Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens y revisado por Caty R.
John se ha ido. John Ross. Dudo de que volvamos a ver a otro que se le parezca remotamente.
Vale la pena mencionar lo básico, como diría John. Hijo de comunistas de la industria del espectáculo, nació en la Ciudad de Nueva York en 1938, cuidó el perro de Billie Holliday, vendió droga a Dizzy Gillespie y participó en la vigilia a la hora de la ejecución de los Rosenberg, todo antes de cumplir dieciséis años. Aspirante a poeta beat, impulsado por las imágenes de México de D.H. Lawrence, llegó a las tierras altas tarascas de Michoacán a los veinte años y volvió a EE.UU. dos años después en 1964, para ser arrojado a la Penitenciaría Federal en San Pedro, por negarse a alistarse en el ejército.
De vuelta a las calles de San Francisco dieciocho meses después, se unió al Progressive Labor Movement [P.L.], que entonces era una combinación de antiguos miembros del PC que huían del partido envilecido y de jóvenes poetas y artistas que buscaban acción revolucionaria. Durante algunos años se le llamó el loco latino24, mientras escapaba de la policía de San Francisco y lanzaba ratas muertas a los opresores de inquilinos durante las manifestaciones callejeras de la otrora poderosa Coalición Mission.
Cuando los no tan ex estalinistas lo echaron a él y a otros de P.L. («romped los lápices de los poetas» era el eslogan de la purga) se fue hacia el norte a Arcata donde se convirtió en un temprano defensor del bosque, en autoproclamado payaso de la ciudad y poeta residente. De ahí fue Tánger y al Magreb, al país vasco, mítines en Irlanda contra las armas nucleares, y de vuelta a San Francisco, donde finalmente descubrió su vocación como periodista. «Poeta de investigación» era el título que prefería, y en 1984, fue enviado por Pacific News Service a Latinoamérica, donde caminó con Sendero Luminoso, compartió el pan con Tupac Amaru y salió con cuadros de M-19.
En 1985, después del terremoto, se mudó al Hotel Isabela en el Centro Histórico de Ciudad de México, donde durante los 25 años siguientes escribió los mejores informes en inglés (y nadie se le compara) sobre las tumultuosas aventuras de la política mexicana.
Durante sus años mexicanos, logró escribir nueve libros en inglés, un par en castellano y una serie de folletines poéticos, mientras a menudo iba de viaje, tomando un autobús a la escena de una rebelión campesina, visitando San Francisco, convirtiéndose en escudo humano en Bagdad o protegiendo una cosecha de aceitunas palestina contra colonos israelíes saqueadores.
Murió esta mañana, víctima de cáncer de hígado, a la edad de 73 años, justo donde quería, en la aldea de Tepizo, Michoacán, cuidado por sus queridos amigos Kevin y Arminda.
Es el bosquejo de la historia. Y además existió John. Incluso después de los setenta años, un cuerpo alto, imponente, con una cara estrecha, una perilla descuidada y bigote, una camiseta del Che cubierta por un chaleco mexicano, un pañuelo palestino lanzado alrededor de su cuello, bolsas de desdicha y compasión bajo sus ojos, compensadas por su maravillosa sonrisa desdentada y la risa estridente que subrayaba sus comentarios cómicos sobre el estado miserable del universo.
Era uno de los últimos de los beats, maestro del discurso poético, comprometido con el acto público ejemplar, siempre al lado de los pobres y derrotados. Sus atormentadores lo definieron. Un dentista carcelario sádico extrajo seis de sus dientes. El Escuadrón Táctico de San Francisco aporreó dos veces su cabeza, arruinando un ojo y dañando el otro. Los guardias del vano poeta-potentado Octavio Paz le pegaron hasta hacerlo caer en un aeropuerto de Ciudad de México, y siguieron pateándolo mientras estaba en el suelo. Colonos israelíes lo golpearon duramente con garrotes mientras sangraba, y quebraron para siempre su espalda.
Tenía su lado quisquilloso. Odiaba la pretensión, la pomposidad y el poder descontrolado cada vez que lo veía. Perder le resultaba importante. John podía ser el antónimo de oportunista. Nunca se llevó bien con un editor, y mordía por principio la mano que lo alimentaba. Las cosas se pusieron tan mal, dejó tan pocos puentes sin quemar, que para leer sus maravillosos despachos semanales en los años antes de Internet, tuve que suscribirme a un oscuro boletín de noticias, una compilación de noticias latinoamericanas, y luego enviar más dinero para que los editores incluyeran la columna de John. [John tuvo una relación que duró muchos años con CounterPunch, que publicó cientos de sus artículos, y sólo inconvenientes triviales con los editores. AC/JSC. (Y Rebelión publicó varios de sus artículos. N. del T.)]
También tenía su lado dulce. Era intensamente leal a sus amigos, generoso con todo lo que poseía, orgulloso de sus hijos, agradecido por el apoyo y colaboración de Elizabeth, y una compañía maravillosa y calurosa durante una cena. Cuando mi hijo Ted llegó a México en 1990, John le ayudó a conseguir trabajo, encontrar dónde vivir, lo presentó a todos y se convirtió en su compañía dominguera y amigo íntimo, mientras se sentaban frente al televisor de 11 pulgadas de John mirando las transmisiones semanales de partidos de la NBA.
Fue un verdadero fanático de los deportes, especialmente del baloncesto. Una de las últimas veces que lo vi fue en la casa de un amigo en San Francisco, entre tratamientos de radiación, mirando un partido de los Warriors en un televisor de pantalla ancha, fumando lo que todavía llamaba «hierba asesina». Joe y yo escuchamos mientras nos contaba la historia de los NY Knicks, el origen del tiro brincado, y el último juego de Kareem, lo que de alguna manera condujo a una larga queja sobre la venta de riñones en México, cosechados en China del cuerpo todavía caliente de algún pobre inmigrante rural ejecutado legalmente al cruzar imprudentemente la calzada.
La última vez que tuve el placer de su compañía fue durante el desayuno en Los Angeles cuando Ted y yo lo despedimos en su última gira promocional para su libro El Monstruo, su afectuosa historia de Ciudad de México. Estaba en buen estado de ánimo. Su cáncer estaba en remisión -decía que era un «resistente contra el cáncer»- y nos entretuvo con un vistazo preliminar de su viaje: largos, agotadores viajes en autobús, poltronas incómodas, charlas ante pequeñísimos grupos de marginados, los últimos defensores de causas perdidas sin el dinero necesario para comprar sus libros. Era un caso perdido, como tantos otros, y todos le garantizan su sitio entre los ángeles.
Frank Bardacke enseñó en Watsonville Adult School, California’s Central Coast, durante 25 años. Su historia de los Trabajadores Agrícolas Unidos y César Chávez, Trampled in the Vintage, será publicada por Verso. Para contactos, escriba a bardacke@sbcglobal