa y dinero al colectivo de las JSU fue visto en algunos casos como oscuros lazos con el Komintern. Así las cosas, las comunistas decidieron el reparto de las vituallas entre las mujeres y niñas más necesitadas, con independencia de las filiaciones ideológicas.
«Éramos tan bobas que pensábamos que la administración del refugio y la Alcaldía de Magnac-Laval desconocían nuestra ideología por haberla ocultado en la ficha del campo de refugiados», relata Teresa Pàmies, esa cédula que les identificaba como ‘réfugiés espagnols’. Las personas internadas soportaban una alimentación muy deficiente: guisantes que rechazaban por su pésima calidad o niños menores de dos años a quienes se les retiró la comida «especial», para que se alimentaran como los mayores. Desde el primer momento, se podían constatar las miserias del exilio; por ejemplo, una niña embarazada que abortó en condiciones pavorosas y otra mujer con una llaga en el pecho que no había querido hablar, por pudor y para no quedarse atrás en la travesía de los Pirineos. Pero también eran tiempos de fraternidad. El grupo del JSU hizo cuenta de lo que disponían entre todas para repartir los bienes, cuidar de las enfermas, trabar contacto con familiares, hermanos y novios huidos por otras vías y además comunicar con la dirección de las «juventudes». A ello se agregaba otra misión no menor, siempre presente: que unas 200 mujeres y niños -refugiadas españolas- no bajaran los brazos.
Se organizó en el campo una escuela, en la que Teresa Pàmies fue profesora de Cultura Física. También un orfeón y un grupo artístico, que por las tardes en el refectorio representaba piezas cómicas. La cosa fue tan bien que el director les pidió que trasladaran la escenificación al patio, donde los vecinos de Magnac-Laval podían deleitarse con el sencillo espectáculo. Les lanzaban monedas. Podría pensarse que se trataba de pequeños gags y ejercicios de pasatiempo, pero eran también un acto de resistencia política. Así, en una de las piezas parodiaban al Comité de No Intervención. La refugiada Nuria interpretaba al ‘premier’ británico, Mister Chamberlain; Teresa Pàmies al primer ministro francés, Éduard Daladier; completaba el trío Manuela, quien impostaba a un Mussolini -histriónico y glotón- tragando fideos. También imitaban al dirigente fascista saliendo de un baño, en el mar de Abisinia. El público se desternillaba ante una humorada que tenía mucho de improvisación. Fue precisamente aupándose en la espalda de Manuela como Teresa Pàmies logró saltar el muro y fugarse en plena noche del campo de refugiados… Saldría de lo que se consideraba una prisión, y podría luchar desde el exterior por sus compañeras internas.
En el libro «Quan èrem refugiats» la exiliada comunista no oculta el punto de vista: «No me propongo hacer un trabajo más de recopilación de datos, mi testimonio sólo quiere ser personal». Aporta momentos vividos en una época en que la Historia se aceleraba y cogía un ritmo de vértigo. «Seguramente habrá gente que encuentre frívolo y ligero el hecho de que yo guarde, de aquellos momentos dramáticos para Europa y para el mundo, cosas tan banales como el concierto de Marlene Dietrich en la Plaza de la Ópera de París», explica. En parte se centra en estos asuntos aparentemente menores porque el nazismo empezó con banalidades: una camisa negra, una actitud fachendosa, una canción al «neutral» paisaje de la patria, una marcha militar al ritmo del acordeón o un certamen de belleza exclusivo para chicas rubias. La escritora lo verbaliza con todo el vigor que permiten las palabras: «Las piedras lanzadas -jugando- contra las vitrinas de los comerciantes judíos se convirtieron en bombas sobre Guernica, Coventry y Leningrado». En 1949 conoció en el municipio de Lidice, a una hora de Praga, a una mujer cuyo marido y dos hijos murieron fusilados en los muros de su casa de campo. Ella sobrevivió al horror nazi, y recordaba «banalidades, detalles insignificantes»: había cambiado las cortinas de su casa el día que los invasores nazis se la quemaron.
Esta mirada cercana la proyecta también sobre los recuerdos de la prisión parisina de La Roquette, donde Teresa Pàmies permaneció por su condición de «sin papeles». Le capturaron con una maleta repleta de hojas en diferentes lenguas extranjeras, por lo que también se la consideró una potencial espía; para argumentar de este modo las autoridades francesas se acogían al pacto entre Hitler y Stalin. En La Roquette, cárcel de espías políticos, conoció a Margaritte, una mujer de 60 años, socialista y radicalmente atea, que con la máquina de escribir de la oficina, en la que trabajaba desde hacía 30 años, reprodujo panfletos contra la «guerra imperialista» que después repartía entre los obreros franceses e italianos de la empresa. Para componer la gran narrativa histórica, tal vez tengan tanto valor estas notas vivenciales como el trazo grueso. En España, después del primero de abril de 1939, todo volvió a la normalidad. Los Consejos de Administración de las empresas retornaban a sus actividades. Ofrecían donativos a las casas de beneficencia, pagaban anuncios en los que se celebraba la llegada de los «vencedores» y libraban al Estado parte del oro y las piedras preciosas no requisadas. «Codorniu prometía jugosas recompensas a quienes ayudaran a encontrar la pista de ‘las mercancías robadas por los rojos'», recuerda la escritora comunista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.