La producción, liberación y consumo de organismos o alimentos transgénicos implica, sin lugar a dudas, una seria y real amenaza para todos los ámbitos de la vida en la Tierra, apuntando, de ese modo, hacia el desencadenamiento de consecuencias insospechables.
De la mano de las tecnologías del ADN recombinante, que algunos exageradamente califican como ingeniería genética, vienen haciendo su aparición en el mundo los llamados organismos transgénicos, que se caracterizan porque les han sido incorporado en su genoma por vía puramente artificial (transgénesis), genes extraños que pertenecen a otros seres vivos. Así, y con las técnicas disponibles que no excluyen el azar y la casualidad, se han desarrollado bacterias, animales y plantas transgénicas, siendo estas últimas el logro más impresionante que se exhibe en el «rediseño» genético de organismos vivos. La peculiaridad principal de este proceso es que por primera vez se hace posible la transferencia genética horizontal (intercambio del material genético de animales a plantas y viceversa), poniendo fin a sí, a las barreras infranqueables que hasta ese momento habían sido minuciosamente cultivadas por los mecanismos naturales de la evolución. A los partidarios y entusiastas de estas técnicas de manipulación genética, no parece haberles importado demasiado este comportamiento tan precavido y tan asombroso de la Naturaleza. Es por eso que dos décadas después de los primeros experimentos exitosos de ingeniería genética y guiados por una concepción netamente mercantilista de la ciencia y la tecnología, se produce en China en el año de 1992 la primera siembra comercial de una planta transgénica (tabaco) en el mundo.
La producción, liberación y consumo de organismos o alimentos transgénicos implica, sin lugar a dudas, una seria y real amenaza para todos los ámbitos de la vida en la Tierra, apuntando, de ese modo, hacia el desencadenamiento de consecuencias insospechables. Los riesgos y peligros incalculables que entraña la tecnología transgenética para todos los seres vivos y sus actividades, se derivan del uso de técnicas cuyas bases fundamentales están siendo crecientemente socavadas. La divulgación de las pruebas que demuestran la existencia de inestabilidad en líneas transgénicas; los resultados del Proyecto del Genoma Humano (PGH) que han conducido a que se cuestione el principio rector de la herencia, un gen un rasgo y los valientes experimentos realizados por los científicos Arpad Pusztai en Escocia y John Losey en Estados Unidos, que entre otros, han demostrado los efectos perjudiciales de los alimentos y cultivos transgénicos, son sólo algunos de los hechos que vienen conmoviendo los cimientos de la llamada ingeniería genética.
Pero el mayor peligro para todo lo vivo sobre el planeta, proviene del control casi absoluto que un puñado de empresas transnacionales, vienen ejerciendo sobre la investigación, producción y comercialización de organismos transgénicos y sus aplicaciones en campos tan diversos como la medicina, la alimentación, las semillas, la industria, la tecnología y los plaguicidas. Estas gigantescas corporaciones, con un poder económico que en muchos casos rebasan varias veces el producto interno bruto de numerosos países del Tercer Mundo, vienen impulsando con gran fuerza la imposición de un sistema de propiedad intelectual –acorde con sus «innovaciones» transgénicas– donde el lugar más sobresaliente lo ocupan las patentes sobre todas las formas de vida existentes (plantas, animales y genes) y sobre los conocimientos ancestrales y científicos que le pertenecen a toda la humanidad.
Este énfasis por obtener derechos monopólicos o exclusivos sobre organismos vivos ya existentes en la Naturaleza, basándose sólo en las ligeras modificaciones que, introducidas en ellos de manera reciente, tiende a desconocer, por un lado, los aportes realizados por los productores y las comunidades locales a lo largo de incontables generaciones y, por el otro, el carácter biopirateado que rodea a casi todos estos recursos genéticos. Tal conducta, típica del modelo de convivencia humana que hoy día prevalece y que guiado por el afán de lucro desmedido, pretende culminar el proceso de despojo de las riquezas biológicas de las naciones del Sur, a través de un sistema de patentes totalmente irracional, absolutamente antiético y excesivamente inmoral, que dista mucho del que naciera hace más de cinco siglos.
Resulta indudable que desde hace algún tiempo los productos transgénicos vienen ingresando al territorio panameño. Aún cuando la información oficial es inexistente, contamos con fuertes sospechas de que ya llegaron a nuestra dieta, forman parte de la de muchos animales de importancia económica y han hecho su debut en nuestros campos de cultivos. Todo esto está ocurriendo mientras se le niega a la sociedad panameña en su conjunto, la información y el debate sobre las implicaciones y las consecuencias que la tecnología transgénica puede tener sobre la salud humana, el ambiente y la agricultura, principalmente.
Hoy día encontrar alimentos transgénicos en las estanterías de nuestros principales supermercados, se está convirtiendo en un hecho casi cotidiano, resultado de los crecientes vínculos comerciales que Panamá tiene con los Estados Unidos, Argentina y Canadá, tres de las principales naciones productoras y exportadoras de organismos transgénicos en el mundo. De esta forma y sumidos en la mayor ignorancia, los ciudadanos panameños adquieren ingredientes transgénicos incorporados a hojuelas de maíz, chocolates, galletas, leche, dulces, papas precocidas, maíz enlatado y la mayor parte de los productos alimenticios a base de soja, que finalmente terminan en sus estómagos, con independencia del grado de inocuidad o seguridad de los mismos.
La diversidad biológica y la agricultura panameña también son ámbitos en los que el impacto de los cultivos transgénicos y las patentes sobre la vida y el conocimiento, tendrán efectos perjudiciales y devastadores. Nosotros estimamos que en nuestro país hay una amenaza real de contaminación y erosión genética sobre casi 10,000 especies vegetales, muchas de las cuales de naturaleza prehispánica y silvestre de gran valor medicinal o emparentadas con cultivos alimenticios. Esa amenaza se extiende sobre un sector tan vital como la agricultura, que emplea al 25% de la población económicamente activa y que, constituyendo el sustento de más del 48% de los panameños, puede sufrir de consecuencias funestas derivadas no sólo de los cultivos transgénicos productores de alimentos, sino de los llamados cultivos farmacéuticos (productores de hormonas, antibióticos y otros medicamentos).
Sobre estos últimos, lo más probable es que tanto la Comisión Nacional de Bioseguridad creada en el 2002 (¿estará funcionando?) como del Comité de Semillas del Ministerio de Desarrollo Agropecuario, ignoren por completo que en las occidentales provincias de Chiriquí y Bocas del Toro, existen propietarios de fincas que han ofrecido sus terrenos para la siembra de transgénicos de segunda generación (biofarmacéuticos), sin importarles en absoluto los riesgos incalculables a que exponen toda la actividad agrícola y sanitaria de la Nación.
En la actualidad nuestro país «negocia» un tratado de libre comercio con los Estados Unidos que de concluirse, nos subordinará a una serie de exigencias y condiciones que redactadas desde la lógica mercantilista y privatizadora prevalecientes en las corporaciones transnacionales norteamericanas, vienen asociadas estrechamente a los organismos transgénicos, las patentes y la propiedad intelectual. A partir de allí los transgénicos podrán ingresar y circular libremente en el territorio nacional lo que impedirá darles seguimiento; vendrá un reforzamiento del sistema de monocultivo y una disminución de los mecanismos naturales de control y protección contra plagas; se producirá un sometimiento aún mayor de los productores agropecuarios a paquetes tecnológicos altamente dependientes; se provocarán pérdidas irreversibles en la biodiversidad agrícola, piedra angular de la seguridad alimentaria y el país se verá obligado a incumplir los compromisos adquiridos con el Protocolo de Cartagena o Bioseguridad que inició su vigencia en el 2003.
El TLC con los Estados Unidos ocasionará que las medidas sanitarias y fitosanitarias, verdaderos escudos para la protección de las personas, animales y plantas, sean reducidas a una expresión que permitirá el ingreso masivo de productos cárnicos y lácteos, provenientes de establecimientos agropecuarios norteamericanos que en su mayoría siguen utilizando la peligrosa hormona recombinante para el crecimiento bovino (la misma que se asocia con el cáncer de mama y próstata en los seres humanos).
De igual forma asistiremos a una contaminación y erosión de nuestras variedades locales y tradicionales, que irremediablemente se extinguirán, mientras se irá conformando aceleradamente un control monopólico sobre la producción y comercialización de semillas con efectos devastadores sobre la pequeña y mediana producción agrícola. Los recursos genéticos y el conocimiento ancestral que ligados a éstos han manejado y conservado durante incontables generaciones las comunidades campesinas e indígenas, bajo el amparo del TLC, nos serán primero robados y patentados, y luego con cinismo extraordinario, vendrán las exigencias de regalías sobre el botín biocolonial.
La coyuntura del TLC representa la ocasión más propicia que en los últimos tiempos se le ha presentado a la sociedad panameña, para que entre otras cosas, inicie un profundo proceso de defensa de la producción nacional y de protección, conservación y mantenimiento de la biodiversidad agrícola y de los sistemas agrícolas tradicionales vinculados a ella; efectúe un examen riguroso de sus sistemas vigentes de producción de alimentos; realice con la urgencia que el momento exige, el debate sobre las consecuencias sociales, políticas y técnicas de la liberación al ambiente de los organismos transgénicos, o su incorporación peligrosa a la dieta de las panameñas y panameños.
Pedro Rivera Ramos
El autor es ingeniero agrónomo y profesor en la Facultad de Ciencias Agropecuarias – Universidad de Panamá