Como se ha demostrado con la crisis energética de 2022, la crisis climática requiere atar en corto a las energéticas. Su libertad de acción para ahogar al consumidor vulnerable es intolerable.
El tope al gas, el mecanismo de intervención del mercado eléctrico que impulsó el Ministerio para la Transición Ecológica [español], acaba de cumplir un año de funcionamiento. En las últimas semanas se ha mantenido desactivado, debido a bajos precios del gas natural tras amainar la tormenta del coste del combustible. El balance es positivo: cumplió lo que se prometió. Redujo en un 15% el precio del mercado eléctrico. Un alivio para la factura de miles de familias, sobre todo en el pico de coste del pasado agosto, aunque insuficiente para salvarlas completamente del encarecimiento.
Pero más allá del marcador final, merece la pena detenerse en el proceso, las dificultades y las carencias en un contexto energético peculiar: la crisis climática reduce la ventana de oportunidad, la transición energética se acelera y el exitoso experimento marca el camino de por dónde avanzar para que la acción climática repercuta en el bienestar de la mayoría.
Al principio, parecía imposible. El Gobierno, que no esperaba -como no esperaba nadie- el estallido del mercado energético provocado en parte por la guerra de Ucrania, reaccionó negando la mayor: no se puede hacer mucho, lo siento, es cosa de Europa. El sistema marginalista, que repercute a todas las tecnologías de generación el coste de la más cara -antaño el carbón y ahora el gas- es mandato de la Unión Europea y su promesa de amor eterno al libre mercado. Es verdad que el diseño es común; no era cierto que no se pudiera hacer nada.
Sin embargo, empezaron a calar tanto las presiones de Unidas Podemos, acertadas en el fondo pero sin demasiado músculo técnico para hacer una propuesta con visos de futuro, y las presiones derivadas de la asfixia de un mercado desbocado y un diseño de la tarifa regulada que repercute a diario los vaivenes de la subasta y que tienen contratada, aproximadamente, 9,3 millones de hogares.
Más allá de bajadas de impuestos y del refuerzo del bono social, la primera gran medida de calado fue la llamada “minoración de beneficios” de las grandes eléctricas. A grandes rasgos y simplificando mucho: si operas en un mercado que te está reportando grandes ingresos llovidos del cielo por una situación excepcional, devuélvelos al común. El oligopolio respondió argumentando que la mayoría de sus ventas de electricidad son a plazo, es decir, con un precio fijo basado en las cotizaciones de los mercados a futuro, que -aseguraban- no se veían afectados por los altos costes de la subasta.
El Gobierno les hizo caso, dejó fuera esos contratos y pasó de una estimación de 2.000 millones de euros de ingresos a una cantidad irrisoria. Una rectificación posterior incluyó parte de esos contratos, casi un año después del estallido de la crisis energética, entendiendo que las eléctricas mintieron: esos mercados a plazo también están inflados de precio por los problemas con el suministro del gas.
La primera lección entró con sangre. El oligopolio eléctrico no estaba dispuesto a renunciar ni a un euro de sus beneficios históricos debido a la coyuntura que ahogaba a miles de consumidores. Era de esperar. Lo hicieron, además, con recochineo: desde el presidente de Iberdrola llamando “tontos” a los usuarios de la tarifa regulada -históricamente, más barata que el mercado libre- a la propia empresa asegurando a sus accionistas que la subida de la luz, en realidad, no era para tanto.
La segunda gran medida de intervención en el mercado eléctrico, el tope al gas, llegó tras una memorable performance del presidente, Pedro Sánchez, en el Consejo Europeo, y con la Comisión Europea asegurando al principio que no, que imposible, que de ninguna manera, y posteriormente cediendo tras varias reuniones con España y Portugal, aunque temiendo un “efecto contagio” bastante ilustrativo: si vosotros tenéis electricidad más barata, el resto va a querer hacer lo mismo y oiga, aquí lo primero siempre ha sido la cuenta de resultados.
El mecanismo es bastante ingenioso. Si el precio del gas marca el coste de todo el sistema eléctrico, topemos el precio de ese combustible dentro del mercado, a cambio de una compensación a las centrales que lo utilizan que abonarán, en teoría, las eléctricas. Efectivamente, se ha estado pagando un plus a las empresas generadoras, para que cubrieran los gastos más un “beneficio razonable”: a cambio, el precio de mercado, bajado artificialmente, era más asequible para el resto. La bajada de la subasta diaria compensa el coste de subvencionar a las centrales. De esa resta sale el 15% de descuento celebrado a bombo y platillo.
Las eléctricas volvieron a la carga. Los cacareados contratos a largo plazo, defendieron, eran la base de las tarifas que ofrecían a los consumidores finales, por lo que, en realidad, no podían bajar el coste demasiado pero sí debían sufragar la compensación a las centrales. Lo que hicieron fue lo que tantas veces han hecho: en vez de internalizar el coste, lo añadieron como un extra a la factura, cambiando a toda prisa las condiciones legales de sus ofertas para anunciar, con la letra más pequeña del mundo, que al precio mostrado habría que añadirle la compensación.
Pasó bajo el radar de muchos, pero el asunto fue de traca. Si contrataste una tarifa de luz en agosto del año pasado, al precio que te vendió la comercializadora debías sumarle, para estimar lo que acabarías pagando, unos 17 euros mensuales extra -estimación en base a un consumo promedio- que, además, aparecían en la factura como unos cargos derivados de la acción del Gobierno. Las tarifas del mercado libre bajaron considerablemente cuando se empezó a aplicar la medida, pero la compensación se disparó en verano. Es difícil de calcular, pero es probable que esos usuarios acabaran pagando más, aunque posteriormente les saliera a cuenta la intervención. Los “tontos” del mercado regulado, eso sí, disfrutaron del mecanismo desde el principio.
En cualquier caso, el mensaje que se emitió a nivel político desde el recibo energético fue nefasto. La mayoría de españoles, que no tienen por qué entender cómo funciona el tope al gas, se encontraron de repente con un concepto regulado por el Gobierno que, aparentemente, encarecía casi un 30% su factura. No tenían por qué saber que el coste del kWh de la tarifa que recién contrataban era más bajo que en un escenario sin tope al gas y que se compensaba, en parte, por ello. Transición Ecológica se limitó a pedir “responsabilidad” a las comercializadoras para que simplemente internalizaran el gasto. Ninguna lo hizo, ni siquiera las pequeñas eléctricas que se venden como verdes, responsables y sostenibles.
Y esa es la segunda gran lección que aprender: las eléctricas no solo no renunciarán a sus beneficios en una situación de crisis sino que harán todo lo que esté en su mano para torpedear al Gobierno que lo intente, manipulando la información comercial sobre un bien básico.
Meses después, el Gobierno obligó a las eléctricas a mostrar en las facturas que el precio final, en un escenario sin tope al gas, habría sido más alto. Ya era tarde. El daño estaba hecho y el relato de “Pedro Sánchez me sube la luz” caló en mucha gente, con la siempre inestimable ayuda de los periódicos económicos que sirven sin disimulo como correa de transmisión del Ibex 35. Es imposible que la transición energética sea percibida como positiva, como una transformación que nos aportará bienestar y seguridad, si la realidad más básica de la factura de la luz dice lo contrario. Es imposible que la acción climática cale y movilice si no se abandona la óptica del sacrificio.
El Gobierno se equivocó al no atar en corto desde el principio a los principales actores del mercado energético. Pero sería absurdo negarle el mérito al ensanchar los límites, imaginar y ejecutar una solución de emergencia que, pese a todo, puede presumir de ese 15% de descuento final. El tope al gas es, en el mejor de los sentidos, una aberración: un parche que manipula el mercado a favor del bien común. El éxito, en realidad, no viene tanto de ese 15% (probablemente, un bono social sin tanta burocracia tuviera un efecto mayor) sino de la audacia política de demostrar que el “there is no alternative” de los greendealeros de la Comisión Europea es mentira. Sí se pueden cambiar las reglas. Y se deben cambiar para evitar los peores escenarios.
El libre mercado es un lastre para la transformación energética que debe acompañar a una acción climática ambiciosa y justa. Aunque la cotización del gas ha vuelto a la normalidad, los expertos temen que surjan monstruos, en forma de una nueva crisis, conforme la necesidad de gas natural disminuya, pero se siga necesitando como respaldo de las renovables, y las productoras necesiten rentabilizar sus inversiones en infraestructuras. La crisis climática agravará los conflictos geopolíticos y generará otros nuevos. Sequías e incendios extremos impactarán en la seguridad de suministro. Lo irracional es seguir manteniendo un sistema en el que los combustibles fósiles llevan la batuta e impiden que la electricidad barata, segura y limpia de las renovables esquiven la crisis de precios.
La transición energética necesita no solo el despliegue masivo de eólica y fotovoltaica, también un nuevo modelo de retribución y gobernanza, más justo y más razonable. Y, como se ha demostrado con la crisis energética de 2022, la crisis climática requiere atar en corto a las energéticas. Su libertad de acción para ahogar al consumidor vulnerable es intolerable. Y lo que no se consiga con regulación y legislación quizá necesite participaciones, expropiaciones o la más bella competencia desleal de una compañía pública. En las próximas elecciones -generales y europeas- no solo nos jugamos la lucha contra el cambio climático, también nos jugamos llegar a fin de mes; y al contrario de lo que nos quieren vender, ambos frentes son el mismo.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ecologia/diluvio-todo-enseno-tope-al-gas-accion-climatica