Se ha apuntado que la banda terrorista ETA llegó a asesinar en España en torno a 850 personas (cifra que puede oscilar en función de fuentes) a lo largo de medio siglo. El terrorismo patriarcal, según datos de Feminicidio.net, ha segado la vida de 1359 mujeres desde 2010; sólo en 2022 contabilizan 99 asesinatos.
Por supuesto, no se trata de entrar en una competición de crímenes, sino de llamar la atención sobre la diferente sensibilidad y capacidad de acción de la sociedad en general, de políticos y políticas e instancias de poder, en particular, frente a la violencia en función de su procedencia.
Terrorismo patriarcal, terrorismo machista, terrorismo sexista… Cualquiera de estas formulaciones podría servirnos para definir e impugnar algunos de los mecanismos de reproducción del poder de los varones como colectivo sobre las mujeres. De nuevo, como apunta Celia Amorós, conceptualizar bien resulta imprescindible para politizar de forma adecuada. El patriarcado combina la socialización jerarquizada y la naturalización de los estereotipos sexuales con la dosificación del miedo o la muerte ¿Qué mayor dominio que el que se manifiesta a través del poder sobre la vida?
Sabemos, nadie puede ignorarlo a estas alturas, que los asesinatos son apenas la punta del iceberg del machismo, del poder patriarcal, en sus múltiples facetas, desplegado sobre el sexo femenino desde que tenemos conocimiento histórico. Es harto evidente que la modulación de la violencia sigue siendo nervio del sistema patriarcal —también en nuestras sociedades formal y falazmente igualitarias— señalando roles y espacios a las mujeres, restringiendo sus movimientos, ahogando su capacidad de autonomía y libertad, ninguneando sus experiencias o, directamente, violando o matando. Administrar la violencia constante, sea la más brutal o la más sutil, induce a su invisibilidad, a su “normalización”, a su no cuestionamiento, a que la sociedad no tenga conciencia de la barbarie .
Sin embargo, esa agresividad machista se ha hecho evidente y no por casualidad, aunque de forma insuficiente —todavía— a juzgar por el grado de indiferencia social, de políticas tacañas cuando no abiertamente contrarias a la igualdad entre los sexos. La conceptualización —y politización— feminista ha logrado poner de manifiesto el abuso y el ultraje masculino en sus diferentes manifestaciones. Entre ellas, los asesinatos. Ya no son admisibles ciertas prácticas discursivas que hablan asépticamente de “muertes” como algo anecdótico —aislando hechos que son indisociables de su dimensión política—. Crimen pasional, delirio individual de un sujeto que pierde la cabeza, violencia doméstica … resultan denominaciones inaceptables en sociedades democráticas. El feminismo ha hecho ver, además, que esas muertes son apenas un síntoma brutal — es decir, una señal o indicio — de un problema de dimensiones colosales; son exponente de una dominación primigenia, estructural e histórica que los varones ejercen sobre el otro sexo, la mitad de la humanidad, nada más y nada menos.
El feminismo ha permitido comprender que ese control del colectivo de los varones sobre las mujeres es profundo, multidimensional, cambiante y adaptativo a lo largo del tiempo. Desde que nacemos, en el seno de la propia familia, a través del abono de los rangos del “rosa y el azul”. En el sistema educativo, que no cuestiona una cultura dominante androcéntrica y patriarcal que obvia a la mitad de la especie, cuando no la denigra; una escuela que no problematiza las formas sexistas de socialización; un espacio en el que, con el aterrizaje de la doctrina transgenerista, se están revirtiendo los pocos avances logrados en igualdad (Véase Congreso Internacional DoFemCo); un sistema educativo en el que el profesorado —“formado” en su mayoría en la jerarquía sexual y en el conocimiento sesgado— no dispone de conocimiento y herramientas para comprender y abordar las dinámicas que excluyen a la mitad de la ciudadanía. También se manifiesta ese poder en los espacios laborales, costosamente conseguidos — a menudo, injustamente pagados y al precio de dobles jornadas para las mujeres— en los que la infravaloración y el acoso sexual es norma persistente; en cualquier ámbito de poder donde se relega a las mujeres, por el hecho de serlo. Muestra su cara más brutal —justificada a la medida de sociedades neoliberales que anteponen los deseos del consumidor al respeto a derechos básicos, como la dignidad de las mujeres— en la persistencia y naturalización de industrias como la prostitución, sea o no filmada, el negocio de los “vientres de alquiler”… El sistema patriarcal no sólo puede definirse como una estructura de poder — la primera, la que sirvió para establecer otras relaciones de dominio— también puede ser entendido como una escuela de desigualdad que hace apología de la violencia, de la explotación, del silenciamiento y la humillación de las mujeres. Por tanto, hacer frente a esa barbarie ancestral y ubicua exige coraje político, medidas de calado para caminar hacia sociedades más justas e igualitarias.
Política sexual del patriarcado capitalista
¿Tienen que ver la socialización jerárquica y sexista, la difusión de una cultura y un conocimiento que tienen como protagonista indiscutible de cualquier relato al varón mientras hace de las mujeres meras comparsas… con la omnipresente prepotencia masculina o con el hecho de que muchas chicas y mujeres — tras contumaz y perversa pedagogía y juego de espejos— interioricen y asuman libremente la subalternidad y den brillo a las cadenas —en lugar de intentar sacudírselas, como señalaba Mary Wollstonecraft?—.
¿Resulta, acaso, anodina la cultura de la violación sobre mujeres y menores que se vale de discursos, prácticas y representaciones que las objetivan y degradan o banalizan la brutalidad que se ejerce sobre ellas —en el arte, la cultura, la publicidad, la prostitución, la pornografía, las “redes sociales”…— legitimando la violencia sexual o el asesinato? ¿Qué mensajes manda a la sociedad, a varones y mujeres, esa pedagogía de feroz hostilidad hacia el sexo femenino? ¿Podrían ser considerados esas prácticas discursivas, en sí mismas, apología de la violencia? ¿Tiene relación esa incesante didáctica sádica —al alcance de un clik en muchos casos o mediante un billete, en otros— con el aumento del número de violaciones denunciadas, con la “moda” de las violaciones en “manada” o con la agresividad machista que, como sabemos, puede llegar a la muerte?
Es verdad que en nuestro país disponemos de herramientas jurídicas específicas — amén de la Constitución y de acuerdos vinculantes internacionales, como CEDAW, las Leyes Orgánicas 1/2004 o la 3/2007— pero, aunque necesarias, no son suficientes; esas normas no tienen, o no se les da, alcance real para abordar el abuso patriarcal en sociedades que parecen indiferentes a la dominación masculina en sus múltiples aspectos; en las que la legislación sigue interpretándose y aplicándose con lógicas androcéntricas, cuando no misóginas: los análisis de las juristas ponen de manifiesto que la voz de las mujeres no disfruta de suficiente valor y credibilidad, pueden ir a prisión por defender su prole de varones violentos, los terroristas no son reeducados de manera adecuada, no se penalizan de forma justa sus agresiones y delitos, etc. Legislación, por lo demás, costosamente conseguida y abiertamente amenazada actualmente por las “leyes trans”, promovidas tanto por la derecha como por la llamada izquierda (Ver Jornada de comparecencia de expertas)
Por tanto, frente a los crímenes, no valen las condenas de los medios de comunicación —que, muy a menudo, espectacularizan la violencia invisibilizando sus raíces y conexiones— influencers variopintos u opinadores de toda laya. Tampoco los golpes de pecho de los políticos y políticas de turno cuando se conoce el alcance de la brutalidad machista mientras no cuestionen su origen ; en tanto no impugnen, de verdad, la violencia soterrada, cotidiana, consentida y naturalizada que nutre al patriarcado en feliz alianza con el capital. Las estrategias no tendrán credibilidad hasta que no se intervenga con medidas eficaces y concretas en las instituciones, en la política económica, social y cultural, en el ámbito laboral, en el sistema educativo, en la contestación radical a la agresividad legitimada urbi et orbi a través del mercado sexual de mujeres y niñas, en el desmantelamiento del negocio del proxenetismo, en penalizar y reeducar a los violadores, en la desactivación decidida de prácticas discursivas que cuestionan el sistema de domino y control machista, sean los rancios discursos conservadores o la doctrina transgenerista… Si no se acometen políticas multidimensionales y de largo alcance para desactivar el sexismo, los pésames quedan en un bienquedismo que insulta la inteligencia. Feminismo o barbarie.
Fuente: https://tribunafeminista.org/2023/01/terrorismo-patriarcal/