Mario Benedetti, para mí, supera lo meramente literario. Que me guste leer se lo debo a mi modo de ser, pero que me animase alguna vez a escribir y a intentar publicar lo que había escrito se lo debo a Mario Benedetti. Me di cuenta de que los poemillas que yo escribía podían interesar a […]
Mario Benedetti, para mí, supera lo meramente literario. Que me guste leer se lo debo a mi modo de ser, pero que me animase alguna vez a escribir y a intentar publicar lo que había escrito se lo debo a Mario Benedetti. Me di cuenta de que los poemillas que yo escribía podían interesar a la gente cuando incluí uno, sin el nombre del autor (que era yo, claro), en la lista de correo de este escritor (a la que yo estaba suscrito) y alguien, desde no sé dónde, me escribió un correo preguntándome que a qué libro de Benedetti pertenecía exactamente ese poema tan curioso, pues los controlaba todos pero ese concreto no le sonaba. Cuando leí el mensaje, me tembló la mano. Por eso y por tantas otras razones, Benedetti es para mí muy especial. A él no le pondrán una avenida en Marbella como a Mario Vargas Llosa (genial como novelista, terrible en casi todo lo demás). Ni falta que le hace: su avenida es nuestro respeto. Suelo decir que el Benedetti narrador me parece un Delibes con ideología (o a lo mejor es que Delibes es un Benedetti sin ideología; o mejor dicho, con ideología conservadora, claro).
Benedetti es un todoterreno: para mí es el mejor cuentista latinoché, al alimón con Cortázar, el más grande (a mí me ha llegado más Benedetti; son diferentes). Pero también tiene novelas excelentes, poco pero brillante teatro, poesía vibrante y fresca, crónica literaria certera, grandes artículos de prensa, etc. Porque se podrá o no estar de acuerdo con él, pero no se puede negar que es uno de los más grandes. Suelo decir que espero que le den el Nobel a Vargas Llosa para alegrarme al saber la noticia e indignarme después al escuchar su discurso. Pero si hay alguien que merece el Nobel todavía más que Vargas Llosa, por ser más completo, ése es Benedetti.
Incluso novelas como las históricas «Quién de nosotros», «La tregua», «Gracias por el fuego» o «El cumpleaños de Juan Ángel» (novela en verso), o las más modernas «Primavera con una esquina rota», «La borra del café» o «Andamios», la gran pieza teatral «Pedro y el capitán» (también «Ida y vuelta», menos brillante), o poemarios de la altura de «Poemas de la oficina», «Noción de patria», «Próximo prójimo», «Contra los puentes levadizos», «La casa y el ladrillo», «Geografías» o «Despistes y franquezas» (reunidos en tres inventarios publicados por Visor), no empañan la que, para mí, es la gran labor literaria de Benedetti: su tarea como narrador breve. O dicho en plata, como cuentista. No sé si la crítica seria opina eso, y yo, inconscientemente, me hago eco de ello («lo peor del eco / es que dice las mismas / barbaridades»), pero como lector lo tengo interiorizado así. Benedetti: literato completo pero, sobre todo, gran cuentista.
Alfaguara publicó en 1998 sus «Cuentos completos» y, como le pasó con Sergio Ramírez, luego escribió más (afortunadamente). Hay títulos memorables: «Montevideanos» es el equivalente en prosa de «Poemas de la oficina»; «La muerte y otras sorpresas» se conecta con «Contra los puentes levadizos», como «Despistes y franquezas» lo hace con «Las soledades de Babel». Pero los testimonios extra-literarios más interesantes de Benedetti en cuentos están en «Con y sin nostalgias» y «Geografías». En ellos se palpa el dolor, la tortura, el miedo, el exilio y la esperanza en una época que debía ser necesariamente mejor, porque peor, ya, no podía ser. Todo eso. Posiblemente, la mejor crónica de toda una época en «América Letrina». «Creíamos combatir contra caballeros conservadores y resultaron ser bestias fascistas». Va a ser que sí: gente capaz de masacrar a adolescentes por pedir un bonobús de estudiante o de tirar al mar a presos con bendición del capellán católico, porque es una muerte más cristiana. Todas esas anécdotas intercambiables entre los diversos países del Cono Sur iberoamericano (más conocido como «el Cono de la Bernarda») se pueden encontrar en estos relatos, donde la intensidad de los temas no empaña la técnica narrativa. Voy a destrozarles un brevísimo relato, para que se hagan una idea de lo que expongo: interrogaban a un preso (como los «hábiles interrogatorios» de nuestro Centinela de Occidente) y pretendían saber quién le había enseñado algo (en concreto, «eso»). Él callaba y le aplicaban la picana en sus partes, claro. Un inspirado día comentó que «eso» se lo había enseñado Marx, y cuando el teniente le preguntó que a ese Marx quién se lo había enseñado, fue lógico y, claro, respondió que Hegel. El teniente sonrió, maligno, y el preso pensó «ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania». El microrrelato se titula «Eso» y se puede leer en «Despistes y franquezas».
No contento con ser un gran literato, también se ha mostrado como una voz lúcida y crítica en cuestiones políticas y literarias: textos políticos como «El país de la cola de paja», «Crónicas del 71» o «Terremoto y después» y textos literarios como «Letras del continente mestizo», «El ejercicio del criterio», «Sobre artes y oficios» o «La realidad y la palabra» nos muestran a alguien extraordinariamente lúcido y que mete el dedo en el ojo. Tanto que se ha ganado a pulso su sobrenombre: «el aguafiestas».
Pues «el aguafiestas» es el más lúcido cuentista que nos queda. Y nosotros que lo veamos/leamos.