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Todos somos putas

Fuentes: Gara

La metonimia es una figura retórica que consiste en tomar el efecto por la causa (o viceversa), el autor por la obra, la parte por el todo (aunque en este caso es más correcto hablar de sinécdoque), etcétera. Si la metáfora es una sustitución por semejanza, la metonimia es una sustitución por afinidad o proximidad. […]

La metonimia es una figura retórica que consiste en tomar el efecto por la causa (o viceversa), el autor por la obra, la parte por el todo (aunque en este caso es más correcto hablar de sinécdoque), etcétera. Si la metáfora es una sustitución por semejanza, la metonimia es una sustitución por afinidad o proximidad. Pero, como todas las figuras retóricas, la metonimia es también una forma de interpretar la realidad y, en última instancia, un intento de controlarla simbólicamente. Por eso es uno de los recursos básicos de los sueños, de la poesía, de las perversiones, de la religión, de las ideologías…

¿Por qué la prostitución nos parece tan sórdida e indigna? Porque proyectamos en ella la sordidez de nuestra propia vida, nuestra propia indignidad de mercancías humanas.

En una sociedad-mercado en la que todo (menos el cariño verdadero) se compra y se vende, en la que la inmensa mayoría de las personas venden la mitad de su vigilia (y la casi totalidad de sus sueños) por un puñado de monedas, la prostituta es la perfecta metonimia a la vez emblema y chivo expiatorio de la degradación colectiva. Pues la p(rostit)uta a la que un peyorativo síncope, como si no fuera digna ni de un nombre completo, convierte en «puta» vende, literalmente, su cuerpo, mientras que los demás sólo vendemos el alma, que no se ve (ni se toca), lo que nos permite proyectar nuestra humillación cotidiana, nuestra alienación, en otras servidumbres menos encubiertas, acaso menos hipócritas.

La prostituta vende su sexo, que se considera la parte más íntima y personal del individuo («El cerebro es mi segundo órgano favorito», dice Woody Allen, que no en vano es el ídolo de los mediocres, sobre todo de los varones).

Pero quienes consideramos que nuestra parte más íntima y personal nuestro primer órgano favorito es el cerebro, deberíamos reflexionar un poco sobre las múltiples formas de prostitución a las que nos aboca esta sociedad-mercado. No tomemos el efecto por la causa, la parte por el todo. Todos somos putas.

Las exquisitas presentadoras de televisión que, asomadas al balcón de su calculado escote, llaman «tropas de ocupación» a los terroristas judeocristianos que violan, torturan y asesinan a hombres, mujeres y niños iraquíes, y acto seguido, con la misma elegancia (esa elegancia imperturbable que las convierte en candidatas a princesas), llaman «radicales islámicos» a quienes heroicamente defienden a su pueblo de los terroristas, prostituyen algo más que sus seductoras sonrisas y sus calculados escotes.

Por no hablar de los periodistas. ¿Qué decir, por ejemplo, de los columnistas de los principales diarios del Estado español que, al llamado de sus directores- madames (algunos con liguero y todo), se bajan los pantalones metafóricos (metonímicos, mejor dicho) para poner su honra intelectual al servicio de los espúreos intereses de sus amos? ¿Cuánto cobra Juan Luis Cebrián por decir que el Che era un terrorista? ¿Cuánto cobra Fernando Savater por vender sus escasas neuronas y su carné de filósofo a quienes ven y con razón en la izquierda abertzale uno de los más peligrosos enemigos de la barbarie neoliberal? ¿Cuánto cobra Carlos Fuentes por cantar las alabanzas de un «empresario global» (ahora se llaman así) de la calaña de Gustavo Cisneros? La reciente ofensiva desplegada por el Ayuntamiento de Madrid contra la prostitución callejera, además de su gravedad intrínseca, adquiere en estos momentos una notable im- portancia simbólica. Los mismos canallas que han apoyado la «liberación» de Irak (por el expeditivo método de torturar, violar y asesinar a sus habitantes), quieren «liberar» a las prostitutas (sobre todo a las inmigrantes) estigmatizándolas, criminalizándolas y condenándolas a la miseria. La campaña iba a llamarse «Libertad duradera», pero como el nombre ya estaba asignado a otra iniciativa de los mismos promotores, ha acabado llamándose «Plan contra la esclavitud sexual». Y de nada sirve que las prostitutas se manifiesten y declaren una y otra vez que no son esclavas de nadie, que tienen derecho a hacer con su cuerpo lo que les dé la gana:

Botella y Gallardón (y algunas feministas de salón, dicho sea de paso) saben mejor que ellas lo que les con- viene. Porque las prostitutas son, ante todo, mujeres, y el patriarcado (el gran rufián de las verdaderas esclavas sexuales, que son las amas de casa) no puede tolerar que las mujeres sean dueñas de su propio cuerpo y abandonen el ámbito de sumisión en el que se intenta confinarlas desde el neolítico. Una mujer que explicita y autogestiona su sexualidad, que se alquila en vez de venderse, como las esposas, que tiene muchos clientes en lugar de un solo amo, es un paradigma perturbador, un espejo en el que pocos y pocas se atreven a mirarse.

En última instancia, lo que los neofascistas les niegan a los demás sean iraquíes, vascos o mujeres es el derecho a la autodeterminación. Y eso mismo el derecho a la autodeterminación de las personas y los pueblos es lo que tenemos que defender por encima de todo, en todos los frentes, contra los verdaderos terroristas. Es decir, contra el terrorismo de Estado.

* Carlo Frabetti. Matemático y escritor.