Quizás el único aspecto en el que ha triunfado el capitalismo es en su facilidad para construir consensos y simultáneamente privar de ellos la naturaleza ideológica de la totalidad de las cuestiones sociales. Esa herramienta del poder económico arrebata a las ideas de su lugar en el espacio público y las transacciona por una colección […]
Quizás el único aspecto en el que ha triunfado el capitalismo es en su facilidad para construir consensos y simultáneamente privar de ellos la naturaleza ideológica de la totalidad de las cuestiones sociales. Esa herramienta del poder económico arrebata a las ideas de su lugar en el espacio público y las transacciona por una colección de tópicos, fácilmente manipulables, que sirven tanto como para que el pequeño propietario no sea capaz, en un principio, de descodificar la relación directa entre su situación económica y la acción de gobierno, como también para que la izquierda termine por asimilar lo doctrinario a una cualidad negativa de los posicionamientos políticos.
En el cine, la presencia de los consensos ha moldeado un patrón de creación en el que el conjunto narrativo raramente ofrece una matriz que impugne el status quo militar-cultural dominante. Hacer cine comercial, como cualquier otra actividad de masas que se realice hoy por hoy, no suele significar hacer cine siquiera para entretener a las mayorías, sino fundamentalmente para reforzar los rasgos primordiales de alienación de esos sujetos. Una hegemonía cosificadora que viene a dar casi siempre la razón a las conceptualizaciones conservadoras, o a esas otras que vuelven excepcionales -aisladas e impotentes- a las trazas progresistas, apenas humanistas, en las que un argumento a veces se presenta al público.
En Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1956) -editada hace pocas semanas en alta definición por el sello de Barna A Contracorriente– ninguna de las ideas que podrían reforzar ese estatus tienen lugar en la historia, a excepción quizás de la presencia de un par de personajes de índole católica que sin embargo habitan la aventura más bajo el estatuto de primeros cristianos que como miembros de la jerarquía eclesial. El resto de intérpretes son «resistentes», un eufemismo con el que reconocer a la izquierda radical que compuso la inmensa mayoría de las fuerzas partisanas durante la ocupación nazi de Francia. Ese contexto, el de una prisión regentada por los fascistas, y en la que esperan su oportunidad quienes se les oponen, ayuda a sortear el consenso alrededor de la probidad de las cárceles. Los presos son culpables, sin excepción, y el trato que reciben es homologable al de los presidios democráticos. El problema, sin embargo, está en la clase de orden que se ha establecido.
Todos los presos son presos políticos. En las mazmorras del desarrollo se encuentran igualmente algunos de los que sufren, y hacen sufrir, la violencia política, la violencia económica, la violencia cultural y la violencia psíquica. Y los cuatro órdenes, el político, el económico, el cultural y el psíquico, tienen un fortísimo componente ideológico, que predetermina una forma de tratamiento del desorden que interesa especialmente al Poder a fin de conservar la sociedad en un estadio que perpetúe, en su beneficio, ciertas lógicas ancestrales. Inevitablemente hay que encontrar un modo de sancionar determinadas conductas, y con igual énfasis habría de hacerse también con algunas que se entienden como «normales» y aceptadas por la mayoría, pero sobre todo hay que acabar con las causas que las producen y, en Un Condenado a muerte… la causa es el fascismo y el modelo social que ha impuesto.
Con todo, a lo que apela Bresson en su obra no es al conflicto político, ya que no es casual que su espectador pueda aceptar sin escandalizarse que ese presidio sea homologable al de las democracias burguesas – discerniendo a la vez, y sin importarle, la situación en la que están los reclusos en un país «civilizado»-, sino que recurre a una pureza del reo casi religiosa, en la que la fuga es un privilegio que ha dado dios a los prisioneros. O el Convenio de Ginebra que reconoce implícitamente el derecho de los presos a evadirse. El condenado de Bresson se sabe tenedor de un fuero en el que no cabe ni el entusiasmo ni la resignación, sólo el método y la perseverancia en ese método. Es perfectamente consciente de la realidad y no va a abolir al Amo de la propiedad de la trena ni pretende ocupar su lugar. Hallarse en el interior de los muros del Amo es su muerte. Su victoria es lograr trascenderlos y combatirlo desde el exterior.
La opinión sobre la filmografía del director francés entre el público mayoritario es que sus películas están mal hechas. Los actores no actúan (sólo reproducen), las acciones son casi estáticas, el recogimiento ante el discurrir de la vida es el mismo que el del devoto en su templo. La conciencia son las formas, la liturgia; que diría el crítico marxista Manuel Fernández Reinón. Pero esas características, que refuerzan los aspectos más reaccionarios de su cine cuando aborda la fe (Diario de un cura rural, 1951), o la existencia política (Le Diable probablement, 1977), son expresiones de una cierta clase de radicalidad ética en el momento en que cuestiona la épica (Lancelot du Lac, 1974), o problematiza la libertad, como en la obra que nos ocupa. En Bresson ante todo se está reivindicando una mecánica de la percepción en la que ni siquiera un espectador ingenuo puede afirmar que prime lo casual sobre lo causal. Su cine es, inevitablemente, un punto de vista que el autor ha meditado durante años para contrarrestar durante hora y media la maquinaria industrial de las lógicas de producción capitalistas en el cine de consumo. Que lo haga un católico conservador en un medio dominado por un cuerpo social progresista no es sino un demérito de aquellos que se reivindican superficialmente como radicales, o a lo sumo reformistas, y sin embargo no son capaces de concretarlo concibiendo algo que se diferencie, estructural y semánticamente, de lo que por norma suele estar entre las potencias del continuismo.
La edición de A Contracorriente, que es la restaurada por Criterion en 1080p, incluye un interesantísimo documental de 44 minutos titulado La esencia de las formas: Robert Bresson distorsiona el significado, que cuenta con unas valiosas reflexiones de Bruno Dumont, quizás el cineasta francés más relevante de la actualidad, y el que ha conseguido elevar definitivamente la esencia y el procedimiento de sus conceptos estilísticos y sociales. Pertenecen a él dos ideas importantes para entender el cine del director cristiano, y con las que concluimos: «Lo peor son las intenciones. No hay nada peor que una intención. Es una gran película porque la intención ha desaparecido. Todo se une con la historia y la historia está cerrada. Nadie filma la historia. Bresson desaparece. Se desvanece dentro de lo que cuenta y eso es magistral. Y del mismo modo es una película austera. Pero esa austeridad acaba provocando felicidad, la felicidad cinematográfica de ver una obra profunda. Una felicidad inversamente proporcional a las condiciones de visionado, en la que la recompensa llega al concluirla. Está en la memoria de la película, no en la película. Y eso va a dejar un recuerdo extraordinario aunque la felicidad no llegue viéndola. Hay que hacer un esfuerzo, y hoy en día la gente quiere disfrutar al momento. Bresson no es eso. La felicidad viene después«.