El pasado mes de mayo, Juan Pablo II se marchó de España más que encantado. El cardenal Rouco no se lo creía. El quinto viaje del Papa a nuestro país había sido un «éxito total», muy por encima de las propias expectativas de la cúpula eclesial. Al menos, desde el punto de vista de la […]
El pasado mes de mayo, Juan Pablo II se marchó de España más que encantado. El cardenal Rouco no se lo creía. El quinto viaje del Papa a nuestro país había sido un «éxito total», muy por encima de las propias expectativas de la cúpula eclesial. Al menos, desde el punto de vista de la convocatoria de grandes multitudes, que es como la jerarquía y los medios de comunicación miden estas cosas.
Pero el mérito no fue de los obispos españoles. La «culpa» de la excelente acogida se debió a la masiva movilización organizada por los llamados nuevos movimientos eclesiales: en el aeropuerto de Madrid-Barajas, en los aledaños de la Nunciatura, en el aeródromo de Cuatro Vientos, en la plaza de Colón, en todos los lugares por donde pasaba Juan Pablo II había gente de los ‘kikos’ (el Camino Neocatecumenal), de los ‘cielinos’ (Comunión y Liberación), de los Focolares, de los Legionarios de Cristo, del Opus Dei…
Y es que, como bien se ha dicho, los nuevos movimientos son el auténtico «ejército» del Papa en sus ansías de reconvertir al mundo al catolicismo. Tan es así que el auge de estos grupos se ha convertido en uno de los rasgos más característicos del pontificado de Juan Pablo II, al que incluso han llegado a calificar como el Papa de los movimientos. Y con toda la razón del mundo.
El apoyo del Vaticano a estos movimientos quedó «oficializado» en el famoso Congreso Internacional de los Movimientos Eclesiales, celebrado en Roma en el día de Pentecostés de 1998. Aunque este encuentro congregó a 56 de estos nuevos grupos, el Papa decidió reunirse en público con los líderes y fundadores de siete de ellos, escogidos «en virtud de su extensión y representatividad universal»: Kiko Argüello, del Camino Neocatecumenal; Chiara Lubich, de los Focolares; Luigi Giussani, de Comunión y Liberación; Patti Mansfield, de la Renovación Carismática Católica; Marcial Maciel, de los Legionarios de Cristo; Andrea Riccardi, de la Comunidad de San Egidio; y Joaquín Allende, de Schoenstatt. En esta ocasión, Juan Pablo II, bajo el lema «Movimientos eclesiales: comunión y misión al alba del tercer milenio», quiso honrar a «una de las más claras expresiones de la acción del espíritu en la Iglesia del siglo XX».
Nueva evangelización
Pero el respaldo del Papa venía de lejos. Al poco de llegar al Vaticano, Wojtila ya tenía en mente su plan «nueva evangelización», que tenía un objetivo doble: por un lado, restaurar la fuerza de una Iglesia que consideraba debilitada por las derivas del Concilio Vaticano II y, por otro, reforzar la presencia católica en una sociedad cada vez más secularizada. Juan Pablo II decidió poner su proyecto en manos de los nuevos movimientos eclesiales en detrimento de la hasta entonces vanguardia de los «ejércitos» papales: jesuitas, dominicos y franciscanos, principalmente, luchaban más, por sacar a la gente de la pobreza que por hablarles de Cristo. Además, habían llegado, a su juicio, demasiado lejos en la interpretación de la nueva Iglesia que anunciaba el Concilio. Ni que decir tiene que entre los que habían llegado «demasiado lejos» destacaba, en primer plano, sin ser mencionada explícitamente, la Teología de la Liberación, cuya aproximación al marxismo no podía consentir un Papa originario de una Polonia subyugada por el comunismo.
Los jesuitas -sobre todo en El Salvador (recuérdese a Ellacuría y sus compañeros mártires)- y los franciscanos -en Brasil, con Leonardo Boff a cabeza- eran los principales animadores de la Teología de la Liberación. Había, pues, que pararles los pies. El control de los primeros se inició en 1980 con el aislamiento de Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús, y la imposición al frente de la orden de una persona de la confianza papal, el italiano Paolo Dezza. Con las otras órdenes religiosas, bastó el ejemplo de lo ocurrido con los jesuitas y los procesos abiertos por la Congregación para la Doctrina de la Fe (el antiguo Santo Oficio) a algunos de su miembros más polémicos, como iniciado contra Boff en 1984 que acabó con la secularización el teólogo.
Juan Pablo II no ocultó nunca su cercanía al Opus Dei, que hasta entonces había sido visto con desconfianza por el Vaticano. Con el nuevo Papa, su ascensión fue vertiginosa. Ya en 1978, pocos días antes del primer cónclave después de la muerte de Pablo VI, el entonces cardenal Wojtyla visitó Villa Tevere, la sede del Opus, y rezó ante la tumba de Escrivá. En 1982 otorgó a la organización el título de «prelatura personal». Creada a medida para el Opus, le concede los atributos de una verdadera diócesis sin limitación territorial. El prelado del Opus depende directamente del Papa, escapando así a la autoridad de los obispos diocesanos. En 1992 beatificó a Escrivá, sólo 17 años después de su muerte, y el año pasado lo convirtió en san Josemaría.
Al asalto del poder
Los nuevos movimientos, en fin, con todo el celo apostólico de su juventud, recibieron el encargo de recristianizar el mundo. El diseño era sencillo: los movimientos se repartirían el trabajo en función de su «carisma» propio y para evitar grandes choques entre ellos: el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y Comunión y Liberación se dedicarían a las élites. Los Neocatecumenales y los Focolares, a las clases medias. Y los carismáticos, a las clases más populares. En este proyecto no cabían las comunidades de base, desautorizadas y anuladas, y el resto de movimientos de ambiente o especializados, que han sido marginados. Más de veinte años después, la estrategia no parece haber logrado su objetivo, pero estos movimientos no sólo se han consolidado en la Iglesia sino que poco a poco se han ido extendiendo por el mundo y tomando las riendas del poder.
Fidelidad recompensada
De todos los rasgos comunes, hay uno que sobresale sobre los demás y que explica a las claras la preeminencia actual de los movimientos: la fidelidad al Papa.
Una fidelidad que el Pontífice ha devuelto con creces. Hoy, los movimientos gozan de un respaldo vigoroso por parte de la jerarquía y muchos obispos los solicitan para animar la vida católica en sus diócesis. Pero conviene recordar que estos movimientos eran -aún lo son en algunos lugares- vistos con recelo por gran parte de la Iglesia institucionalizada: las grandes congregaciones, las parroquias y muchos obispos; y con frecuencia eran acogidos con desconfianza allá donde decidían instalarse.
Lo que constituía al principio la gran novedad de los movimientos -es decir, que eran eminentemente laicales- ha ido desapareciendo con los años. En mayor o menor grado, todos ellos se han ido clericalizando, creando ramas «sacerdotales», formando a sus propios curas e incluso fundando sus propios seminarios al margen de las diócesis. En consonancia con los tiempos, los sacerdotes asociados o miembros de estos movimientos están siendo promovidos a la jerarquía. De hecho, su clero está evolucionando como una especie de jerarquía paralela que va tomando posiciones en en Vaticano y en las distintas Iglesias locales.
El vergel español
Aquí aparece, claro, otro rasgo común a los movimientos que se nos había escapado: el gusto por el poder. Es la vieja premisa del Opus Dei, compartida por el resto -sobre todo, por los Legionarios de Cristo y Comunión y Liberación- de que la evangelización se juega en la política, incluso dentro de la Iglesia. Dicho en otras palabras, el poder es necesario para imponer sus doctrinas -que son las únicas «verdaderas»- al resto de la Iglesia y de la sociedad.
Así las cosas, España es uno de los países que mejor ha acogido a los nuevos movimientos. No en vano dos de los más importantes -Opus Dei y el Camino Neocatecumenal- nacieron aquí, y otro más -Legionarios de Cristo- es de origen mexicano y, por tanto, de habla castellana. De hecho, el pasado mes de septiembre, las páginas religiosas del diario «La Razón» (cuyo coordinador Alex Rosal, dicho sea de paso, es «legionario») declaraban triunfalmente que «Medio millón de católicos españoles participan en movimientos apostólicos». Según este artículo, el más numeroso, con 86.000 miembros, es el Camino Neocatecumenal, seguido por el Apostolado de la Oración, con 50.000, y los Focolares, con 42.000. A tenor de este informe, el Opus Dei tiene 33.000 adeptos y los Legionarios de Cristo (que figuran con el nombre de su rama laicaa, Regnum Christi), apenas 4.000. El resto, hasta el medio millón, se reparte entre decenas de grupúsculos.
Lógicamente, las cifras deben ser vistas con cierto espíritu crítico, habida cuenta del secretismo que rodea a estas organizaciones, que, en ocasiones, ni siquiera desvelan el número real de seguidores. Sea como fuere, es evidente que, en relación con la masa de creyentes, estos grupos son insignificantes. Y, sin embargo, han sabido introducirse en los centros de mando, en España y en el resto del mundo católico.
A la caza del obispo cercano
Por influencia, ya que no por número, tal vez los segundos en la lista, después del Opus, sean los Legionarios. Según José Martínez de Velasco, autor del libro «Los Legionarios de Cristo», «España es la base operativa para la expansión legionaria hacia Roma y el continente europeo. A través de selectos colegios y de un activo entorno universitario en Madrid, Valencia, Cantabria, Salamanca, Barcelona y Sevilla, la Legión de Cristo se está introduciendo en las familias y en los círculos más poderosos e influyentes de la economía y de la comunicación de nuestro país». Legionarios reconocidos son dos ministros, Ángel Acebes y José María Michavila, además de una hermana de Ana Botella, que no oculta su proximidad al movimiento. Y en su órbita se mueven también otros apellidos ilustres de las finanzas y la universidad como Gustavo Villapalos; la familia Oriol (que cuenta con 4 curas legionarios) o Alicia Koplowitz y su fundación Vida y Esperanza. Dueños de la universidad privada Francisco de Vitoria, su estrategia actual consiste en ir comprando y/o fundando colegios para formar a los más jóvenes. Ejemplo de ello es el reciente caso del colegio El Bosque, de Madrid, cuyos alumnos han visto cambiar la orientación laica del centro a la ideología legionaria -separación de sexos incluida- a mitad del curso.
También los ‘kikos’ cuentan ya (¡cómo no!) con su obispo: monseñor Ricardo Blázquez, de Bilbao, uno de los teólogos del Camino. Y con su universidad: la Católica de Murcia, una de las zonas, junto con Andalucía y Madrid, donde están más extendidos. Pero si a alguien se le puede acusar de Iglesia paralela es, desde luego, a ellos. Tan en así que, sólo en España, controlan más de 300 parroquias y han abierto un seminario propio en Madrid, el Redemptoris Mater, para formar a sus propios «misioneros itinerantes». Tienen, además, dos centros especiales de formación en San Pedro del Pinatar (Murcia) y El Escorial (España). Aunque oficialmente pobres, la Fundación Familia de Nazaret para la Evangelización Itinerante, aprobada en Madrid por el cardenal Suquía en 1992, mueve al año más de 120 millones de euros, procedentes sobre todo de los diezmos de las familias. Sus dirigentes utilizan esos fondos sin rendir cuentas a nadie. La revista francesa Golias, de origen católico, les ha dedicado recientemente un número monográfico y se atreve a decir que el Camino incurre en ocho de los diez criterios que el Consejo de Europa establece para identificar a las sectas perniciosas.
Más pequeños por el número -apenas 1.500 en España-, Comunión y Liberación (CyL) es, sin embargo, el movimiento que más apoyo explícito tiene en la jerarquía episcopal. ‘Cielinos’ son los arzobispos de Granada, Franciso Javier Martínez, y Oviedo, Carlos Osoro. Y dando vueltas en torno están también el de Valladolid, Braulio Rodríguez, y los auxiliares de Madrid Eugenio Romero Pose y César Augusto Franco, hombres de confianza del cardenal Rouco.
Como en otros países, CyL está sobre todo presente en el mundo universitario y editorial a través de Ediciones Encuentro, la asociación Atlántida, que organiza el Happening, una cita fija en el calendario universitario de tipo lúdico, y la asociación Nueva Tierra, que agrupa a un amplio haz de grupos parroquiales y universitarios. Teológicamente, cuentan con el aval de gran parte de los escrituristas de la Escuela de Madrid.
Por último, los focolares, pese a sus 42.000 adeptos reconocidos, están mucho menos presentes en los alrededores del poder. Por supuesto, tienen igualmente un obispo, en este caso monseñor Francisco Pérez, arzobispo castrense y director de las Obras Misionales Pontificias, que mueven más de 1.000 millones de euros al año. Y también una editorial, Ciudad Nueva, y una revista del mismo nombre, además de la Escuela Aabbá con cursos de nueva teología y otras disciplinas humanas y científicas. Por lo demás, viven y actúan mucho más calladamente. Porque, al fin y al cabo, lo importante no es el número de seguidores, ni lo poderosos que sean, sino extender el mensaje evangélico. Y si es como ellos lo entienden, mejor.
La Obra de Dios
El Opus es, además del más veterano, el movimiento más influyente en la Iglesia actual. Con 84.000 miembros según sus propias cifras -incluidos menores de edad-, 1.800 de ellos sacerdotes y el 26 por ciento numerarios (célibes), cuentan ya con 2 cardenales: el arzobispo de Lima, monseñor Cipriani, y el español recientemente nombrado Julián Herranz, miembro de la curia (presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos. ‘Opusinos’ son también otros dos españoles: el portavoz del Vaticano y muñidor de toda la estrategia comunicativa, Joaquín Navarro-Valls; y el director de la Escuela Diplomática, Justo Mullor. Cercanos son igualmente el secretario personal del Papa, monseñor Diwisz; los cardenales Sodano, López Trujillo y Moreira Neves; y el nuevo secretario para las Relaciones con los Estados, monseñor Lajolo.
En España, de momento, sólo han conseguido colocar a uno de los suyos al frente de la diócesis de Burgos: monseñor Gil Hellín, que vino directamente de la curia romana. Pero cuentan con la simpatía de casi todos los demás obispos: 50 de ellos asistieron a la canonización de san Josemaría en octubre de 2002. El más entusiasta de ellos es el primado de Toledo, Antonio Cañizares, conocido como ‘el pequeño Ratzinger’. Si los hay, y muchos, en América Latinaa: 7 en Perú, 4 en Chile, 2 en Ecuador, 1 en Colombia; 1 en Venezuela; y en Argentina y 1 en Brasil. Es significativo que dos de ellos hayan sido nombrado sucesores de personalidades como Óscar Romero, en San Salvador, y Hélder Cámara, en Recife.
Sólo un obispo en España, pero mucha influencia en las élites políticas, económicas y universitarias. Suyos son la Universidad de Navarra, con su afamada clínica universitaria, los colegios Tajamar y Retamar de Madrid y el IESE de Barcelona. Suyas son las editoriales Palabra, Rialp y Eunsa. Suyos son los grupos de comunicación Recoletos y Negocios (editores, respectivamente de diarios como Marca y Expansión o La Gaceta de los Negocios) y el periódico del arzobispado de Madrid, «Alfa y Omega». Y suyo, además de multitud de empresas, el Banco Popular. Y muchos de sus miembros están presentes en las esferas del poder, entre ellos el ministro de Defensa, Federico Trillo; el fiscal general del Estado, Jesús Cardenal, y la Junta de Jefes de Estado Mayor del Ejército en pleno.
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